El delgado cuerpo de Dufour parecía perder peso por horas. Su cara bronceada y de finos rasgos se contraía nerviosamente. Una y otra vez pasaba la mano, indeciso, por su cabello oscuro y rizado.
Folsom, sin embargo, estaba impregnado por una agresividad subliminal. «¡Piensa que los demás somos todos idiotas!», el cura recordaba las palabras de Jacques, cuando este le había recogido esa misma mañana.
– Parece tener mala cara -le constató Folsom al padre Jerónimo mientras escudriñaba la cara redonda con sus carnosos pómulos-. Tiene ojeras, está pálido. ¿Se encuentra bien? ¿Quiere un vaso de agua?
El padre Jerónimo clavó su mirada en los ojos lobunos de Folsom.
– Acabo de acompañar a Mike Gelfort durante sus últimos minutos.
– Entonces se acabó.
«Si ya lo sabes», pensó amargo el padre Jerónimo.
– Trágico. Deberíamos hablar de ello. Sin embargo, ahora no dispongo de mucho tiempo -dijo Folsom con sosiego, mientras miraba preocupado su reloj de oro-. En realidad, ni siquiera debería estar aquí. Los negocios. Pero me pareció importante, asegurarme por mí mismo… de ayudar quizás. El doctor Dufour es el director responsable del proyecto. Si quisiera con él… -El rostro inmóvil con sus comisuras caídas, y los delgados y apretados labios parecían tener un aire cínico.
– ¿Acaso no le conmueve la muerte de este hombre? -el sacerdote apretó los puños.
– ¿De dónde saca eso? -preguntó Folsom fríamente, a quien de repente se le inflaron las aletas nasales y la voz vibraba por la excitación-. Solo porque no me lamente, no significa en ningún caso que no esté afectado. Soy científico, sí. Pero se olvida de que dirijo, al margen de las investigaciones y en calidad de director ejecutivo, un gran grupo farmacéutico y biotecnológico coronado por el éxito; eso significa que también hay otros problemas. Pero eso no significa ni por asomo que no lamente el destino de este joven.
Ambos se enzarzaron con sus miradas. El padre Jerónimo luchaba contra el tic de sus muslos. Sentía las llamaradas del fuego infernal mientras iba acrecentándose en él el simple deseo de golpearle.
A los ojos de Dios, eran pecadores; a los suyos, al menos cobardes, si no criminales. Quizás no en un sentido legal, algo que en ningún caso hubiera querido valorar, pero sí en el moral. Por lo menos, en lo que se refería a su código de valores.
También Jacques, la persona que le había llamado. Jacques, a quien conocía desde tiempos inmemoriales, para quien había sido confesor y consejero durante su juventud. Jacques, quien había roto con el pequeño universo de su pueblo para lograr grandes cosas para la humanidad a través de la ciencia… y ahora era cómplice de la muerte de ese hombre.
– Yo no le conozco, y me da igual a lo que se dedique en este mundo o quién pueda ser. Hace un rato, fue la primera vez que le vi, porque obligué prometer a Jacques que me mostrara al hombre impío, por quien… ¡este joven ha muerto!
Los ojos lobunos de Folsom arrojaban destellos iracundos en dirección a Jacques Dufour, quien se encontraba de pie, quebrado, en medio de la habitación. Dufour bajó de inmediato la mirada. No tenía la suficiente fortaleza como para resistir a la agresividad de Folsom.
– Se trata de un golpe trágico -Folsom titubeó un instante-. Era algo imprevisible. Ninguno de los exámenes previos nos hizo sospechar lo ocurrido. Creemos que el virus utilizado como medio de transporte se haya transmutado, permaneciendo en el cuerpo y liberando reacciones que no se previeron de esta forma. Nuestro método había sido testado con éxito en miles de ocasiones -Folsom arrugó la cara-. Un golpe trágico. Además sabía del riesgo latente. Aceptó de forma voluntaria.
– Es así de sencillo -inquirió el padre-. La culpa es de los virus, porque no hicieron lo que se esperaba de ellos. ¿Cómo se pueden utilizar agentes patógenos, que normalmente se usan como banco de enfermedades, para pretender una curación? Considerando que esa sea la razón. Quizás se trate de la sustancia examinada y no del método. ¿Le han dicho que se trataría de algo peligroso?
