– Quédese tranquila -concluyó Tomás, dando media vuelta para regresar al despacho.
Cuando iba por la mitad del pasillo, oyó la voz de Madalena tras de sí, desde la sala, débil, pero suficientemente audible.
– ¿Y quiere también lo que está en la caja fuerte?
Se detuvo y volvió la cabeza.
– ¿Cómo?
– ¿Quiere también lo que está en la caja fuerte?
Tomás volvió a la sala y se detuvo bajo el marco de la puerta.
– ¿Qué me dice?
– Martinho también guardó documentos en la caja fuerte. ¿Quiere verlos?
– ¿Son documentos de la investigación?
– Sí.
– Naturalmente que quiero verlos -asintió Tomás con expresión intrigada-. ¿Qué documentos son ésos?
Madalena atravesó la sala y lo llevó hasta la habitación. La cama estaba sin hacer, había una bacinilla en el suelo, ropas desparramadas encima de una silla de mimbre y un desagradable olor agrio en el aire.
– No lo sé -dijo ella-. Pero Martinho me dijo que eran la prueba final.
– ¿La prueba final? ¿La prueba de qué?
– Eso no lo sé. Supongo que será la prueba de lo que él estaba investigando, ¿no?
Con creciente ansiedad, Tomás la vio abrir la puerta del armario y revelar una pesada caja metálica: la caja fuerte.
– ¿El guardó documentos en la caja fuerte?
– Sólo los más importantes. Me dijo una vez: «Madalena, aquí tengo la prueba de lo que he descubierto. Cuando la vean, se quedarán con la boca abierta». Martinho creía que esto era tan importante que hasta cambió el código de la cerradura.
Tomás se acercó y analizó la caja fuerte. Estaba empotrada en la pared y tenía los diez dígitos en la cerradura.
– ¿Y cuál es el código? -preguntó, conteniendo a duras penas la excitación.
Madalena sacó un papel de la mesilla de noche y se lo entregó.
– Aquí está.
Tomás abrió el papel, era un folio con diez grupos de letras y números escritos en dos columnas:
– ¿Éste es el código de la caja fuerte? -preguntó Tomás sorprendido-. Pero aquí casi sólo veo letras y la caja sólo tiene números…
– Sí -reconoció Madalena-, pero cada letra equivale a un guarismo. Por ejemplo, la «A» es el 1, la «B» es el 2, la «C» es el 3, y así sucesivamente. ¿Entiende?
– Entiendo, sí. -Señaló los dígitos en la columna de la derecha, abajo-. Pero ¿y estos números? Se transforman en letras, ¿sí?
La mujer analizó mejor el folio.
– Eso ya no lo sé -admitió-. Mi marido no me lo explicó.
Tomás copió el código de la caja fuerte en su libreta de notas. Después, a modo de prueba, decidió transformar las letras en guarismos, tomando el cuidado de conservar los tres guarismos constantes del código. Terminó las cuentas y contempló el resultado:
Marcó los números en la caja, un proceso que se reveló difícil. Cuando terminó, aguardó un instante. La puerta se mantuvo cerrada. No era para sorprenderse: el código debía de ser más complejo que una mera operación de transposición de letras a guarismos. Miró a Madalena y se encogió de hombros.
– Es más difícil de lo que parece -concluyó-. Voy a llevar los documentos a casa, para fotocopiarlos, y mañana le traigo todo, ¿vale? -Señaló el folio-. Volveré cuando entienda qué quiere decir este acertijo y, si no le importa, en ese momento trataremos de descubrir qué hay dentro de la caja fuerte, ¿puede ser?
Se fue directamente al Centro de Fotocopias Apolo 70, junto a la facultad, y ahí dejó la caja de cartón con los documentos del profesor Toscano. Le dijeron que se fuese tranquilo y volviera a última hora de la mañana siguiente, que todo estaría listo.
