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– ¿No le parece eso extraño?

– ¿Qué?

– Si insistían tanto en saberlo todo y el profesor Toscano no les decía nada, ¿no le parece extraño que no hayan dejado de pagarle?

– Sí. Pero Martinho me dijo que tenían mucho miedo.

– ¿Ah, sí?

– Sí, estaban asustados.

– ¿Asustados por qué?

– Ah, Martinho no me explicó eso. Eran cosas entre ellos, yo no quería meterme. Pero creo que los estadounidenses temían que Martinho se guardase el descubrimiento y no diese ninguna información a nadie. -Sonrió-. Eso significaba que no conocían a mi marido, ¿no? ¿Que Martinho, una vez concluido su trabajo, lo iba a dejar guardado en un cajón? ¡Ni pensarlo!

– Pero, después de morir su marido, ¿por qué usted no les entregó a los estadounidenses todo el material? Al fin y al cabo, era una manera de conseguir su publicación.

– No lo hice porque Martinho había reñido con ellos. -La viuda se rio y cambió de tono, como si añadiese un paréntesis-. El era profesor universitario, ¿sabe? Sin embargo, a veces, cuando se exaltaba, usaba unas expresiones muy groseras. -Afinó la voz-. Entonces mi marido, una vez, me dijo: «Madalena, ellos no verán nada antes de que esté todo listo. Ni una palabra. Y, si aparecen con palabritas mansas, échalos a escobazos. A escobazos». Conozco muy bien a Martinho: para que él me dijese eso, seguro que había una segunda intención de por medio. De modo que obedecí a su voluntad. Los estadounidenses incluso tienen miedo de poner aquí los pies. Una vez vino uno, que hasta habla portugués, con acento medio brasileño, y se plantó en la puerta, parecía un buitre. Decía que no se marcharía mientras yo no lo atendiese. Eso ocurrió cuando el viaje de Martinho a Brasil. En fin, el hombre se quedó allí varias horas, parecía que había criado raíces, válgame Dios. De manera que tuve que llamar a la policía, ¿sabe? Llegaron y lo obligaron a marcharse.

Tomás tuvo que reírse al imaginarse la escena: Moliarti arrastrado por los barrigudos policías de la PSP fuera del edificio.

– ¿Y él volvió?

– Cuando Martinho murió, ese hombre anduvo una vez más rondando por ahí, parecía un perdiguero en celo. Pero después desapareció, no volví a verlo nunca más.

Tomás se pasó la mano por el pelo, buscando una forma de conducir la conversación hacia el asunto que lo había llevado allí.

– Esa investigación de su marido me está despertando realmente mucha curiosidad -comenzó a decir-. ¿Sabe dónde guardó el material que había recogido?

– Ah, eso debe de estar en su despacho. ¿Quiere verlo?

– Sí, sí.

La mujer lo llevó por el pasillo de la casa, arrastrando la bata por la tarima de roble; algunas tablas estaban despegadas; en otras se abrían enormes rajas. Recorrieron todo el pasillo, sumergido en una penumbra fétida, y entraron en el despacho. Había libros apilados por todas partes, el desorden era general; se veían volúmenes en los estantes y en el suelo, los libros eran tantos que se hacía difícil circular por allí.

– No se fije en el desorden -dijo la anfitriona, deslizándose entre las obras esparcidas por la habitación-. Aún no he tenido tiempo ni disposición para ordenar el despacho de mi marido.

Madalena Toscano abrió un primer cajón y lo revisó rápidamente; abrió un segundo cajón y, después de un somero análisis, volvió a cerrarlo. Buscó dentro de un armario y soltó, por fin, una exclamación satisfecha: había descubierto lo que buscaba. Sacó de ahí una caja de cartón marrón claro, con el nombre de un fabricante japonés de electrodomésticos impreso en los lados; la caja contenía un gran volumen de documentos, encima de los cuales había una carpeta verde con la palabra «Colom» escrita en la tapa.

– Aquí está -dijo la mujer, arrastrando la caja fuera del armario-. Esta era la caja donde guardaba las cosas que fue acumulando.

