– Ah, ya he entendido. Parece fácil.
– No necesariamente. Este sistema no es infalible. La tabla de frecuencias establece una lista-baremo de la media con que cada letra aparece en una lengua determinada. Naturalmente, los textos cifrados pueden contener letras que, por una razón u otra, no surgen con la frecuencia exacta registrada por la tabla. Esto sucede sobre todo en textos muy cortos. Por ejemplo, supongamos que el mensaje original es: «El ratón roe el corcho del garrafón del rey de Rusia». Como es evidente, en un mensaje de éstos la «r» aparece muchas más veces de lo que sería normal en la lengua, suscitando un desvío en la frecuencia-baremo de esta letra. Ahora bien, éste es justamente el tipo de contingencia que se da cuando se recurre a la tabla de frecuencias para analizar textos con menos de un centenar de letras. Los textos más largos tienen tendencia a respetar la frecuencia-baremo. Lamentablemente, no es el caso del acertijo que tengo entre manos.
– ¿Cuántas letras tiene?
– ¿El acertijo? -Consultó sus anotaciones-. Estuve contándolas anoche. Son sólo treinta. O, mejor dicho, veintisiete letras y tres guarismos. Es poco.
La sueca se levantó de la mesa y comenzó a quitar los platos.
– ¿Quieres café?
– Vale.
Tomás la ayudó a llevar los platos sucios a la cocina, pasándolos por agua y colocándolos en el lavavajillas. Después fue a retirar el mantel, mientras Lena se ocupaba del café; la sueca puso al fuego la cafetera de émbolo, una vieja Melior de cristal que pertenecía al equipamiento original de la casa, y, mientras se hacía el café, volvió a reunirse con él. Se sentaron en la sala, con los papeles de la investigación desparramados por el sofá.
– ¿Y ahora? -preguntó ella-. ¿Qué vas a hacer?
– Tengo que buscar un nuevo ángulo de ataque.
– Pero ¿no vas a aplicar el método de la tabla de frecuencias?
– Eso ya lo hice anoche y esta mañana, cuando estaba en la Biblioteca Nacional -dijo antes de suspirar.
– ¿Entonces?
Tomás frunció la nariz.
– No hubo ningún resultado palpable.
– ¿Ah, no? Muéstrame.
El abrió el libro sobre criptoanálisis y consultó las tablas de frecuencias.
– ¿Lo ves? -Le mostró las páginas a su amante-. Aquí hay varias tablas. -Cogió también la libreta de notas, localizó la página donde había reproducido el acertijo y dejó el cuaderno abierto sobre el regazo-. El primer problema es determinar en qué lengua está escrito el mensaje.
– ¿No está en portugués?
– Es posible que lo esté -asintió-. Pero no podemos olvidarnos de que el primer acertijo se encontraba en latín. Era la cita de Ovidio. Nada nos asegura que el profesor Toscano no haya elegido también el latín, o incluso cualquier otra lengua muerta, para este mensaje.
– ¿No tienes una tabla de frecuencias del latín?
– No, aquí no. Pero se puede conseguir si hiciera falta. -Volvió la atención hacia el libro con las tablas-. De cualquier modo, ya estuve analizando la tabla en portugués.
– ¿Y ?
– Lo primero que se puede decir es que el portugués tiene algunas características específicas. Por ejemplo, mientras que en inglés, en francés, en alemán, en español y en italiano la letra más frecuente es la «e», en el caso del portugués tiene primacía la «a».
– ¿Ah, sí?
Señaló los valores registrados en las tablas.
– La «a» representa el 13,5 por ciento de las letras usadas como media en un texto en portugués, y la «e» el 13 por ciento. Es verdad que en las demás lenguas latinas existe un equilibrio entre las dos letras, pero siempre con una ligera ventaja para la «e». En las germánicas, la primacía de la «e» es muy grande. En inglés, representa el 13 por ciento de todas las letras, mientras que la «a» se queda en el 7,8 por ciento, siendo incluso superada por la «t», que llega al 9 por ciento. Y en alemán la diferencia es aún más significativa. La «e» alcanza el 18,5 por ciento de frecuencia y la «a» sólo el 5 por ciento, siendo superada por la «n», la «i», la «r» y la «s».
