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– ¿Qué quiere decir?

– Ya que es mortal la capa externa, al menos debían ser inmortales los logros de los regentes. Aunque la escritura se había desarrollado en un principio para el registro de datos económicos, los sacerdotes y los reyes vieron en ello pronto un medio para preservar los contenidos religiosos y sus propias hazañas. Sus gestas fueron eternizadas en las tablillas. Nuestros reyes de hoy, independientemente de su forma, hacen lo propio.

– ¿Las tablillas son entonces de Ur?

– No. Las más antiguas proceden de Kish, pero fueron encontradas y robadas en Babilonia.

Chris aguardaba, pues presentía que Forster estaba a punto de confesarle lo que atenazaba su alma.

– Soy nieto de un ladrón y un asesino -Forster examinaba a Chris, esperando una reacción de hastío-. ¿Le escandaliza?

– No -Chris le miró directamente a los ojos, meneando enérgico la cabeza-. Ya he pasado por bastantes cosas en la policía. Además no fue usted quien cometió el asesinato.

– Hace un momento quería irse.

– Aún no he tomado una decisión. Si hubiera cometido un asesinato, seguramente ya no estaría aquí. En estos momentos solo quiero saber qué es lo que le queda por contar. Tengo que admitir que comienza a interesarme.

El viejo asentía con la cabeza.

– Mi abuelo robó estas tablillas y las demás reliquias en Babilonia y asesinó por ello a tres personas. Y por eso, yo quiero realizar penitencia.

– ¿Por los asesinatos?

– ¡No! Por los robos.

Chris meneaba la cabeza.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Hace una eternidad. En 1916. Le robó las tablillas de arcilla a dos ladrones de tumbas, poniéndolos a buen recaudo junto con las demás reliquias robadas. Huyó con todo a España. Allí mató a su cómplice y se procuró a continuación una nueva identidad bajo el apellido de Forster. Después de eso acabó fugándose a Suiza. Desde allí comenzó a venderle los tesoros a marchantes de antigüedades de todo el mundo, amasando una fortuna y ampliando el comercio de arte. Sin embargo, estos tesoros no los vendió porque esconden un significado muy especial.

– ¿En qué medida?

Forster hizo como si no hubiera escuchado la pregunta.

– Se casó, nació mi padre, y él continuó con el comercio de arte hasta que yo me hice cargo de todo ello. Nuestro campo de especialización permaneció siendo los hallazgos arqueológicos procedentes de Oriente Próximo y Egipto.

– ¿Nuestro último viaje a Dubai ya formaba parte de su penitencia? -Chris rememoraba el comentario de Forster a la conclusión de aquel viaje acerca de que no había negociado un precio de venta, sino la forma de exposición de un objeto de arte.

– Visto de esa forma, sí.

Chris fijó su mirada en los ojos celestes del marchante, y se enojó por la condescendencia con la que le observaba alguien que irradiaba semejante superioridad y seguridad, tan solo posible cuando uno había luchado en todas las batallas habidas y por haber.

Frustrado, Chris pensó en todo aquello que le tocó aprender en la brigada de homicidios: no se podían adivinar los pensamientos a través de la mirada de una persona, y tampoco nadie llevaba la señal de asesino o del ladrón acuñada en la cara.

– No sé si aún quiero su encargo -delante quedaba todavía un túnel demasiado profundo y oscuro. Forster, a través de su confesión, proyectó sólo una poca luz en la entrada.

– No se ha enterado de nada, ¿eh? -siseó Forster iracundo-. No se olvide: quiero hacer penitencia. Seis tablillas proceden de tiempos de Nabucodonosor, las otras seis son del tercer milenio antes de Cristo -entre jadeos se irguió del sillón, apoyándose de nuevo en su muleta.

»Lo que pretendo decir es que estas seis tablillas de escritura cuneiforme son las más viejas que se han encontrado hasta la fecha. En ningún lugar del mundo existe algo parecido. ¿Entiende ahora por qué no quiero que venga la policía? Devolver todo donde debe estar; a eso es a lo que quiero que me ayude, no a perpetrar un crimen Karl Forster se aproximó con pasos decididos y entre jadeos a la otra vitrina-. ¿Usted no se negará a ayudarme a cumplir mi penitencia y devolver estos tesoros?

