– Suena también emocionante.
– Pero también en esta ocasión ocurrió como sucede con todo en la vida. El final llegó después de dos años, cuando me adjudicaron proteger como guardaespaldas a una cantante de poca monta durante un concierto para evitar que uno de sus admiradores demasiado entusiasta se pasara de la raya con ella. El joven no entraba en vereda. En algún momento le solté un golpe, cuando quiso meterme los dedos en los ojos, rompiéndole una costilla. No lo había hecho con intención, pero ocurrió. Desgraciadamente, se trataba del hijo de la cantante, quien quiso darle una sorpresa a su madre. Amenazaron con una denuncia por lesiones, indemnizaciones, y la cantante había exigido mi despido, si la empresa deseaba continuar recibiendo encargos de su parte. Eso me causó problemas con el jefe, ¡claro!
– Y fue entonces cuando fundó su propia empresa.
– Sí; con una idea de negocio robada -Chris se echó a reír-. Aquella empresa estaba desarrollando otro departamento, el cual transportaría para famosos y empresas todo aquello que no quisieran confiarle a los de Correos. Eso incluía el transporte de joyas al destino vacacional de la esposa de un millonario, así como el transporte de los cianotipos procedentes de un astillero sobre una nueva generación de submarinos para el Ministerio de Defensa. Y yo me dije: eso lo sé hacer yo también.
– Suena fácil -opinó el autoestopista.
– Bueno. Tenía el número de teléfono de un marchante de antigüedades, a quien había acompañado ya en ocasiones anteriores a varias subastas como empleado de la empresa de seguridad. Una vez pude impedir que un carterista le sustrajera una valiosa estatuilla asiría. Así que le llamé. Dos semanas más tarde, se convirtió en mi primer cliente. Después de aquello, me redactó varias cartas de recomendación, procurándome incluso el contacto de otros clientes.
– ¡Y ahora va a ver al marchante de antigüedades! -sentenció Philipp.
– A él lo voy a ver.
– Aunque ahora mismo la cosa no vaya muy bien, ese hombre parece tenerle aprecio, ¿no? De no ser así, en aquellos días apenas hubiera sido capaz de salir del bache -Anja lo dijo con toda serenidad, sin la más mínima valoración.
Chris miró en el retrovisor.
– Ah, sí; el Conde me tiene aprecio.
Tras apear de nuevo a los autoestopistas, Chris disfrutó el relajante silencio del solitario viaje.
Su destino se encontraba en una ladera de la región de Senese, no lejos de Siena.
Una avenida de cipreses ascendía a través de campos y viñedos cercados por inacabables vallas pétreas en dirección a la propiedad del Conde, la cual estaba protegida por un muro de una altura de más de dos metros construida en piedra natural. El enorme portal de hierro fundido se encontraba de par en par.
Cuatro guardas le ordenaron detenerse. Todos vestían camisa blanca de manga corta y pantalón azul marino. Todos ceñían pesados cintos con cartuchera; dos de ellos portaban en sus manos pistolas automáticas.
– Apunta en otra dirección -gruñó Chris, pues uno de los guardias señalaba el cañón de su arma directamente a su estómago. Asintieron de forma estoica, mientras recibían instrucciones a través de la radio y registraban el coche, le cacheaban y abrían su bolso de viaje para revolver sin pudor la ropa usada.
Por fin, le dejaron pasar con el coche para ascender por el ancho camino en dirección a la casa. Diferentes arriates enmarcaban ambos márgenes del camino de entrada. Ánforas repletas de plantas y pequeños naranjos en macetas de terracota ceñían los caminos situados en estricta simetría. Pérgolas adornadas con parras y plantas trepadoras proporcionaban sombra, y los caminos estaban cubiertos por cantos rodados de diferentes colores.
