– ¿Y por qué eligió venir a Portugal?
– Por dos razones -dijo Lena-. Por un lado, por la lengua. Hablo y leo con fluidez el portugués, por lo que no me resultaría difícil seguir las clases. La escritura ya me resulta más complicada…
El profesor se mantuvo inmóvil junto a la puerta del despacho y extendió la llave en dirección a la cerradura.
– Si tiene dificultades con el portugués, puede perfectamente escribir en inglés, no hay problema. -La llave entró en la ranura-. ¿Y la segunda razón?
La sueca se detuvo detrás de él.
– Estoy pensando en escribir mi tesis de licenciatura sobre los descubrimientos derivados de las grandes navegaciones. Tengo, por un lado, las navegaciones de los vikingos y me gustaría establecer similitudes con los descubrimientos portugueses.
La puerta se abrió y, con un gesto amable, Tomás la invitó a entrar. El despacho se veía desordenado, con montones de folios de exámenes sin corregir y fotocopias desparramadas en las mesas y hasta en el suelo. Se sentaron junto a la ventana y admiraron el paisaje sereno que ofrecía el recinto del hospital Curry Cabral, abajo, pegado a la facultad; los pabellones bajos de las enfermerías, con sus tejados color ladrillo, destacaban entre los árboles desnudos, las copas despojadas por el invierno; hombres con albornoz circulaban con lentitud, sin destino, al parecer eran los pacientes; otros, con bata blanca, médicos sin duda, se daban prisa entrando y saliendo de los pabellones. Uno de ellos abandonó un coche que acababa de estacionar, otro se había detenido bajo un vigoroso roble y consultaba el reloj.
– Los descubrimientos portugueses son un tema muy amplio -comentó Tomás, alzando la cara hacia el sol de invierno que, por una brecha entre las nubes, se expandía por la ventana-. ¿Tiene idea del trabajo en el que se va a meter?
– Cada pececito tiene la esperanza de llegar a ser una ballena.
– ¿Cómo?
– Es un refrán sueco. Quiero decir que no me faltan ganas de trabajar.
– No lo dudo, pero es importante delimitar su campo de investigación. ¿Qué periodo piensa estudiar, exactamente?
– Quiero ver todo lo que ocurrió hasta el viaje de Vasco da Gama.
– Por tanto, ¿sólo le interesa estudiar hasta el año 1498?
– Sí -repuso ella con entusiasmo-. Gil Eanes, Gonçalves Baldaia, Nuno Tristão, Diogo Cão, Nicolau Coelho, Gonçalves Zarco, Bartolomeu Dias…
– ¡Vaya! -exclamó el profesor haciendo una mueca con la boca-. Los conoce a todos.
– Claro. Llevo un año estudiando el tema y preparándome para venir aquí. -Desorbitó los ojos-. ¿Cree, profesor, que será posible consultar los originales de los cronistas que relataron todo?
– ¿Quiénes? ¿Zurara y compañía?
– Sí.
Tomás suspiró.
– Va a ser difícil.
– ¡Oh! -exclamó Lena contrariada.
– Ocurre que los textos originales son joyas, reliquias frágiles que las bibliotecas guardan con cuidado y mucho celo. -Adoptó una actitud pensativa-. Pero puede consultar facsímiles y copias, prácticamente es lo mismo.
– ¡Ah, pero qué bien estaría consultar los originales! -Lo miró fijamente con sus ojos azules y adoptó una expresión de súplica-. ¿Y usted no me podría ayudar? -Hizo pucheros-. Por favor…
Tomás se agitó en la silla.
– Bien, supongo que se puede intentar.
– Tack -exclamó ella, abriéndose en una encantadora sonrisa agradecida-. Tack.
El profesor intuyó vagamente que lo estaba manipulando, pero se sentía tan maravillado que no le importó, era un placer cumplir con los deseos de la voluntad de aquella divina criatura.
– Pero ¿usted es capaz de leer el portugués del siglo xvi?
– El ladrón encuentra el cáliz antes que el sacristán.
– ¿Qué?
La muchacha sonrió ante la expresión atónita de Tomás.
