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«Así es -pensaba Steiner-, nada es eterno. La más famosa de entre las ciudades de Oriente; completamente destruida, tanto, como apenas ningún otro lugar. Olvidados su dios y sus reyes: sus palacios se han convertido sencillamente en escombro».

A cada paso que daba, la arena del desierto remoloneaba debajo de sus zapatos. Levantó la cabeza y miró hacia Albert Krüger, quien divisaba el desierto pardo y gris en dirección este, donde apenas a cincuenta kilómetros de distancia, se encontraba la antigua ciudad de los reyes, Kish, a partir de la cual nació el reino y que también reclamaban los regentes de Babilonia.

Steiner creía ver por un momento, a través de los centelleos del calor del desierto, ejércitos de guerreros salvajes, fastuosos palacios abigarrados de oro y piedras preciosas, y la gran masa de caras grises que conformaban las personas anónimas que habían muerto bajo el yugo milenario del reino. Era un espejismo. Cerró por un instante los ojos, apartó la cabeza, y las imágenes se borraron con la misma rapidez con la que habían aparecido.

En el Oeste, donde merodeaban pequeños grupos de beduinos, y desde donde solían aparecer atravesando el desierto una y otra vez para atacar los enclaves de la excavación, el sol ardiente se iba derritiendo en la arena del desierto, y las primeras sombras violetas le proporcionaban una plasticidad cada vez mayor al paisaje de ruinas.

Se acercaba el momento. Karl Steiner avisó de ello a Krüger con un manotazo en el hombro. Se incorporaron y descendieron erguidos de la colina. Una vez en la explanada, se apresuraron en alcanzar el cinturón de palmeras datileras para marchar bajo su protección en dirección al Kasr.

– ¿Crees que vendrán? -murmuraba Albert Krüger. Era una cabeza menor que Karl Steiner; enjuto y nervudo, tenía los ojos claros y la mirada despierta, y era tan desconfiado como un chacal.

– Ya veremos.

El silencio se vio interrumpido de repente por un ruido procedente de la arboleda de dátiles.

– Psst -refunfuñaba Steiner. Una planta de bombeo de agua, tan antigua como la mismísima Babilonia, mantenida en funcionamiento por un toro, bombeaba el agua procedente del Éufrates a través de una manguera de cuero hacia los canales de irrigación que desembocaban en los campos situados a mayor altura. Sin riego, allí no crecería ni un solo fruto. La soga que se encontraba al final de la manguera de agua recorría dos troncos de palmera sobresalientes, en cuya punta había fijado un rodillo, causante de tal crepitante sonido.

– Hemos de tener cuidado. No la caguemos -espetó Krüger, moviéndose aún con mayor sigilo a través de la maleza.

Krüger se movía desde hacía años entre la zona fronteriza con Persia, recorriendo incluso los montes Zagros y el antiguo Imperio Elamita [1]. Como agente secreto de Su Majestad, el káiser Guillermo II, intentaba contrarrestar la influencia de los británicos, quienes cerraban acuerdos proteccionistas con cada uno de los jeques tribales de la región, aun cuando sus zonas de influencia formaban parte del propio Imperio Otomano.

Los británicos acababan de sufrir una severa derrota. Después de que en 1915 el Imperio Otomano hubiera entrado en la Primera Guerra Mundial y formando parte del bando de las Potencias del Eje, los británicos habían penetrado con un ejército expedicionario hasta Basra, intentando conquistar Bagdad desde allí. Pero Kut-al-Amara había capitulado el 29 de abril de 1916 tras largos meses de asedio. Y el general Townsend había caído prisionero junto con otros trece mil soldados, en su mayoría hindúes.

Karl Steiner estaba acuartelado en Bagdad y era oficial de comunicaciones para la embajada alemana en Estambul y las fuerzas militares otomanas, que hasta hacía unos pocos días todavía eran comandadas por el mariscal de campo prusiano Colmar Freiherr von der Goltz. Desde abril de 1915, el barón, que en 1909 casi se convierte en canciller del Reich, estaba al servicio del Imperio Otomano, comandando las fuerzas militares otomanas de Mesopotamia y Persia; y eso, después de haber influido de manera decisiva en la gran reforma militar otomana un cuarto de siglo atrás, convirtiéndose así en el extranjero más distinguido de todo el Imperio Otomano.