El edificio, con su fachada revocada en tonos claros correspondía al estilo clásico antiguo. Tan solo dos pequeñas torres en la parte delantera constituían los últimos vestigios de su forma original, cuando las villas toscanas, con sus torres vigías y sus pasadizos, se asemejaban a los castillos medievales y servían como lugares de refugio ante la peste y el calor estival. Una fuente, enmarcada entre figuras talladas de madera de boj y laurel, chapaleaba al final del camino de acceso.
Chris se bajó del coche y estiró con algunos ejercicios sus miembros entumecidos hasta sentirse más flexible, cuando se abrió la puerta de la entrada.
Antonio Ponti se encontraba de pie en la puerta: delgado, con una elegancia en su porte que irradiaban solo los verdaderos sureños.
Chris alzó la mano en forma de saludo y se dirigió hacia el italiano. El antiguo carabinero era, desde hacía años, el jefe de seguridad y el guardaespaldas de Forster. Antonio Ponti había sido, al igual que él, antiguo agente de policía y había servido con anterioridad en la unidad especial GIS (Gruppo di Intervento Speciale), el cual pertenece a las mejores unidades policiales de Europa.
Chris conoció a Ponti durante su primer encargo, cuando había escoltado a Forster en calidad de chófer desde Colonia a Ginebra. Los dos habían acompañado también juntos al marchante en ocasiones posteriores, tanteándose el uno al otro e intercambiando experiencias.
En lugar de la alegría pausada que había caracterizado la estrecha cara de Ponti en ocasiones anteriores, hoy, hondas arrugas surcaban su frente. Saludó con frialdad, apartándose a continuación hacia un lado.
Forster pasó a la puerta, con el brazo derecho ampliamente estirado para el saludo, mientras se apoyaba con el izquierdo en un bastón.
Chris observaba el bastón artísticamente tallado, a cuyo botón se aferraba una mano blanca de azuladas venas. Sorprendido, clavó su mirada en el Conde. El Karl Forster que él conocía irradiaba vitalidad, aun cuando durante su último viaje a Dubai se había mostrado algo fatigado.
Este Karl Forster, por el contrario, era solo la sombra de sí mismo.
La villa de Forster había sido construida al estilo clásico. Junto al gran salón, se ubicaba el cortile, el patio interior, decorado de forma sencilla y obedeciendo los cánones de la región.
Las paredes de color ocre armonizaban con las sencillas baldosas de piedra del suelo, y los frescos parecían el complemento ideal. Macetas de terracota con plantas en flor delimitaban pequeñas zonas del patio, el cual había sido amueblado de forma sobria, en diferentes focos visuales. Dos bancos, una mesa, dos sillas; todo había sido tallado en madera simple y barnizado en oscuro.
Ponti se retiró, y un camarero sirvió algunas bebidas, mientras Forster escogía jadeante un banco para dejarse caer en él con pesadez.
Chris agradeció el agua y bebió el vaso entero de una sola sentada. Forster hizo señas, y el camarero escanció dos copas de Brunello di Montalcino [11]. Pocos momentos más tarde, Forster chasqueaba aprobatoriamente con la lengua después de degustar el vino.
En un principio, la conversación versó sobre temas generales. Forster se interesó por el viaje, preguntó por cómo irían los negocios, y encogió la cara cuando Chris le informó de sus contratiempos. Asentía entendiendo la situación, cuando Chris terminó de explicarle los entresijos.
Mientras Forster insinuaba posibles represalias, Chris escudriñaba a su cliente con escepticismo. Forster superaba los sesenta años, pero se asemejaba a un anciano.
Ya no quedaba nada de su antigua vitalidad. Era endeble, se movía torpe en su asiento de un lado para otro mientras se apoyaba en el bastón de fino tallado. Cuando hablaba, su respiración silbaba, y en ocasiones parecía estar ausente, en busca del hilo conductor de la conversación.
Chris estaba consternado. La cara del Conde había menguado hasta lo enclenque: se mostraba gris, sin vitalidad; los cabellos engurruñidos. El visible derrumbamiento del hombre le dolía, pues entre los dos, sin que nunca hubieran hablado sobre ello, se había desarrollado algo parecido a la confianza.