– Es otro refrán sueco. Quiere decir que siempre conseguimos aquello que nos interesa.
– No lo dudo, pero mantengo la pregunta -insistió él-. ¿Es usted capaz de leer el portugués que se escribía en aquella época, con aquella grafía complicada?
– No.
– Entonces ¿de qué le sirve tener acceso a los textos?
Lena sonrió con malicia, con actitud traviesa, sonrió con la seguridad de quien se sabe irresistible.
– Estoy segura de que usted, profesor, me echará una mano.
La tarde se agotó en una reunión de la comisión científica del Departamento de Historia, ocupada con las habituales intrigas, maniobras de política interna, interminables temas del orden del día y dramáticas dudas sobre oscuras comas del acta de la reunión anterior, además de los asuntos corrientes, como los análisis de expedientes de convalidación de asignaturas y formación de jurados para tres másteres y un doctorado.
Cuando llegó a casa, ya de noche, Constanza y Margarida ya iban por la mitad de la cena, unas hamburguesas fritas con espaguetis cubiertos de kétchup, el plato favorito de la pequeña. Tomás colgó la chaqueta, besó a las dos y se sentó a la mesa.
– ¿Otra vez hamburguesas con espaguetis? -preguntó en tono quejumbroso.
– ¿Y qué quieres? Le encanta ese plato.
– ¡Los espaguetis son buenos! -se regocijó Margarida, chupando ruidosamente los hilos de pasta-. «Schlurp.»Tomás se sirvió.
– Vale, pues -dijo resignado, mientras echaba espaguetis en su plato; miró a su hija y le acarició su pelo lacio y negro-. ¿Y? ¿Qué has aprendido hoy?
– Pe, a, pa. Pe, e, pe.
– ¿Otra vez lo mismo? Oye, ¿es que ya te has olvidado de lo que aprendiste el año pasado?
– Pe, i, pi. Pe, o, po.
– ¿Te das cuenta? -preguntó mirando a su mujer-. Ya está en segundo año y aún no sabe leer.
– La culpa no es de ella, Tomás. El colegio aún no ha conseguido a nadie para la educación especial, ¿qué quieres que haga?
– Tenemos que ir a hablar con esa gente…
– De acuerdo -asintió ella-. Ya he pedido una reunión con la directora para la semana que viene.
– Pe, u, pu.
Uno de los síntomas de los niños con trisomía 21 es justamente la dificultad en memorizar cosas, razón por la cual viven sujetos a rutinas y hábitos. Margarida había entrado el año anterior en un colegio público, donde, además del profesor común a todos los alumnos, disponía de la ayuda de un profesor de educación especial, específicamente preparado para ayudar a niños con discapacidades. Pero unos recortes recientes presupuestarios en el Ministerio de Educación hicieron imposible que ese profesor siguiese dando clases en el colegio. Así pues, Margarida, igual que otros alumnos con una situación parecida, se veía ahora sin ninguna ayuda pedagógica especialmente destinada a su caso, a pesar de que esa ayuda estaba prevista por la ley. Como consecuencia, se retrasó; olvidó mucho de lo que había aprendido el año anterior, incluso a leer y a escribir palabras sencillas. Para volver a evolucionar necesitaría de la ayuda de un profesor de educación especial, que actuaría como una especie de monitor, siempre pendiente de ella. No obstante, convencer al empobrecido colegio de volver a contratar a uno de esos profesores resultaría más que difícil.
Tomás mordió un trozo de hamburguesa y bebió un trago de tinto del Alentejo. Margarida acababa en ese momento de comer el postre, una manzana pelada y cortada en rodajas, se puso de pie y comenzó a ordenar la mesa.
– Margarida, la ordenas después, ¿vale?
– No -replicó ella con mucha firmeza, amontonando los platos sucios en el fregadero-. ¡Hay que lavá, hay que lavá!
– Los lavas después.
– No, está mu sucio, todo mu sucio. ¡Hay que lavá!
– Esta niña acabará montando una empresa de limpieza -comentó el padre lanzando una carcajada, aferrándose a su plato para que ella no se lo llevase.