– Bien, después de la historia de la bici y del triciclo, la dejé jugando con unas niñas y fui a sentarme en un banco. Pues ¿sabes lo que ocurrió?
– ¿Qué?
– Llegaron las madres de las niñas, agitadísimas, y las sacaron de allí, porque no querían que jugasen con Margarida.
Tomás miró a su mujer, atónito. A Constanza le brillaban los ojos, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas. Tomás la protegió con sus brazos.
– Oh, no te preocupes por eso. No hagas caso.
– La tratan como si tuviese una enfermedad contagiosa…
– Las personas son ignorantes, eso es lo que pasa. No hagas caso, no hagas caso.
Se besaron en la boca, mientras él le acariciaba la mejilla húmeda, mojada con las lágrimas que se deslizaban por su rostro pálido, las gotas cálidas que serpenteaban y se sacudían hasta detenerse en el mentón trémulo. La ayudó a levantarse del sofá y la llevó a la cama. La cubrió con la manta y prometió volver. Pasó por la habitación contigua, besó en la penumbra las mejillas suaves de su hija, acarició sus cabellos lisos sueltos sobre la almohada, regresó a su habitación, se desnudó, se puso el pijama, apagó las luces y acomodó el cuerpo en la posición fetal que Constanza había adoptado antes de dormirse.
Pasó la mañana en la Biblioteca Nacional consultando referencias que le parecieron útiles, a la luz de lo que había visto en la víspera en casa del profesor Toscano. En los intervalos de las consultas de los libros, y esforzándose por ejercitar la mente, realizaba experiencias sucesivas para intentar descifrar el mensaje con el secreto de la caja fuerte. Cerca del mediodía, se pasó por el Centro de Fotocopias Apolo 70 y recogió el trabajo que había encargado. Cogió la caja con los originales y la guardó en el coche. Fue hasta la casa de Madalena Toscano, le entregó la caja y recuperó el carné de identidad y la tarjeta de crédito que había dejado a modo de lianza. Se despidió de la viuda con la promesa de volver en cuanto descifrase el código secreto de la caja fuerte. Cuando salió a la calle, era ya la una, cogió el móvil y llamó a Lena, que le prometió salmón para el almuerzo.
Avanzó hasta la Rúa Latino Coelho y subió las escaleras del edificio en una carrera que acabó en los brazos de la sueca. Ambos se desnudaron frenéticamente cuando aún no se había cerrado la puerta de entrada. Temblaban anticipando el placer, con el deseo a flor de piel, llegaron a rasgarse la ropa en su impaciencia, en su prisa por sentir mutuamente sus cuerpos cálidos y jadeantes enlazados el uno en el otro, húmedos y sedientos de fluidos, encendidos, ardientes de deseo, trepidantes y ávidos; giraron juntos, rodando por el suelo de la sala, ora ella por encima, ora él montándola, suspirando y gimiendo, apretándole los voluminosos senos con un hambre hecha de lujuria, de lascivia erótica, las manos llenas e inquietas, hundiéndose en la superficie gelatinosa de los pechos hartos, sensuales, exprimiéndola alrededor de los pezones como si quisiera ordeñarla; se fundieron el uno en el otro y estallaron, por fin, en un alarido liberador de carnes en llamas, entre gritos incontrolados y gemidos jadeantes.
Almorzaron en bata, con sus cuerpos lánguidos, relajados, la carne saciada y el estómago necesitado de satisfacción. Por lo general, a Tomás no le gustaba el salmón, pero la sueca lo había preparado de una forma diferente, endulzándolo con un condimento escandinavo que atenuaba francamente el sabor fuerte del pescado.
– ¿Cómo se llama este plato? -quiso saber él mientras saboreaba el salmón.
– Gravad lax.
– ¿Cómo haces para que quede tan dulce?
– Oh, es una vieja receta sueca -dijo ella con una sonrisa-. He dejado macerar el salmón durante dos días en azúcar, en sal y…, huy…, en otra cosa que no sé decir en portugués.
– ¿Y la guarnición?
– Eso es gubbrdra.
– Gu… ¿qué?
