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Mientras Umberto constituía un alma sencilla, lineal en sus pensamientos y bendecido por una creencia inquebrantable, Tizzani era conocedor de la otra cara de la moneda. Su creencia tenía que enfrentarse a diario a las sofisticadas argucias con las que la Iglesia defendía su posición en el mundo. Su pensamiento se encontraba diametralmente opuesto a las simples verdades de Umberto.

Tizzani entró en el monasterio, mandado construir en el año 529 por Benito de Nursia, en un lugar donde anteriormente se alzaba un templo pagano.

Casi no reparó en el pequeño grupo de figuras de bronce que acababa de dejar atrás, el cual representaba a San Benito durante su muerte de pie en medio de un grupo de monjes. El patio interior, con sus casi mil doscientos metros cuadrados, transmitía una cierta lejanía y alegre relajación. Sin embargo, Tizzani se detuvo con sus sombríos pensamientos ante la alberca octogonal en mitad de la plaza. Amaba las columnas corintias y el maravilloso friso, pero su encargo le robó cualquier intento de ociosidad. Así que continuó en dirección a la casa principal donde le estaban esperando en la segunda planta, y que se alzaba de forma protectora de cara al valle.

Un joven sacerdote recibió con frialdad y distanciamiento a Tizzani. Un monseñor de la curia de Roma no era alguien a quien un joven cura saludara normalmente con demasiado entusiasmo. El sacerdote lamentaba que el abad no recibiera en persona al monseñor, pues él también se encontraba de viaje. Tizzani se alegró de no tener que encontrarse con él. Cualquier estúpida observación por su parte hubiera podido encontrar rápidamente el camino hacia los oídos de aquellos a quienes no les incumbía su misión. El monasterio era considerado en el mundo entero como la esencia de la misma vida monástica; y el abad, como obispo, disponía de una red que abarcaba como mínimo toda la vida en sociedad de Italia.

El sacerdote llevó a Tizzani a una habitación cuyas paredes estaban tapizadas en tela roja. Pinturas al óleo con escenas bíblicas decoraban la estancia cuyos muebles se componían de dos sillas, un escritorio y un sencillo armario.

Tizzani aguardaba y miraba por la ventana en dirección al hondo y lejano valle del Liri con sus pequeños lugares. En el horizonte se difuminaban las montañas Ausoni.

– Una vista preciosa, ¿verdad?

La ronca voz era inconfundible.

Henry Marvin estaba cerca de cumplir los sesenta y era aún un poco más pequeño que Tizzani. Sin embargo, estaba dotado con la estatura hercúlea de un luchador. Marvin llevaba un manto coral negro. La cara carnosa del editor norteamericano se veía relajada y su rosácea piel brillaba, mientras sus oscuros ojos centelleaban sedientos de actividad.

– Adelante, adelante, observe -tronó Henry Marvin divertido-. Yo apenas lo puedo creer. Una semana en la celda, aislado del mundanal ruido, y ya tiene a una nueva persona ante usted. San Benito sabía lo cerca que uno puede estar de Dios aquí.

Tizzani saludó con frialdad. No le gustaba que los monasterios abrieran sus puertas al resto de los mortales para retirarse por unas semanas tras sus muros a cambio de dinero. Al menos, Montecassino no ofrecía seminarios para la búsqueda espiritual del Yo, como hacían algunos otros monasterios. Aquí existía solo la pura vida monacal.

Ellos se sentaron a la mesa.

– Uno llega a acostumbrarse, incluso, a estas duras sillas -consideró Marvin entre risas, propinándole a Tizzani un fuerte manotazo con su zarpa derecha en el hombro.

Tizzani odiaba las maneras joviales y ruidosas del americano. En ese mismo instante se preguntaba cuál sería la reacción de los monjes del monasterio, que eran casi cuarenta, cuando su ruidosa voz invadiera el reinado de su silencio.

– Monseñor, es usted demasiado serio. Dios no prohibió la alegría.

