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– ¿Michel Foucault?

Saraiva pronunció enfáticamente el nombre propio: «Michel», indicándole con sutileza que, cada vez que se refiriese a Foucault, el nombre de pila era imprescindible, noblesse oblige.

– Sí, Michel Foucault -dijo Tomás, diplomático, aceptando tácitamente la corrección-. ¿Sabe? Estoy inmerso, en este momento, en una investigación histórica y me he topado, no me pregunte cómo, con el nombre de Michel Foucault. No sé bien lo que busco, pero existe algo en este filósofo que es relevante para mi investigación. ¿Qué puede decirme sobre él?

El profesor de filosofía hizo un gesto vago con la mano, como si estuviese indicando que había tantas cosas que decir que no sabía por dónde empezar.

– Oh, Michel Foucault. -Admiró el mar revuelto con una mirada nostálgica, observaba el vasto océano, pero veía la lejana Sorbona de su juventud; respiró pesadamente-. Michel Foucault ha sido el mayor filósofo después de Immanuel Kant. ¿Ha leído alguna vez la Crítica de la razón pura?

– Pues… no.

Saraiva suspiró pesadamente, como si estuviera hablando con un ignorante.

– Es el más notable de los textos de filosofía, mon cher -proclamó, manteniendo los ojos fijos en Tomás-. En la Crítica de la razón pura, Immanuel Kant observó que el hombre no tiene acceso a lo real en sí, a la realidad ontològica de las cosas, sino sólo a representaciones de lo real. No conocemos la naturaleza de los objetos en sí mismos, sino el modo en que los percibimos, modo ese que nos es peculiar. Por ejemplo, un hombre percibe el mundo de una manera diferente a la de los murciélagos. Los hombres captan imágenes, los murciélagos repiten ecos. Los hombres ven colores, los perros ven todo en blanco y negro. Los hombres captan imágenes, las serpientes sienten temperaturas. Ninguna forma es más verdadera que otra. Todas son diferentes. Ninguna capta lo real en sí y todas aprehenden diferentes representaciones de lo real. Si retomásemos la célebre alegoría de Platón, lo que Immanuel Kant viene a decir es que todos estamos en una caverna encadenados por los límites de nuestra percepción. De lo real sólo vemos las sombras, nunca lo propiamente real. -Giró el rostro en dirección a Tomás-. ¿Está claro?

Tomás observaba pensativamente la espuma blanca de una ola depositándose en la arena blanca de la playa. Sin quitar los ojos de aquella especie de baba burbujeante, balanceó afirmativamente la cabeza.

– Sí.

Saraiva se miró por un instante las uñas de los dedos y retomó su razonamiento.

– De ahí que los deconstructivistas franceses digan que no hay nada fuera del texto. Si lo real es inalcanzable debido a los límites de nuestra percepción, eso significa que somos nosotros quienes construimos nuestra imagen de lo real. Esa imagen no emana exclusivamente de lo real en sí, sino también de nuestros peculiares mecanismos cognitivos.

– ¿Eso es lo que defiende Foucault?

– Michel Foucault recibió una gran influencia de este descubrimiento, sí -confirmó, volviendo a acentuar el nombre de pila, Michel, en una sutil insistencia en la necesidad de, cuando se menciona un filósofo de su predilección, citar siempre el nombre completo-. Se dio cuenta de que no existe una verdad, sino varias verdades.

Tomás hizo una mueca.

– ¿No le parece un concepto demasiado rebuscado? ¿Cómo se puede decir que no hay una verdad?

– Mon cheri, ésa es la consecuencia lógica del descubrimiento de Immanuel Kant. Pues si no podemos acceder a lo real, porque es inalcanzable por nuestros sentidos, siendo reconstruido a través de nuestros limitados mecanismos cognitivos, entonces no logramos acceder a la verdad. ¿Lo entiende? Lo real es la verdad. Si no logramos llegar a lo real, no logramos llegar a la verdad. -Hizo un gesto con la mano-. Lógico.

– Entonces no hay verdad, ¿no? -dijo y dio un golpe en la silla de haya-. Si digo que esta silla es de madera, ¿no estoy diciendo la verdad? -Señaló el océano-: Si digo que el mar es azul, ¿no estoy diciendo la verdad?