Esa noche, Tomás se mostró particularmente atento con su mujer y su hija. Las cubrió de besos, de caricias, de declaraciones amorosas y afectos protectores, mostraba una efusividad exuberante que las sorprendió; pero, aún más, que lo sorprendió a sí mismo, no se reconocía cariñoso hasta tal punto. Imaginó que se estaba manifestando su sentimiento de culpa, el deseo de compensarlas por la traición que cometía con Lena; lo cierto era que, confirmó de nuevo, la relación con su amante lo volvía mejor marido y mejor padre.
Constança había cambiado las flores de los jarrones. Había elegido ahora jacintos, que tiñeron el pequeño apartamento con una orgía de blanco angelical, puro; los pétalos ebúrneos surgían curvados, sinuosos, densos, acechando desde el extremo de los vasos de cristal. Después de cenar, y mientras su mujer acostaba a Margarida, Tomás fue a la sala a estudiar los apuntes que había tomado en la casa del profesor Toscano. Constanza volvió poco después y se sentó al lado de su marido. Tomás alzó los ojos, le acarició la cara pecosa y sonrió.
– ¿Ya está durmiendo?
– Como un angelito.
– ¿Qué tal te ha ido hoy?
– Bien, lo normal. Di clases, después fui a buscar a Margarida y estuvimos paseando un rato.
– ¿Adónde?
– Al Parque dos Poetas, junto al centro comercial. Estuve enseñándole a andar en bicicleta.
– ¿Y?
Constanza se rio.
– Y fue un desastre. Andaba un poco y se caía, no había manera de avanzar. En determinado momento se hartó, dijo: «¡Esto no si've pa'a nada!», y se montó en un triciclo de un niño de cuatro años.
– ¿Hizo eso?
– Sí.
– ¿Y no le dio vergüenza montarse en el vehículo de un niño más pequeño?
– ¡Oh, ya sabes cómo es! ¡No tiene vergüenza de nada!
Tomás meneó la cabeza, divertido. Realmente, si había algo que caracterizaba a su hija era la absoluta ausencia de timidez. Podían menoscabarla, hacer comentarios sobre su aspecto e intentar disminuirla, daba igual, ella miraba para otro lado y fingía que la cosa no iba con ella. En natación insistía en usar flotadores, algo que avergonzaría a otros niños de su edad, pero que a ella no la cortaba en absoluto. Era, en ese sentido, una persona sin miedo al ridículo.
Tomás se incorporó, se desperezó y bostezó.
– Bien, tengo que poner manos a la obra.
Volvió al sofá y, preocupado por resolver el enigma que lo desafiaba, recorrió con sus ojos el nuevo acertijo dejado por Toscano.
– ¿Qué es eso? -preguntó su mujer, extrañada ante las columnas de letras sin sentido aparente.
– Creo que es un mensaje cifrado -repuso Tomás sin levantar la cabeza-. Me está dejando seco el cerebro.
– ¿Es por el trabajo para los estadounidenses?
– Sí.
Tomás se abstrajo momentáneamente de la realidad, sumergido en los misterios del mensaje que encerraba el código de la caja fuerte. Consideró las distintas posibilidades de encarar la cifra, pero sabía que para llegar a buen puerto tenía que comenzar entendiendo qué tipo de cifra era aquélla. Y ésa no era, ante los datos de que disponía en aquel momento, una cuestión fácil de resolver. Se dispuso a explorar varias opciones, pero la cadena de raciocinio acabó interrumpida por una mano que le quitó la libreta de notas que tenía enfrente.
– Tomás -llamó una voz-. Tomás.
Era Constanza.
– ¿Sí? -preguntó, regresando al presente con expresión de aturdimiento-. ¿Qué pasa?
– Disculpa que interrumpa tu trabajo, sé cómo eres cuando te sumerges en ese mundo sólo tuyo. Pero quería contarte una cosa.
– ¿Qué? ¿Qué ocurre?
– Nada especial, fue algo desagradable que nos ocurrió cuando fui a buscar a Margarida al colegio.
– ¿Qué ocurrió?
– Como te he dicho, cuando terminé mis clases fui a buscarla y dimos un paseo. La llevé al Parque dos Poetas para que aprendiese a andar en bici. ¿Sabes? Ha estado demasiado encerrada, le hace bien tomar un poco de aire.
– Sí.