– Por tanto, es imposible encontrar textos sin la letra «e», ¿no?
– Altamente improbable, sí. Pero no diría imposible. El escritor francés Georges Perec escribió en 1969 una novela de doscientas páginas, llamada La disparition, donde logró la proeza de utilizar sólo palabras que no tenían la letra «e». [3]
– ¡Vaya!
– Y lo más increíble es que esa novela fue traducida al inglés, con el título A void, y el traductor encontró la manera de eliminar también la letra «e» del texto en inglés.
Sonó la cafetera y Lena fue a la cocina a buscar el café. Volvió un minuto más tarde, sosteniendo una bandeja con la cafetera y dos tazas antiguas de porcelana blanca, con claras huellas de haber sido muy usadas. Dejó la bandeja en la mesita colocada junto al sofá, cogió la cafetera y llenó las dos tazas; ambos echaron dos dosis de azúcar y revolvieron con la cucharilla de metal, que tintineó en su contacto con la porcelana. Tomás bebió por el borde de la taza; el café llegaba corpulento, denso, cremoso, soltando un vapor caliente, con un fuerte aroma y un color de nuez levemente rojizo.
– ¿Está bueno? -preguntó ella.
– Una maravilla. Pero ¿no tienes nada para un carajillo?
– ¿Cómo?
– Un carajillo, como lo llaman en España: ¿no sabes lo que es?
– No.
– ¿No tienes por ahí coñac o, si no, algún aguardiente?
Lena se levantó y fue hasta la estantería. Abrió una puerta y sacó una botella de una bebida alcohólica; era un envase de cristal incoloro, con una etiqueta blanca que mostraba una carretera en el campo flanqueada por árboles sin hojas y el nombre «skane Akvavit» por debajo. Mientras sostenía la botella, se acercó de nuevo a Tomás.
– ¿Esto?
– ¿Qué es eso?
– Aguardiente sueco -explicó ella mostrando la botella.
– Normalmente se usa grappa, el aguardiente italiano, o si no un aguardiente portugués, pero supongo que el sueco servirá también.
– Vas a echar el aguardiente en el café, ¿no?
– Sólo un poquito. -Echó unas gotas en cada taza-. Los italianos lo llaman caffé corretto. Pruébalo.
Lena bebió un poco y sintió el vapor ardiente del alcohol mezclado con el aromático líquido cremoso. Hizo una mueca con la boca, en señal de aprobación.
– No está mal.
– Sólo te doy cosas buenas -dijo él sonriendo.
La sueca señaló la libreta de notas, reencauzando la conversación sobre el tema del mensaje cifrado.
– ¿Cuándo pretendes aplicar la tabla al acertijo?
Tomás dejó la taza caliente y adoptó una expresión resignada.
– Ya la he aplicado.
– ¿Y?
– Bien, he analizado las letras del acertijo y he descubierto que la más frecuente es la «e», que aparece cinco veces. La siguen la «a» y la «u», cada una de ellas con tres registros; la «o», que se repite dos veces; y la «i», sólo una vez. [4] Al ser la «e» la letra más frecuente, la sustituí por la «a». Después hice experimentos con la «a», la «u» y la «o», sustituyéndolas alternativamente por la «e», por la «s» y por la «r», las letras más frecuentes en los textos portugueses después de la «a».
[3] En castellano (Barcelona, Anagrama, 1997: El secuestro, traducida por un equipo formado por M. Arbués, M. Burrel, M. Parayre, R. Vega y H. Salceda, quienes optaron por prescindir de la vocal «a». (N. del T.)
[4] Para favorecer la lectura del acertijo en castellano, he añadido la vocal «i» y he quitado una «o», respecto del original. Paralelamente, he sustituido la «q» por una «c». Los razonamientos del personaje se vuelven algo relativos, claro está, al pasar del portugués al español, pero me pareció importante que el mensaje descifrado se leyese ya traducido. (N. del T.)