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La memoria del pasado se transformó en el rostro inmóvil de Margarida, como si Tomás hubiese viajado en el tiempo y volado hasta el presente; la fotografía de su hija le sonreía sobre el mueble, al lado de un manojo de camelias.

– Oye, ¿no era ahora, a primeros de año, cuando la niña tenía que volver a la consulta?

– Sí -confirmó Constanza-. Tenemos que llevarla la semana que viene a ver al doctor Oliveira. Voy mañana a Santa Marta a buscar los análisis porque el médico querrá estudiarlos.

– Las visitas al médico me agobian -se desahogó Tomás.

– Y la agobian a ella -replicó la mujer-. No te olvides que de un momento a otro la tendrán que operar…

– No me hables de eso.

– Por favor, Tomás, te guste o no te guste, tienes que apoyarme en esto.

– Vale, vale.

– Es que ya estoy harta de llevar esta carga prácticamente sola. La niña necesita apoyo y no doy abasto con todo el trabajo. Tienes que ayudarme más, al fin y al cabo eres su padre.

Tomás se sentía rodeado. Los problemas de Margarida sobrecargaban a su mujer, y él, por más que se esforzase, parecía incapaz de resolver la mitad de los problemas que Constanza, con su sentido práctico, solucionaba en todo momento.

– No te preocupes: iré contigo a ver al doctor Oliveira.

Constanza pareció calmarse. Se recostó en el sofá y bostezó.

– Bien, me voy a acostar.

– ¿Ya?

– Sí, tengo sueño -dijo incorporándose-. ¿Te quedas?

– Sí, me quedaré un ratito más. Voy a leer algo y después me iré también a la cama.

La mujer se inclinó sobre él, lo besó levemente en los labios y se marchó, dejando el aroma cálido de su Chanel 5 perfumando la sala. Tomás se dirigió a la estantería de los libros, rascándose la cabeza, indeciso; acabó eligiendo los Selected Tales, de Edgar Allan Poe; quería releer The Gold Bug, el cuento sobre un escarabajo de oro que, a los dieciséis años, había agudizado el interés que le despertara el Mundo de Aventuras por el criptoanálisis.

Sonó el móvil, interrumpiendo su lectura cuando ya iba por la tercera página del cuento.

– ¿Dígame?

– Hi. ¿Puedo hablar con el profesor Noronha?

El acento era brasileño, pero pronunciado por un extranjero de lengua inglesa; por el tono nasal, Tomás supuso que era estadounidense.

– Soy yo. ¿Quién habla?

– Mi nombre es Nelson Moliarti, soy un adviser del executive board de la American History Foundation. Lo estoy llamando desde New York…, perdón…, Nueva York.

– ¿Cómo está?

– Estoy okay, gracias. Disculpe, señor, que lo llame a esta hora. ¿Lo molesto?

– No, de ninguna manera.

– Oh, good -exclamó-. Profesor, no sé si conoce nuestra fundación…

La voz quedó en suspenso, como esperando confirmación.

– No, no la conozco.

– No importa. La American History Foundation es una organización estadounidense sin fines de lucro dedicada a apoyar estudios en el ámbito de la historia del continente americano. Nuestra sede se encuentra en Nueva York y tenemos en marcha, en este momento, un importante proyecto de investigación. Pero ha surgido un problema complicado que amenaza con arruinar todo el trabajo ya hecho. El executive board me ha encargado que busque una solución, lo que he hecho en las dos últimas semanas. Hace media hora presenté un briefing al board con una recomendación. La recomendación ha sido aceptada y por eso lo estoy telefoneando.

Se hizo una pausa.

– ¿Sí?

– ¿Profesor Noronha?

– Sí, sí, estoy aquí.

– Usted es la solución.

– ¿Cómo?

– Usted es la solución para nuestro problema. ¿Sería posible que nos viésemos en Nueva York?