– Gubbrdra. Es un plato del smorásbord, hecho con anchoas, remolacha, cebolla, alcaparras y yema de huevo. Y la salsa del gravad lax se prepara con mostaza agridulce y perejil. ¿Te gusta?
– Sí -confirmó, meneando la cabeza en gesto de aprobación-. Está bueno.
Se callaron y siguieron disfrutando de la comida. El salmón estaba realmente sabroso, nunca había comido pescado sazonado de esa manera. En la mesa sólo se oía el sonido de los cubiertos y de las mandíbulas masticando la comida. El silencio comenzó a hacerse pesado, embarazoso, como si el sexo hubiese agotado todo el combustible que los atraía, como si no quedase ya nada que decirse y la comida fuese un pretexto conveniente para sostener el silencio.
– ¿Tú me quieres? -preguntó por fin la sueca, observándolo entre los mechones brillantes de pelo rubio que caían sobre su cara.
– Claro, mi pequeña vikinga. Te quiero mucho.
Tomás ya no sabía si decía la verdad o mentía. Ella preguntaba y él respondía lo que pensaba que su amante quería escuchar. Como sabía que la convicción con que pronunciaba las palabras era importante, se había convencido de que la quería de verdad; la creencia imprimía mayor convicción a las palabras. Pero, en su fuero interno, no estaba seguro. Sabía que quería a Constanza, ni por asomo se planteaba abandonar a su mujer. Es cierto que, a veces, en los momentos de mayor arrebato con Lena, admitía la hipótesis, se imaginaba dejando a su mujer y sustituyéndola por su amante; en cuanto regresaba al estado normal, sin embargo, esa posibilidad se desvanecía, se transformaba en mera fantasía, un capricho de la pasión, de la fugaz e intensa exaltación de la voluptuosidad. Tal vez, más que amar a Lena, la deseaba; no deseaba sólo su cuerpo, aunque el cuerpo fuese una parte importante de la ecuación, sino que deseaba su compañía, el escape que ella le proporcionaba, la energía que le transmitía, paradójicamente, para dar nuevo vigor a su matrimonio. Amaba a Constanza y tal vez amase a Lena, pero de modo diferente, admisiblemente fingido. Es posible que confundiera el amor con el deseo de tenerla consigo, de llenar las manos con su cuerpo opulento, de dejar que lo llevase hacia una dimensión alternativa, una realidad donde no existía la trisomía 21, ni problemas cardiacos, ni tampoco la atención que su mujer le restaba para entregársela a la hija discapacitada.
– ¿Y? ¿Cómo va tu investigación? -preguntó la sueca agitando el tenedor con un trozo de salmón-. ¿Has avanzado algo?
El interés de ella por la investigación era genuino, y Tomás ya lo había comprobado. Al principio se sorprendió, no imaginaba que pudiera despertar su curiosidad algo tan oscuro; pero la atención que ella dedicaba a su trabajo lo halagaba; más importante aún, era algo que mantenía vivos sus diálogos, un tema de interés común que fortalecía el vínculo entre ambos.
– Imagínate que ayer fui a la casa del profesor Toscano y la viuda me dejó fotocopiar todos los documentos y apuntes que él había acumulado en sus últimos años.
– Bra -exclamó ella, satisfecha-. ¿Tenía buen material?
– Excelente. -Se inclinó en la silla, cogió la cartera, la abrió, sacó la libreta de notas y se puso a hojearla-. Pero aparentemente lo mejor está guardado en una caja fuerte. -Encontró el mensaje cifrado y se lo mostró a su amante-. El problema es que para acceder a la caja fuerte tendré que descifrar este galimatías.
Lena se inclinó y analizó la cifra.
– No entiendo nada. ¿Serás capaz de sacar algo en limpio de este misterio?
– Qué remedio -dijo Tomás, inclinándose de nuevo sobre la cartera-. Pero sólo veo un recurso. -Sacó de la cartera un libro azul-. Tendré que usar una tabla de frecuencias.
Apoyó el libro sobre la mesa; estaba escrito en inglés y se titulaba Cryptanalysis.
– ¿Eso es una tabla de frecuencias? -quiso saber Lena, mirando la cubierta, donde se destacaban unos cuadrados semejantes, según ella, a crucigramas.