Henry Marvin soltó las manos del pecho de Tizzani y se recostó.
El monseñor respiró profundamente. La noche anterior había leído el amplio dossier que había confeccionado el consejo laico de la curia sobre la congregación.
Marvin era, desde hacía tiempo, el motor y gobernante fáctico de la congregación, fundada de forma espontánea por un padre católico de San Diego a comienzos de los años setenta, porque su hijo le había contado de nuevo, confundido y entre lágrimas, acerca de sus dudas. En la escuela, los maestros habían demolido las bonitas historias bíblicas sobre la Creación del hombre, basándose en las mutaciones casuales de la Teoría de la Evolución.
Henry Marvin era uno de los primeros cien creyentes que habían ingresado en la congregación. Marvin estaba totalmente convencido, en aquel entonces y en este momento, haber sobrevivido a la guerra de Vietnam con el único fin de acercarle al mundo la palabra de Dios.
Había levantado una pequeña editorial cuyo único libro era, en un principio, la Biblia, mientras también le acercaba la palabra de Dios, como predicador laico, a las personas envenenadas por las ciencias.
Entre tanto, la editorial de Marvin se había convertido en una de las más grandes de escrituras católicas de los Estados Unidos. Vendía sus escritos incluso en Centroamérica y América del Sur; él gozaba de la necesidad de opinión y el éxito de lectura entre los cristianos.
El fundador de la orden había muerto el año pasado, y Marvin estaba a un paso de acoger, como prefecto, el poder formal y la sucesión del fundador.
De hecho, Henry Marvin lo poseía desde hacía bastante tiempo. Controlaba las finanzas y acrecentaba la riqueza de la congregación, que ya se consideraba a sí misma como orden. Marvin incorporó estructuras y jerarquías, las cuales desembocaban en un gremio de mandatarios espirituales y laicos, que a su vez estaba supeditado a su control.
Tizzani suspiró en su interior. Este hombre constituía un peligroso reo de su propia convicción, que se veía apoyado cada vez por más obispos y cardenales, quienes deseaban impedir la erosión de la Iglesia.
– El Santo Padre es muy sabedor de sus esfuerzos en la lucha por situar al credo en el puesto que se merece.
– Cierto. Es una lucha -Marvin clavó severo su mirada en el mensajero de la curia-. Por muy avanzados que estén nuestros preceptos: es increíble que en las escuelas norteamericanas se les inyecte a los alumnos a grandes dosis el veneno de la Teoría de la Evolución, pero no se permita enseñar la palabra de Dios. Tampoco entiendo cómo el Santo Padre permite ceder a los protestantes el puesto en la lucha contra este veneno. Ya va siendo hora de finalizar las dudas sobre las Sagradas Escrituras. ¡En el mundo entero!
Tizzani evitaba las miradas del editor y fijó de nuevo la vista en el punto de la pared.
– Nuestra Santa Iglesia es hoy otra muy distinta a la de hace cien años, o de hace incluso diez. Ahí radica el problema. Usted ya lo sabe; la Santa Madre Iglesia se ha posicionado. Juan Pablo II reconoció la Teoría de la Evolución.
– En 1996. Ante la Academia Pontificia de las Ciencias. Quién no sabe eso -Marvin suspiraba-. La Teoría de la Evolución y ya no se consideraría una hipótesis, dijo Juan Pablo II. Un año desdichado.
– Y su sucesor, cuando aún era el prefecto de la Congregación de la Curia, había dirigido una comisión internacional de teólogos, que constató la posible compatibilidad entre la creación divina y los resultados del proceso evolutivo. ¡De eso hace tan solo un año!
– A mí no me la dan con queso; para que cada cual pueda interpretar lo que desee. Un rotundo «no» hubiera sido mucho mejor -Marvin dio un puñetazo en la mesa-. Pero también hay otras opiniones. Sé de un cardenal que va a publicar un artículo en el New York Times, donde ataca precisamente esta posición de la Iglesia. Desbaratará el discurso de Juan Pablo II ante la Academia Pontificia de las Ciencias sobre la evolución como algo vago e insignificante.