Saraiva sonrió, el diálogo se había deslizado hacia su terreno.

– Ese es un problema que la escuela fenomenológica, en el rescoldo de la Crítica de la razón pura, tuvo que resolver. De ahí que haya habido necesidad de redefinir la palabra «verdad». Edmund Husserl, uno de los padres de la fenomenología, dedicó su atención a ese asunto y comprobó que los juicios no tienen ningún sentido objetivo, sólo una verdad subjetiva, y estableció una separación entre la conexión de las cosas, o noúmenos, y la conexión de las verdades, o fenómenos. Es decir, la verdad no es la cosa objetiva, aunque esté con ella relacionada, sino la representación subjetiva de la cosa en sí. Martin Heidegger retomó esta idea y observó que la verdad es el asemejarse de la cosa al conocimiento, pero también el asemejarse del conocimiento a la cosa, dado que la esencia de la verdad es la verdad de la esencia.

– Ya…, no lo sé -vaciló Tomás-. Me da la impresión de que no hay en eso más que un juego de palabras.

– No, que no -negó Saraiva con energía-. Mire en su propio terreno, la historia. Los textos de historia hablan de la resistencia del lusitano Viriato a las invasiones romanas. Ahora bien, ¿cómo puedo tener la certidumbre de que Viriato realmente existió? Sólo recurriendo a los textos que hablan de él, naturalmente. Pero ¿y si esos textos son fabulaciones? Como usted sabe mejor que yo, un texto histórico no se enfrenta con lo real en sí, sino con relatos de lo real, y esos relatos pueden ser incorrectos, cuando no incluso inventados. Siendo así, en el discurso histórico no hay verdad objetiva, sino subjetiva. Como ha observado Karl Popper, no hay nada que sea definitivamente verdadero, sólo cosas que son definitivamente falsas y otras provisionalmente verdaderas.

– Eso es válido para todo -aceptó Tomás-. Admito que también lo sea en el campo del discurso histórico. Además, basta con leer a Marrou, Ricoeur, Veyne, Collingwood o Gallie para entender que no hay verdades definitivas en el discurso histórico, que la historia es el relato de lo que ocurrió en el pasado en función de lo que dicen los testimonios y los documentos, todos falibles, y del trabajo del historiador, igualmente falible. Pero, si me permite que se lo diga, eso no responde a mi pregunta. -Volvió a señalar el horizonte-. Estoy viendo el mar y compruebo que es azul. ¿Cómo se puede decir que esto es una verdad subjetiva? -Esbozó una mueca con la boca-. Que yo sepa, el azul del mar es una verdad objetiva.

– Casualmente, no lo es -replicó Saraiva, sacudiendo la cabeza-. Si usted estudia el fenómeno de los colores, comprobará que de alguna forma son una ilusión. El mar y el cielo nos parecen azules debido a la manera en que la luz solar incide en la Tierra. Cuando la luz del Sol proviene de un punto cerca del horizonte, el cielo puede volverse rojizo debido a una alteración en la distribución de la gama de colores de los rayos solares. El cielo es el mismo, lo que se ha alterado es la gama de colores del espectro de luz debido a la nueva posición del Sol. Eso demuestra que el mar no es azul, son nuestros ojos los que, debido a sus características cognitivas y en función de la distribución de la luz, lo captan así. En el fondo, ése es el problema de la verdad. Como sé que mis sentidos pueden engañarme, que mi raciocinio puede conducirme a conclusiones falsas, que mi memoria puede jugarme una mala pasada, no tengo acceso a lo real en sí, nunca seré dueño de la verdad objetiva, de la verdad definitiva, final. Usted mira el mar y lo ve azul, un perro mira el mar y, como es daltónico, lo ve gris. Ninguno de los dos tiene acceso a lo real en sí, sólo a una visión de lo real. Ninguno de los dos es dueño de la verdad objetiva, sino apenas de algo menos categórico. -Abrió las palmas de las manos, como si guardase en ellas algo precioso que ahora revelaba-: La verdad subjetiva.