Tomás cogió la caja como si contuviese un tesoro. Era pesada. La llevó hacia un rincón más despejado del despacho, la apoyó y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, inclinado sobre los documentos.

– ¿Puede encender la luz? -pidió.

Madalena pulsó el interruptor y una luz amarillenta y débil iluminó tenuemente el despacho, proyectando sombras fantasmagóricas por el suelo y sobre los armarios. Tomás se engolfó en los documentos, perdiendo la noción del tiempo y del espacio, olvidándose de dónde estaba, sordo a los comentarios de la mujer, transportado a una realidad lejana, perdido en un mundo sólo suyo; suyo y de Toscano. Las fotocopias y apuntes fueron volando ante sus ojos, dispuestos a la derecha cuando los consideraba relevantes, dejándolos a la izquierda si no le parecían pertinentes. Identificó reproducciones de la Historia de los Reyes Católicos, de Bernáldez; de la Historia general y natural de las Indias, de Oviedo; del Psalterium, de Giustiniani; de la Historia del Almirante, de fray Hernando Colón; además de los documentos de Muratori, de la Minuta de Mayorazgo, de la Raccolta, de las Anotaciones y del Documento Asseretto. Había también fotocopias de una carta de Toscanelli y de varias misivas firmadas por el propio Colón. Para completar aquella lista de documentos, faltaba Paesi nuovamente retrovati, de Francesco da Montalboddo, pero Tomás ya sabía que ése lo había consultado Toscano en Río de Janeiro.

El manto sombrío de la noche ya se había abatido sobre la ciudad cuando el visitante regresó al presente. Se dio cuenta de que se había olvidado de almorzar y que se encontraba solo en el despacho, sentado en el suelo, con los documentos desparramados alrededor. Ordenó las cosas en la caja y se levantó. Los músculos de la espalda y de las piernas tardaron en reaccionar; tensos y doloridos, trabaron sus movimientos. Casi cojeando recorrió el pasillo y fue a la sala. Madalena se encontraba tumbada en el sofá, dormitando, con un libro sobre el arte renacentista abandonado en el regazo. Tomás tosió, intentando despertarla.

– Señora -murmuró-. Señora.

La mujer abrió los ojos y se sentó, sacudiendo la cabeza para despertar.

– Disculpe -balbució, soñolienta-. Estaba echando un sueñecito.

– Ha hecho bien.

– ¿Encontró lo que buscaba?

– Sí.

– Pobrecito, debe de estar cansado. Incluso fui a ofrecerle algo de comer, pero usted no me oía, parecía hipnotizado en medio de toda aquella confusión.

– Le pido disculpas, no me di cuenta de su presencia. Supongo que cuando me concentro no me entero de lo que pasa a mi alrededor. Se puede estar acabando el mundo y yo sigo, ajeno a todo.

– Mi marido era igual, no se preocupe. Cuando se dedicaba a sus cosas, parecía ausentarse de la realidad. -Hizo un gesto en dirección a la cocina-. Pero, mire, le he preparado un bistec estupendo.

– Ah, gracias. No tenía por qué molestarse.

– No es molestia ninguna. ¿Quiere comerlo? Ahí lo tiene…

– No, no, gracias. Sólo quería pedirle una cosa.

– Dígame.

– ¿Puedo llevarme la caja para fotocopiar los documentos! Se los traeré mañana sin falta.

– ¿Quiere llevarse la caja? -preguntó la mujer, reticente-. Ah, no sé qué decirle.

– No tiene por qué preocuparse: se lo traeré todo de vuelta mañana. Todo.

– No lo sé…

Tomás llevó su mano al bolsillo y sacó la cartera. La abrió y mostró dos documentos personales, que le extendió a Madalena.

– Mire, le pido que se quede con mi carné de identidad y mi tarjeta de crédito. Se los dejo como garantía de que volveré mañana con sus cosas.

La dueña de casa cogió los documentos y los estudió con atención. Lo miró a los ojos y se decidió.

– Vale -dijo por fin, guardando los dos documentos en el bolsillo de su bata-. Pero tráigame todo mañana sin falta.