Выбрать главу

– No me mire así -murmuró Forster-. Ya sé lo endeble que debo parecer. Sin embargo, lo que no se imagina es que me siento mucho más miserable de lo que parezco.

Chris miró dubitativamente a Forster, quien sonreía de forma maligna.

– Usted no sabe mucho sobre mí, pero yo sí mucho más acerca de usted, ¿no es así?

Chris asentía mientras apuraba un trago de vino tinto. Nunca fue capaz de cruzar con ninguna de sus indagaciones o comentarios la frontera invisible que Forster había construido alrededor de su vida, y que parecía tener siempre bajo control, cuando sencillamente no daba ninguna respuesta a las preguntas de Chris.

Forster era completamente diferente al respecto. Siempre había planteado cualquier pregunta sin ningún complejo, le había porfiado de forma penetrante para sonsacarle a Chris cualquier detalle, que ningún otro cliente hubiera sido capaz de descubrir nunca. Chris veía en su propia franqueza otro motivo más por el que el Conde le confiaba siempre uno de sus trabajos.

– Este será el último encargo que realice para mí. Me ayudará a realizar penitencia. Y después, le daré la espalda a este valle de lágrimas.

– No le entiendo.

A Chris le invadió una tensión desagradable que nunca antes había experimentado en presencia del Conde. Su nuca se endureció de golpe y los músculos circundantes se le tensaron como cables de acero.

– Por supuesto que no -Forster se reía entre jadeos mientras estudiaba a Chris con sus ojos azulones y pálidos-. Morbus Parkinson. Me han detectado la enfermedad de Parkinson. Ya lo está viendo usted mismo: mi cuerpo se está desmoronando sin cesar.

Chris bajó la mirada.

– Yo no sé mucho sobre el tema…

– Fuerza motriz limitada, reacciones corporales incontrolables; envejecimiento prematuro de la peor forma. Al final, desamparo total e inmovilidad completa. Se mueren zonas enteras del cerebro. ¡Vaya mierda de vida! -graznaba Forster acalorado-. Mentalmente aún estoy del todo presente, pero las depresiones, las psicosis y la demencia ya me han enviado a sus emisarios. A pesar de que intente esconderme de ellos, pronto me habrán encontrado.

Chris aguardaba y callaba. La agitación repentina de Forster cesaba apenas lentamente. Chris presagiaba una semana desagradable al mismo tiempo que se preguntaba a sí mismo si estaría dispuesto a digerir, además de sus propios problemas, los de su cliente.

– Por eso he decidido hacer penitencia, y morir después.

Cuando Chris estuvo a punto de abrir la boca sorprendido, Forster levantó fatigado la mano derecha.

– Ni una palabra acerca de mi decisión. Yo no le cuento esto para escuchar sus comentarios. Solo quiero explicar…

– … Pero…

– Afortunadamente, en Suiza existen organizaciones de ayuda a la eutanasia, que ayudan a uno a cumplir con el deseo a una muerte digna. Ya se han realizado las gestiones pertinentes.

– Uno no se puede ir así, sin más, de este mundo -murmuró Chris después de un rato.

– Yo sí -corrigió Forster y soltó una carcajada malévola-. Está decidido y yo no voy a discutir más con usted al respecto. Se lo he contado simplemente para que entienda mejor qué es lo que quiero de usted. Voy de mal en peor a una velocidad vertiginosa. Cada día es peor. Las pastillas, que me hacen salir del paso son verdaderas bombas de hidrógeno. Sin embargo, tan solo me ayudan durante un espacio determinado de tiempo, y ya no son capaces de corregir todas las deficiencias.

Chris clavó su mirada en Forster. En ese preciso momento no se le ocurría nada sensato que hubiera podido decirle. Aquel hombre había vivido toda una vida y parecía saber siempre lo que hacía.

– No quiero verme en la circunstancia de estar postrado indefenso en una cama, mientras las psicosis despedazan en mi cabeza los últimos claros pensamientos. ¿Lo entiende?

Sus miradas se cruzaron.

El vacío en los ojos inertes de Forster era infinito. A pesar de clavarse la mirada mutuamente, no se veían. Tras unos momentos, las pestañas de Forster dieron un respingo y deshicieron el hechizo.