– En ningún caso fui yo. El responsable es el doctor Jacques Dufour. Él es el que dirige esta línea de investigación y el que acordó todo con el paciente.
Sendas miradas se cebaban en las del contrario. De repente, Folsom cambió de tono.
– Por lo que sabíamos, parecía inofensivo -su tono se suavizaba -. Por cierto, ¿de qué se trataba? Testar una variante de la compleja telomerasa. Responder a cuestiones relacionadas con los efectos que causan las proteínas responsables de la actividad. Inyectado a través de portadores de virus. Por lo tanto no se trata de nada excitante, supongo; el hecho de poder brindarle la oportunidad a miles de personas de curar sus sufrimientos.
El padre Jerónimo estaba horrorizado. Estaba en el sitio equivocado, en un mundo sin Dios. Cuán infinitamente lejos y respetuosos con Dios vivían él y sus hermanos en su monasterio.
Se sentía como si le hubieran elegido para colaborar con el mismísimo diablo.
«Folsom era científico, investigador, un hombre procedente del mismo mundo que había luchado contra la Iglesia sin éxito desde hacía varios siglos. Ahora tocaba inmiscuirse en la Creación; estaban a punto de modificarla, manipularla. ¡Qué significaban los conocimientos de Galileo o Kepler en comparación con este sacrilegio tan blasfemo!». En ese mismo momento, el padre lamentaba que la Iglesia no hubiera llevado a cabo mejor su obra a lo largo de los últimos siglos. «Pero aún hay lugar para la esperanza», pensó el padre Jerónimo. Desde hace más de veinte años, estos nuevos ídolos llevan hablando de las bendiciones de la terapia genética. Despertaron esperanzas que hasta la fecha no supieron materializar. ¿Dónde se encuentran las personas que fueron curadas a través de la terapia genética? ¿Sería un designio de Dios hacerles fracasar de esta manera? ¿Fue la muerte de ese joven un sacrificio hacia el camino a Dios? El cura, en su interior, necesitaba aferrarse a este consuelo.
– ¿Qué le contó el doctor Dufour? -preguntó Folsom.
El padre titubeaba, adivinaba una trampa.
– Como ya sabrá, aquí se trata de un asunto de extremo secreto. La Ciencia funciona como cualquier otra cosa en este mundo. En nuestro caso, los éxitos suponen dinero en un ochenta por ciento. Entenderá quizás lo bien que le vendría a nuestra competencia este tipo de errores. El doctor Dufour me acababa de asegurar de nuevo hace un rato que es digno de confianza.
– El avión me está esperando, tengo que irme a Boston. Deberíamos hablar de nuevo próximamente. Como muestra de agradecimiento, he pensado en el correspondiente donativo para su monasterio.
Folsom empujó el cheque sobre el pulido tablero del escritorio.
El sacerdote dio un respingo cuando leyó la cantidad. Se correspondía bastante a la suma que necesitaba para la restauración de la pequeña capilla.
Folsom se aproximó rodeando el escritorio.
– Lleguemos a un acuerdo para que la muerte de este joven no sea más que un desgraciado accidente en el camino hacia la gloriosa terapia genética.
El padre Jerónimo cogió el cheque y lo arrugó hasta formar un gurruño. Acto seguido, cuando se hubo acercado a Folsom, su brazo izquierdo apresó al hombre por la nuca. Este se agitaba mientras le sujetaba el sacerdote, quien con ayuda de su brazo derecho le metió el cheque en la boca.
Capítulo6
Toscana, noche del jueves al viernes
– Sin mis medicamentos ya no podré aguantar mucho. Necesito aún de mis fuerzas para el viaje. Ponti se hará cargo de todo.
Forster jadeaba fuerte, cuando se irguió. El sirviente se apresuró para atenderle, quería ayudar, pero Forster refunfuñaba malhumorado, siseando una maldición. Entonces parecía recordar de pronto sus propias palabras y permitió que le apoyaran, mientras se iba dando traspiés de la habitación.