– Ser un emisario del representante en la Tierra, en ocasiones, puede convertirse en una carga.

– Pero no aquí precisamente: en el origen de la vida monástica. ¿Qué lugar mejor para una buena noticia? ¿Será hoy o mañana? ¿Se ha reconocido ya a la congregación de los Pretorianos de las Sagradas Escrituras como orden, o incluso como prelatura personal [14]? ¿Cuándo se dará a conocer? ¿Trae la noticia? Pero hábleme…

– Desgraciadamente, aún no han concluido los consejos -respondía Tizzani con rostro preocupado-. Un nuevo papa, todo está cambiando, los numerosos emisarios ofreciendo sus respetos… los suplicantes, cada uno con el deseo de exponer sus peticiones; los problemas del credo, alguna que otra oveja pecaminosa en la misma curia… -El monseñor levantaba indefenso las manos.

– No le entiendo -Henry Marvin clavó una fría mirada en el monseñor.

Marvin era un hombre de negocios, y las reglas eran siempre las mismas. Y la Iglesia no hacía ninguna excepción, en ningún caso la Iglesia. Fue ella la que inventó el tráfico de indulgencias, el negocio de este genial servicio, cuyo contravalor quedaba por mostrarse aún en un futuro lejano.

– Querido Henry Marvin -salió con dificultad de los labios de Tizzani.

– Monseñor, no me ofenda.

– Al Santo Padre le resulta imposible, por el momento, reunirse con usted. Incluso el deseo de la congregación es imposible concederlo en estos momentos. Quizás… dentro de algunos meses… pero ahora…

Henry Marvin elevó su cuerpo ligeramente de la silla, estirándose sobre el escritorio, y atrapó a Tizzani entre sus fuertes manos, mientras este mantenía fija su mirada en los puños sobre su pecho. La chaqueta del americano se encogió hasta tensar la tela de la espalda.

– Puedo entender que en estos momentos no desee ninguna audiencia privada por las escuchas e indiscreciones y los murmullos de este nido de serpientes. Por eso precisamente me he acuartelado aquí, para que nos encontráramos de forma fortuita. ¿Por qué de pronto este cambio de actitud?

Tizzani buscó en la pared un punto en el que orientar su mirada.

– Hay más de dos mil congregaciones -siseó Marvin envenenado-. ¿Por qué no se nos concede este privilegio? Ninguna orden es como la nuestra. A tenor de las últimas cifras, somos más de ciento cincuenta mil miembros. Somos más grandes que el Opus Dei. La congregación de los Pretorianos de las Sagradas Escrituras está conquistando el mundo. Nuestro crecimiento ni siquiera se ha estancado. Cada día, se unen a nosotros fieles almas, que creen inquebrantablemente en la verdad literal de las palabras, según se recogen en las Sagradas Escrituras. Darían su alma por defender las Sagradas Escrituras ante quien fuera.

Tizzani observó los ojos helados y soltó un suspiro en su fuero interno.

– Crecemos más rápido que el Opus Dei en sus mejores tiempos. Defendemos la veracidad de las Sagradas Escrituras. Le brindamos un hogar al hombre, una protección ante la disolución e inconsistencia generalizada. Nosotros no interpretamos las Escrituras, tomamos sus palabras tal como son.

Tizzani asentía con la cabeza. La congregación de los Pretorianos de las Sagradas Escrituras luchaba de forma radical contra el derrumbamiento de los valores eclesiásticos. Con éxito.

Incluso entre los protestantes de los listados Unidos, que tomaban las palabras de la Biblia de forma literal y cuyo número superaba ya los varios millones, la congregación reclutaba nuevos adeptos para devolverlos de nuevo a los brazos de la única y verdadera Iglesia.

– Somos aquellos que no ceden a los protestantes la lucha contra las mentiras de la Ciencia; somos el nuevo escudo y espada de la Iglesia católica. Nos encargamos de aquello que la Madre Iglesia tendría que haber hecho hace tiempo.