– Este es un libro que contiene varias tablas de frecuencias. -Abrió el volumen y buscó la página; cuando la encontró, se la mostró a su amante-. ¿Lo ves? Tiene tablas de frecuencias en inglés, alemán, francés, italiano, español y portugués.
– ¿Y con esas tablas descifras cualquier mensaje?
Tomás se rio.
– No, mi reina. Sólo las cifras de sustitución.
– ¿Cómo?
– Hay tres tipos de cifras. Las de ocultación, las de transposición y las de sustitución. Una cifra de ocultación es aquella en que el mensaje secreto está escondido de tal modo que nadie se da cuenta siquiera de que existe. El sistema de ocultación más viejo que se conoce es uno que se utilizó en la Antigüedad, cuando se escribía el mensaje en la cabeza rapada de un mensajero, en general un esclavo. Los autores del mensaje dejaban que el pelo del mensajero creciese y sólo entonces le ordenaban ir al encuentro del destinatario. El mensajero pasaba fácilmente junto a los enemigos, que no se enteraban de que había un mensaje escrito bajo el pelo, ¿entiendes? De modo que el destinatario no tenía más que rapar al mensajero para leer el mensaje que llevaba escrito en la cabeza.
– Yo no podría -dijo con una sonrisa Lena, pasándose la mano por el abundante cabello rubio, largo y ondulado-. ¿Y los otros sistemas?
– La cifra de transposición implica la alteración del orden de las letras. Se trata, en el fondo, de un anagrama, como aquel que descifré en Río de Janeiro. Moloc es Colom leído de derecha a izquierda. Un anagrama simple. Es evidente que, para mensajes muy cortos, especialmente aquellos que sólo tienen una palabra, estas cifras son poco seguras, dado que existe un número muy limitado de posibilidades de reordenar las letras. Pero, si yo aumento el número de letras, el número de combinaciones posibles se dispara exponencialmente. Por ejemplo, una frase con sólo treinta y seis letras puede combinarse hasta trillones y trillones de formas diferentes. -Escribió en la libreta de notas «50 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000»-. ¿Lo ves? Este es el número de combinaciones posibles con sólo treinta y seis letras. -Dejó que ella digiriera aquel cinco con treinta y un ceros a la derecha-. Ahora bien, esto implica la existencia de algún sistema de ordenación de las letras, so pena de que este mensaje se vuelva indescifrable incluso para el destinatario. Es el caso del anagrama que descifré, «Moloc, ninundia omastoos». La frase tiene veintiuna letras, lo que significa que posee millones de combinaciones posibles. Acabé entendiendo que ese mensaje cifrado tenía, en la primera línea, donde estaba «Moloc», un sistema de ordenación basado en la simetría simple, en que la primera letra era la última, la segunda era la penúltima, y así sucesivamente, hasta llegar a «Colom». Ya en la segunda línea me encontré con un cruce simétrico según una ruta preestablecida, siendo necesario colocar las dos palabras, una encima de la otra, y cruzarlas alfabéticamente según esa ruta.
– Eres un genio -comentó Lena, acariciándole el rostro, y señaló el acertijo anotado por Tomás en la casa de Toscano-. ¿Y ésta? ¿Es una cifra de transposición?
– Lo dudo. Supongo que es una cifra de sustitución.
– ¿Por qué lo dices?
– Por el aspecto general del mensaje. Fíjate en la primera columna. Está formada por conjuntos de tres letras que parecen asociarse de manera aleatoria. ¿Lo ves? -Señaló la primera columna-. «Cuo, lae, doc.» Es como si las verdaderas letras hubiesen sido sustituidas por otras.
Lena se mordió el labio inferior.
– Pero ¿qué es exactamente eso, la sustitución?
– Se trata de un sistema en el que las letras verdaderas son sustituidas por otras según un orden imperceptible para quien no conoce el alfabeto de cifra usado. Por ejemplo, imagina la palabra «paz». Si se descubre que la «p» es una «t», que la «a» es una «x» y que la «z» es una «r», entonces «paz» se convierte, en el mensaje cifrado, en «txr». El problema es llegar a saber que la «t» es «p», que la «x» es «a» y que la «r» es «z». En cuanto se descubre el alfabeto de la cifra, el resto es fácil, cualquier persona puede descifrar el mensaje.