– ¿A Babilonia? ¿En Irak? -Chris meneaba la cabeza-. Eso es un suicidio.

– No -Karl Forster meneaba la cabeza-. Allí desaparecerían al cabo de unos pocos días. Usted ya sabe lo que pasó después de la Guerra del Golfo. El caos. El saqueo de los museos. No. Recuerda nuestra excursión a Dubai… En aquel entonces se trataba de una estatuilla procedente de las excavaciones de Assur. Valiosa, sí, pero en comparación con estos hallazgos carece relativamente de valor. Aunque ya hubo un acuerdo en firme bajo qué condiciones iba a realizar la devolución. Sin embargo, no cumplieron con su parte del trato.

Forster golpeó con cólera su muleta en el suelo.

– Los objetos no pueden volver donde fueron encontrados. Se perderían. Solo existe un lugar donde pueden estar seguros. Deben ir donde se guarda una parte de la herencia hallada de Babilonia.

Forster continuó, esta vez con pasos indecisos, y se paró delante de la siguiente vitrina. Ahí descansaban tres huesos en una cama de arena.

– ¿Y? ¿Su decisión?

Chris observó los huesos. Sus tamaños no eran demasiado grandes. Dos de ellos quizás medirían unos diez centímetros, el otro algo más. Se trataba más bien de restos de hueso, diferentes trozos con sus extremos astillados.

Chris se acordó de inmediato de sus tiempos en la policía. La búsqueda de huellas equivalía casi siempre a un rompecabezas. Los huesos constituían siempre un apartado especial. Los forenses maldecían siempre cuando debían redactar algún informe basándose en los huesos. Sobre todo en aquellos casos en los que ya no era posible encontrar partes blandas que permitieran realizar algún análisis paralelo.

A primera vista, casi nunca era posible comprobar si se trataba de huesos de origen animal o humano. Otra misión casi imposible era la de constatar el tiempo que llevaban permaneciendo los huesos en el lugar de su hallazgo. ¿Un mes, un año, tres siglos? ¿Los ha soterrado alguien, o quizás los habrá desenterrado de nuevo un animal, trasladándolos después a otro lugar?

– ¡Su decisión!

Los huesos de la vitrina parecían estar decolorados, su color oscilaba entre pardo y gris, en lugar del blanco calcáreo. Chris despertó irritado de entre sus pensamientos. «Era increíble -pensó- las asociaciones de ideas que le invadían a uno en ocasiones».

– De acuerdo. Participo -dijo Chris finalmente, pensando en su cuenta corriente. No podía ser de otra forma. Necesitaba el dinero del encargo.

– Además, yo ya he pagado -Forster resoplaba aliviado.

– Sabía que no me había confundido con usted.

– ¿Los huesos también? -preguntó Chris de repente, sin saber qué fue lo que le motivó pronunciar esta pregunta.

– Esos también. -La voz del marchante parecía de pronto sonar áspera y en tensión.

– ¿Y qué historia esconden?

Karl Forster, al principio, permaneció en silencio. Cuando contestó, su voz sonaba temblorosa y empañada.

– Los huesos son de una especie homínida que ya no existe en la actualidad.

Capítulo8

El Vaticano, noche del viernes

El papa Benedicto estaba sentado al escritorio de su despacho privado ubicado en la tercera planta del Palacio Apostólico. Deslizó de su mano la hoja de papel con el texto que le había exigido tanto esfuerzo, cuando llamaron a la puerta.

No hacía falta que mirara el reloj para saber la hora. Él mismo había ordenado la cita.

Georg Reiche, su secretario personal, entró con ambos invitados en la habitación, cogió un montón de carpetas, y cerró la puerta al salir. El papa Benedicto suspiró. Muchos asuntos quedaron sin atender durante los últimos meses de mandato de su antecesor. Pero en lugar de arrimar el hombro, los medios y la curia se empecinaron en discutir sobre la buena apariencia de su secretario, quien además, al margen de los problemas teológicos, podía ser un agradable conversador.