Las miradas de Marvin se cebaban en los iris de Tizzani.
– Hay cardenales influyentes que comparten plenamente su opinión -respondió Tizzani-. Opinan que cualquier duda con respecto a las Sagradas Escrituras debe ser combatida. Y de eso forma parte la eliminación de cualquier texto que dude de la veracidad de la Biblia. Por el contrario, el Santo Padre opina que la aparición de otro posible texto carece de importancia, cuando en ciento cincuenta años de constantes ataques no se fue capaz de hacerle daño alguno a las Sagradas Escrituras.
Marvin giró repugnado. Meneaba la cabeza, atónito ante la traición. A continuación, espetó de nuevo:
– Las pruebas convencerán al papa.
Sofía Antípolis, cerca de Carines, jueves
El padre Jerónimo [15] avanzó angustiado, arrastrándose con pesadez por el pasillo de la clínica. Toneladas de piedras oprimían los hombros de su rollizo cuerpo.
«Tener la muerte caprichosa a diario delante de los ojos», recitaba, recordando uno de los versos de las reglas monacales de San Benito, mientras se preguntaba por qué Dios le había escogido precisamente a él para enfrentarse a esta prueba.
Pasó la mano sobre la calva cabeza, limpiándose el sudor que se había acumulado en su piel y comenzaba a picar. No había superado la prueba, no había sido capaz de brindarle el consuelo que necesitaba el moribundo en su camino hacia el Juicio Final. Nunca olvidaría la cara invadida por el miedo del joven.
Los largos años en la curia romana estuvieron repletos de actos diplomáticos, rodeos e interpretaciones sutiles de textos que habían atrofiado sus dotes sacerdotales. Nunca hubiera pensado entrar de nuevo en contacto con el mundo de esta forma, después de haberse retirado desde hacía algunos meses en el monasterio.
– ¡Usted no puede entrar ahí ahora! -dijo la sorprendida secretaria llena de miedo, cuando el padre Jerónimo viró en dirección a la puerta detrás de la cual se ubicaba la oficina de Andrew Folsom.
«Jacques Dufour se había mostrado siempre extrañamente titubeante, cuando hablaba de Folsom», recordaba Jerónimo. El Centro de Investigación Biotecnológico con la adyacente clínica, ambos situados en el parque tecnológico de Sofía Antípolis cerca de Cannes, habían sido adquiridos por el grupo farmacéutico norteamericano Tysabi con la finalidad de darle un nuevo impulso a las investigaciones y negocios en Europa. A través de los nuevos propietarios, se habían fijado a su vez nuevas líneas de investigación, le había informado Dufour. Nadie parecía esperar algo bueno del director ejecutivo [16] del grupo matriz norteamericano Tysabi.
Folsom hablaba por teléfono de pie detrás de su enorme y ordenado escritorio, mientras estudiaba sorprendido la imagen fornida del sacerdote, quien le superaba en estatura por una cabeza.
El cabello entrecano realzaba el moreno, producto de las sesiones de rayos UVA, en el rostro de Folsom. El traje azul marino confeccionado a medida, la camisa celeste y la corbata, similar al tono de color del traje, constituían un contraste radicalmente opuesto con respecto al hábito gris del sacerdote.
– Sí, el coche tiene que estar disponible en veinte minutos -ordenaba Folsom y colgó el auricular del teléfono. En sus ojos llameaba por un segundo cierta inseguridad, pero después de un momento, se había dominado de nuevo.
Las miradas del padre se posaban asqueadas una y otra vez en Jacques Dufour, quien estaba de pie, perdido en medio de la estancia. Su Jacques, a quien había enseñado el profundo respeto ante la creación divina. «Cuán grande fue su fracaso», pensó el padre Jerónimo.
Dufour se había convertido entre tanto en investigador. Su camino le había llevado desde su pequeño pueblo Collobrières, situado en los Pirineos orientales, en el que el padre Jerónimo había sermoneado la palabra de Dios, pasando por la Universidad de Toulon, para acabar finalmente en este centro de investigación. Desde entonces, la investigación genética absorbía toda su vida.