Pero Goltz-Pasha [2], como solían llamarlo, había muerto. Diez días antes de la gran victoria había perecido a consecuencia del tifus que contrajo durante la visita a los heridos en un hospital militar.

Steiner había llegado a Bagdad cinco años antes que Goltz-Pasha y desde entonces llevaba observando de cerca cualquier actividad sospechosa de los británicos. Los agentes de la Compañía de las Indias Occidentales se hallaban repartidos por todo el país, y eran muchos los arqueólogos que viajaban por Arabia y Persia, de los que más de uno se dedicaba, a su vez, al espionaje.

«No le quite el ojo a nuestras excavaciones en Babilonia -fue la consigna por parte de la embajada alemana-. ¡Al menos estos hallazgos sí serán enviados a Berlín!».

Desde hacía más de siete décadas, los cazatesoros se dedicaban a revolver la tierra y a enviar los hallazgos a los grandes museos del mundo. La arqueología, por cierto, no era ninguna ciencia, más bien un desenterramiento y pillaje sin control por parto do unos aventureros, que no ansiaban otra cosa quo no fueran riquezas y reconocimiento en su propia patria a través de sus tesoros.

Los hallazgos arqueológicos que se agolpaban en el Museo Británico o en el Louvre eran cada vez más numerosos. El Reich alemán no quería que sus museos fueran menos, y apoyaba sobre todo las excavaciones en Assur y Babilonia. Sin embargo, la guerra comenzaba a dificultar el envío de los tesoros excavados. Robert Koldewey y su expedición llevaban excavando en Babilonia desde hacía diecisiete años, sin descanso, tanto en verano como en invierno, y los hallazgos comenzaban a amontonarse en el almacén.

Había llegado el momento de desmontar el campamento. «A pesar de la derrota de los británicos en Kut-al-Amara», pensaba Steiner. Mesopotamia era una de las provincias más desatendidas de todo el Imperio Otomano, y tan solo era cuestión de tiempo que cambiara su sino. Egipto constituía prácticamente una provincia británica, y T. E. Lawrence [3] estaba realizando una gran labor en su propósito de amotinar a los jeques árabes. La política otomana escondía demasiadas sorpresas, y Bagdad se encontraba demasiado lejos de Estambul para defenderla de manera efectiva a largo plazo.

Albert Krüger y él habían desarrollado un plan que debía asegurarles su supervivencia. Querían desaparecer del mapa antes de que la bala que estuviera destinada para ellos abandonara el cañón de su fusil.

Ascendieron el Kasr por el noroeste y posaron sus pies sobre los restos de la amplia calzada que les llevaba a la Puerta de Istar [4].

Sin embargo, de la magnificencia del pasado ya no quedaba nada. Ni una sola columna en relieve como en Grecia; ni un solo resto de algún templo como en Egipto o Persia. Tan solo ladrillos de arcilla; cocidos, sin cocer, mezclados con caña, y en ocasiones, cubiertos por el asfalto.

En algunas zonas se podía observar todavía el revestimiento de ladrillos recubierto por el asfalto, el cual había servido como base para el monumental empedramiento por medio de la piedra labrada. Cada una de esas piedras llevaba en uno de sus laterales una inscripción que hacía referencia a su constructor, Nabucodonosor II, bajo cuya regencia, Babilonia se había convertido de nuevo, tras una fase de declive, en uno de los imperios más poderosos de su tiempo.

«Marduk, Señor, dona vida eterna», rezaba al final de cada piedra labrada.

Continuaron con la marcha; a su derecha se situaban los restos del palacio exterior y el fuerte norte. Después de ascender por una escombrera más reducida, se encontraban en las inmediaciones del lugar en el que se había excavado la Puerta de Istar.