Capítulo 2

Una nube de vapor se elevó desde el suelo con inusitado fulgor, como si la hubiese expelido un volcán oculto en el asfalto, y se disolvió rápidamente en el aire frío y seco de la noche. Tomás sintió el olor nauseabundo a fritos que había liberado la nube, reconoció el olor peculiar del chao min chino, pero pronto pudo no hacerle caso; en su mente tenía otras prioridades, la principal de las cuales era conservar el calor del cuerpo, defenderse del vaho polar que lo helaba. Acomodó un botón que se había soltado y se encogió aún más en el abrigo, sumergiendo firmemente las manos en los bolsillos. Nueva York es una ciudad desagradable cuando el viento fustiga las calles al comienzo de la estación fría, peor aún si el abrigo es ligero, de aquellos adecuados a las condiciones amenas del clima mediterráneo de Lisboa, pero permeables al soplo helado del invierno en la costa este de Estados Unidos: aquella brisa venida del norte anunciando la llegada de la nieve se revelaba excesivamente ruda para una tela tan delicada.

Tomás había desembarcado horas antes en el JFK. Una soberbia limusina negra, colocada a su disposición por la American History Foundation, lo había llevado del aeropuerto al Waldorf-Astoria, el magnífico e imponente hotel art decó que ocupaba una manzana entera entre Lexington y Park Avenue. Demasiado excitado para ser capaz de apreciar los primorosos detalles de la decoración y arquitectura de aquel edificio monumental, el visitante recién llegado dejó apresurado el equipaje en la habitación, le pidió un mapa de la ciudad al concierge y salió a la calle, renunciando a los servicios de la limusina. Fue un error. Quería conocer a fondo las calles de la ciudad, siempre había oído decir que sólo conoce Nueva York quien la recorre a pie, pero se olvidaron de advertir de que eso sólo es verdad cuando no hace frío. Y el frío en Nueva York es algo que no se olvida; es tan intenso que todo lo que hay alrededor desaparece, la visión se turba, lo importante se vuelve irrelevante, lo interesante se transforma en vulgar, sólo importa cómo resistir el frío.

La noche ya había caído sobre aquella inusitada selva de asfalto; al principio, aún con calor en el cuerpo, el frío no lo afectaba; se sentía de tal modo a gusto que, al internarse por la East 50th Street, fue apreciando los gigantescos edificios que buscaban el cielo, en particular el vecino General Electric Building, en Lexington Avenue, otro monumento art decó. Pero, cuando cruzó la Avenue of the Americas y llegó a la Séptima Avenida, el frío comenzaba ya a afectarlo seriamente; le dolía la nariz, los ojos se le enturbiaban y el cuerpo temblaba con convulsiones incontrolables, aunque el mayor sufrimiento fuese el de las orejas, que parecían estar a punto de que la hoja de un cuchillo las desgarrase, de que las cortase una fuerza invisible, unas manos crueles.

La visión del resplandor de luz de Times Square, a la izquierda, dio momentáneo calor a su alma y le suministró fuerzas para proseguir. Bajó por la Séptima Avenida y se internó en el corazón del Theatre District. La animación iluminada de Times Square lo recibió en la confluencia de la Séptima con Broadway; un espectáculo de luz invadió sus sentidos, se sintió asaltado por sucesivas explosiones cromáticas e inundado por aquella embriagante orgía de claridad; allí se hacía el día, múltiples soles expulsaban la sombra de la noche y teñían de colores la agitada plaza. El tráfico era intenso, caótico; los transeúntes se amontonaban como hormigas, algunos caminaban con un propósito definido, otros sólo paseaban y llenaban sus ojos con aquel espectáculo prodigioso, irreal. Brillaban neones de colores en todos los edificios, desfilaban apresuradamente enormes palabras por los grandes billboards, gigantescas pantallas difundían anuncios o incluso programas de televisión, en una animada bacanal tumultuosa hecha de una panoplia interminable de imágenes y colores.