Chris asintió finalmente, solo por mostrar una reacción. No se sentía capaz de tomar parte en la conversación. Su madre había cuidado de sus abuelos sin lamentarse ni una sola vez. Y debido a que sus padres habían muerto hacía diez años en un accidente de coche, nunca había conocido de cerca los sinsabores y las preocupaciones de una edad avanzada azotada por la enfermedad.

– Cuando llegue el momento, el linaje de los «Forster» habrá muerto para siempre. Y el de los «Steiner» también.

– ¿No queda ningún pariente? -preguntó Chris, sin saber, a quién se refería Forster con el segundo apellido.

– Lejanos. Muy lejanos. Nadie de importancia, al menos en lo que a mí respecta. No, mi linaje muere conmigo.

– ¿No tiene hijos?

Forster tenía la mirada perdida; a continuación soltó una risotada despectiva.

– Si fuera así, quizás actuaría de otra forma. Pero no, no tengo hijos -el Conde alzó el bastón y lo golpeó en el tablero de la mesa. Hubo un estallido y golpeo el bastón en el mismo sitio una segunda vez-. He hecho todo lo posible para cambiar esta situación. Me he liado con mujeres jóvenes, las quise utilizar como medio de fecundación, les ofrecí mucho dinero por traerme un hijo al mundo. Pero el dinero, por desgracia, no es de gran ayuda en este caso.

Chris pensó haber visto cierta humedad en los ojos del anciano; Forster giró brevemente la cabeza. Cuando miró a Chris de nuevo, la humedad había desaparecido.

– Mi esperma está muerto. Muerto del todo. Sin fuerza para la procreación. Mi fracaso me fue certificado por tres de las mejores facultades del mundo. Ni siquiera una fecundación artificial tendría éxito.

Chris estaba desagradablemente conmovido, no sabía cómo reaccionar. Enfrente de él se encontraba sentado un hombre, en el fondo, totalmente extraño, para quien desde hacía dos años realizaba con regularidad algunos encargos bien pagados, y que le estaba exponiendo lo más profundo de su alma, vertiéndole una corriente de amargura.

Forster, de repente, se puso muy serio.

– Sea como fuere, he decidido saldar algunas de las culpas de las que somos responsables mi familia y yo -sentenció a la vez que llamó varias veces con voz quebrada a su sirviente, quien poco después apareció con una gran bandeja y sirvió la cena.

-Crostini [12], jabalí, carciofini [13], faisán, queso pecorino. ¡Extraordinario! -los ojos de Forster se iluminaron por un momento, y meneando la cabeza animó a Chris-. Esto será lo que eche de menos en el infierno.

Capítulo5

Montecassino, jueves

Monseñor Tizzani mantenía su mirada fija a través de la ventanilla del coche. La angosta llanura al pie de la montaña se iba difuminando cada vez más. En la lejanía se vislumbraba la autovía Roma-Nápoles hacia la que viraba una fila infinita de coches.

La estrecha carretera ascendía tortuosamente delante de ellos por la montaña durante nueve kilómetros. Umberto conducía con cuidado, manteniendo el Fiat cerca de la roca. Tuvieron que superar más de seis recodos hasta llegar a la cima de la montaña, al origen de todos los monasterios de Poniente.

Alrededor de un millón y medio de peregrinos al año visitaban Montecassino. El monasterio benedictino había sido destruido por los longobardos y sarracenos, y los bombarderos de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial habían expulsado de él a los alemanes. Todo había sucumbido bajo los escombros y las cenizas, pero el monasterio renació como por milagro.

Su viaje finalizó ante la majestuosa construcción, a quinientos veinte metros de altura. Cuando se apearon, ya no se percibía el ruido de la llanura. Tizzani era delgado, grácil, más bien pequeño, y el oscuro traje con la estola le hacía parecer aún más delicado. Umberto, por el contrario, era grande, fuerte, entrenado, y trabajaba como empleado en una gasolinera de Ostia. Siempre que Tizzani necesitaba de un chófer de confianza, él se ponía a su disposición.