– Por tanto, si he entendido bien, el problema es descubrir el alfabeto de la cifra.
– Exactamente.
Terminaron de comer el salmón y Lena se fue a la cocina a buscar el postre. Apareció unos minutos más tarde con una especie de puré de manzanas, aunque más seco, con masa.
– Como el otro día hable de la appelkaka, decidí hacerte una -anunció, colocando el postre de manzanas en la mesa; sirvió dos porciones en sendos platos y le extendió una a Tomás-. Toma.
El portugués probo una cucharada.
– Hmm -murmuró-. Esta «appel» no es ninguna «kaka».
– Graciosillo. -Lena sonrió y señaló el libro-. Volviendo a nuestra conversación, ¿es común ese sistema de cifra de sustitución?
– Muy común. La primera cifra de sustitución que se conoce es la descrita por Julio César en su libro De bello gallico. La idea de esa primera cifra se basaba en un alfabeto de cifra que avanzaba tres lugares, por ejemplo, en relación con el alfabeto normal. Así, la «a» del alfabeto normal se transformaba en la letra correspondiente a tres lugares más adelante, la «d», mientras que la «b» se convertía en «e», y así sucesivamente. Este sistema se conoce como cifra de César. También el erudito brahmán Vatsyayana recomendó en el Kamasutra, en el siglo iv a. C., que las mujeres aprendiesen el arte de la escritura secreta, de modo que se pudiesen comunicar sin peligros con sus amantes. Una de las técnicas de la escritura que proponía era justamente la cifra de sustitución. Hoy en día, este sistema está muy desarrollado y estos mensajes, en los casos de gran complejidad, sólo pueden descifrarse mediante ordenadores capaces de probar millones de combinaciones por segundo.
Tomás comió más appelkaka.
– Hmm -volvió a musitar con placer-. Está realmente buena.
Lena no reparó en el elogio, absorta como estaba en contemplar el acertijo de Toscano.
– Si crees que esto responde a una cifra de sustitución, ¿cómo vas a descifrar el mensaje? ¿Tienes el alfabeto de la cifra?
– No.
– Entonces ¿cómo lo vas a hacer?
Tomás mostró el libro que había sacado de la cartera.
– Con las tablas de frecuencias.
Su amante lo miró fijamente, sin entender.
– ¿Las tablas de frecuencia tienen el alfabeto de la cifra?
– No -dijo sacudiendo la cabeza-. Pero ofrecen un atajo. -Comió el resto de la tarta de manzana-. Las tablas son una idea que nació de los eruditos árabes cuando estudiaban las revelaciones de Mahoma en el Corán. Los teólogos musulmanes, en un esfuerzo por establecer la cronología de las revelaciones del profeta, se pusieron a calcular la frecuencia con que aparecía cada palabra y cada letra. Descubrieron entonces que determinadas letras eran más comunes que otras. Por ejemplo, la «a» y la «1», que aparecen en el artículo definido «al», fueron identificadas como las letras más comunes del alfabeto árabe, diez veces más frecuentes que la letra «j», por ejemplo. Ahora bien, en el fondo, lo que hicieron los árabes fue crear la primera tabla de frecuencias, en la que se identificaba la frecuencia con que cada letra aparecía en su lengua. Basándose en este descubrimiento, el gran científico árabe del siglo xix Abu al- Kindi escribió un tratado de criptografía donde sostuvo que la mejor forma de descifrar un mensaje cifrado es identificar cuál es la letra más usada en la lengua de ese mensaje y ver cuál es la letra más común del propio mensaje. Muy probablemente, serían la misma.
– No entiendo.
– Imagínate que el mensaje cifrado está escrito originalmente en árabe. Si sabemos que la «a» y la «1» son las letras más comunes del árabe, nos basta con identificar cuáles son las dos letras más comunes del mensaje cifrado. Supongamos que son la «t» y la «d». Entonces, muy probablemente, si ponemos la «a» y la «1» en el lugar de la «t» y la «d», comenzaremos a descifrar el mensaje. Así opera el desciframiento con la tabla de frecuencias. Sabiendo cuál es el índice de frecuencia de cada letra en una determinada lengua, podemos, con algún margen de seguridad, y analizando el índice de frecuencia de cada letra en el mensaje cifrado, determinar cuáles son las letras del mensaje original.