La mano de Lena, acariciándolo entre las piernas, interrumpió su raciocinio.
– Esta parte me está excitando -le dijo con voz lánguida.
– ¿Qué?
– Aquí. -Señaló las tres últimas letras de la penúltima línea vertical, leída de arriba para abajo-: «Pen». -Esbozó una sonrisa lasciva-. ¿Será el principio de «pene»?
Tomás se rio.
– Cabrita -dijo y se inclinó sobre el acertijo, en busca de una eventual «e» que pudiese asociar a «pen».
Leyó de arriba para abajo y luego siguió hacia la izquierda. Su sonrisa se deshizo y abrió la boca de asombro. «Pendien», leyó. Asociando «pen» al «dien» que ya había identificado, casi completaba una palabra: «Pendien». Buscó una «t» y una «e» que pudiese ligar a la «n» final y las encontró, respectivamente, en la segunda línea y en el extremo de la primera línea. Escribió de nuevo todo el acertijo, destacando la palabra que ahora había descifrado:
– ¡Es esto! -exclamó casi gritando-. ¡Aquí está!
– ¿Qué? ¿Qué?
– El acertijo. He descubierto una brecha en la cifra. -Señaló las letras subrayadas-. ¿Lo ves? «Pendiente.» Aquí está escrita la palabra «pendiente».
Lena construyó la palabra leyendo las letras subrayadas.
– Mira, claro. Qué gracioso, es verdad: se lee «pendiente». -Frunció el ceño, extrañada ante el extraño recorrido de la secuencia-. Pero la «t» y la «e» final están separadas del resto de la palabra…
– Se debe a la ruta elegida -repuso Tomás, excitado-. La ruta es vertical, de arriba para abajo, y simultáneamente horizontal, de derecha a izquierda, ensanchándose a medida que avanza de izquierda a derecha. -Cogió el lápiz y consultó el acertijo-. Déjame ver. Después de «pendiente», y siguiendo la última columna de arriba para abajo, está «a545». Esto, si no me equivoco, debe de ser «pendiente a 545». -Se detuvo en las líneas anteriores-. Y aquí atrás da «efoucault». -Se detuvo a pensar-. Vaya. -Se rascó la nariz-. Tal vez debe leerse «e foucault pendiente a 545».
Retrocedió a la primera línea y siguió toda la hilera de las letras desde el principio, desplegándolas según la ruta que había detectado. Hacia abajo y hacia la izquierda, hacia abajo y hacia la izquierda, como un ovillo que se deshace en un hilo. Escribió el texto descifrado:
CUALECODEFOUCAULTPENDIENTEA545
Analizó la línea y la rescribió, intentando ahora abrir espacios lógicos entre las palabras. Cuando terminó, contempló el trabajo y miró a su amante, con una sonrisa triunfal esbozada en sus labios.
– Voilá -dijo, como si fuese un ilusionista y hubiese concluido un truco de magia.
Lena miró la frase escrita y admiró la forma en que aquella amalgama imperceptible, ilegible, complicada, se había transformado, quién sabe si por arte de encantamiento, en una frase inteligible, simple, clara.
¿CUÁL ECO DE FOUCAULT PENDIENTE A 545?
Capítulo 8
Las gaviotas volaban bajo, y su graznar angustiado se sobreponía al murmullo continuo de las olas que lamían el vasto arenal en un vaivén constante, cíclico y ritmado, dejando tenues hilos de espuma sobre las márgenes castigadas por el mar. La playa de Carcavelos tenía un aspecto melancólico bajo el cielo gris de invierno, casi desierta, desangelada, fría y ventosa, abandonada a unos cuantos surfistas, a dos o tres parejitas de novios y a un viejo que paseaba a su perro a la orilla del agua; el aire tristón y monocromo contrastaba con la exuberancia colorida que la playa mostraba en verano, entonces llena de vida y energía, ahora tan solitaria y taciturna.
El camarero de la terraza se alejó, dejando un café humeante en la mesita donde el cliente se había sentado hacía diez minutos. Tomás bebió un trago y consultó el reloj; eran las cuatro menos veinte de la tarde, su interlocutor llegaba con retraso; habían quedado a las tres y media. Suspiró, resignado. A fin de cuentas, era él el interesado en el encuentro. Había llamado en la víspera a su colega del Departamento de Filosofía, el profesor Alberto Saraiva, y le había dicho que quería hablar con él cuanto antes; Saraiva vivía en Carcavelos, a dos pasos de Oeiras, y la playa se presentó como un punto de encuentro obvio; obvio y, a pesar del invierno, mucho más agradable que los pequeños despachos de la facultad.
– Mon cher, disculpe mi retraso -dijo una voz desde detrás.
Tomás se levantó y le dio la mano al recién llegado. Saraiva era un hombre de cincuenta años, con pelo canoso y escaso, labios finos y mirada estrábica, a lo Jean-Paul Sartre; tenía cierto aspecto extravagante, medio descuidado, tal vez de genio loco, un negligi' charmant que él, naturalmente, cultivaba; en realidad, su apariencia alucinada se revelaba idónea para su especialidad en filosofía, la tendencia de los deconstructivistas franceses que él tanto estudió durante su doctorado en la Sorbona.
– Hola, profesor -saludó Tomás-. Siéntese, por favor. -Hizo un gesto con la mano, señalando una silla a su lado-. ¿Quiere beber algo?
Saraiva se acomodó, mirando la taza que ya se encontraba en la mesa.
– Tal vez yo también me tomaría un cafecito.
Tomás levantó la mano y le hizo una seña al camarero que se acercaba.
– Otro café, por favor.
El recién llegado respiró hondo, llenando sus pulmones con la brisa marina, y miró a su alrededor, girando la cabeza para abarcar el mar de punta a punta.
– Me encanta venir aquí en invierno -comentó; se expresaba con solemnidad, pronunciando muy bien las sílabas, con un tono afectado, hablando como si estuviese recitando un poema, como si las palabras fuesen esenciales para expresar el espíritu sereno que allí se había difundido-. Esta tranquilidad inefable me inspira, me da energía, me ensancha el horizonte, me llena el alma.
– ¿Suele venir muy seguido aquí?
– Sólo en otoño y en invierno. Cuando no andan por aquí los veraneantes.
Saraiva esbozó un gesto de enfado, como si hubiese acabado de pasar por allí uno de esos lamentables ejemplares de la especie humana. Se estremeció, parecía querer ahuyentar ese pensamiento tan agorero. Debió de considerar que la probabilidad de que ello ocurriese era lejana, ya que enseguida volvieron a relajarse los músculos de su rostro y retomó, en fin, su expresión plácida, un poco blasé, que era su imagen de marca:
– Me encanta esta serenidad, el rotundo contraste entre la blandura de la tierra y la furia del mar, el eterno duelo de las gaviotas mansas y de las olas coléricas, la perenne lucha que opone el tímido sol a las nubes celosas. -Cerró los párpados y volvió a respirar hondo-. Esto, mon cher, me estimula.
El camarero dejó la segunda taza de café en la mesa; el tintineo del cristal interrumpió la divagación de Saraiva, que abrió los ojos y vio el café que tenía enfrente.
– ¿Alguna cosa más? -quiso saber el camarero.
– No, gracias -dijo Tomás.
– Es aquí donde mejor me sumerjo en el pensamiento de Jacques Lacan, de Jacques Derrida, de Jean Baudrillard, de Gilles Delleuze, de Jean-François Lyotard, de Maurice Merleau-Ponty, de Michel Foucault, de Paul…
Tomás fingió toser, había encontrado un pie para intervenir.
– Justamente, profesor -interrumpió vacilante-. Precisamente quería hablarle de Foucault.
El profesor Saraiva lo miró con las cejas muy levantadas, como si Tomás hubiese acabado de decir una blasfemia, invocando en vano el nombre de Dios junto al de Cristo.