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Los chismorreos y habladurías constituían al parecer capacidades humanas imposibles de ser evitadas y que no se detenían ante nada. Cambiaban con tan poca frecuencia como lo hacían las reglas y ritos del propio Vaticano.

Ambos invitados se acercaron y sentaron delante del escritorio en sendas sillas acolchadas.

El cardenal Albino Sacchi vestía una sotana negra confeccionada a medida con ribetes rojo-púrpuras y una faja del mismo color. Su fuerte figura parecía incluso más delgada. En la cabeza portaba un solideo púrpura. Monseñor Tizzani iba ataviado con un sencillo traje de viaje negro y una estola blanca.

– ¿Y bien? -la mirada del papa Benedicto se posó en el cardenal. Ambos se conocían bien. Antes de su elección como papa, él mismo había dirigido la curia durante una pequeña eternidad en calidad de prefecto, y el cardenal Sacchi había sido su representante.

Habían convertido el Santo Oficio, como organización posterior a la inquisición, en el órgano principal y decisivo de la curia. Vigilaban la enseñanza católica y la defendían contra todos sus enemigos. No se decidía ni una sola cuestión de fe sin consultar al Santo Oficio.

Asimismo consiguieron exportar al mundo exterior su significado. El Vaticano, como forma de Estado, era representado formalmente después del Papa por su Secretariado de Estado, en cuya cabeza se situaba el Cardenal Secretario del mismo. Su importancia como segundo hombre del Vaticano se justificaba hacia afuera con el hecho de que presidía como decano electo el gremio más exclusivo de la curia romana: el Colegio Cardenalicio.

Sin embargo, durante la última elección para decano del Colegio Cardenalicio, la pequeña multitud de obispos cardenales había designado como tal al Prefecto del Santo Oficio y actualmente papa, pero no al Cardenal Secretario de Estado. De esta forma, se había trastocado de forma fáctica la jerarquía del Vaticano.

– Ser su sucesor en la curia, aunque sea solo de forma temporal, es una tarea muy exigente -respondía el cardenal Sacchi.

El papa sonreía divertido. De nuevo las convenciones de cara a la galería hasta que se hubieran aclarado los puestos de poder; hacía tiempo que Benedicto había tomado la decisión de nombrar a su antiguo representante en la curia como nuevo Cardenal Secretario de Estado. No difería mucho a la elección de un nuevo emperador: el círculo más cercano solo podía estar compuesto por personas de confianza. De esta forma, la jerarquía se modificaría de nuevo.

– ¿Ya se tomó una decisión con respecto a la sucesión definitiva? Suenan tantos nombres.

– Pronto, pronto, querido Sacchi. El Santo Oficio constituye un puesto demasiado importante como para tomarse a la ligera la sucesión. Tenga paciencia. Soy consciente de la pesada carga de esta tarea -dijo Benedicto con una leve sonrisa-. Para mí, mis nuevas tareas también constituyen un gran reto. En estos momentos estoy trabajando en mi primera Encíclica. Seguramente la titule Deus caritas est. ¿Qué opina?

– ¡«Dios es amor»! Un vasto y fructífero campo -manifestó el cardenal Sacchi.

– Sí. Y también difícil. Pero dejémoslo. Hemos de hablar de otros asuntos -el pontífice miró hacia monseñor Tizzani, quien seguía callado y paciente la conversación-. ¿Cómo se lo ha tomado?

Tizzani ladeó la cabeza. Desde su conversación con Henry Marvin había reflexionado una y otra vez sobre su reacción.

– Furioso, pero comedido. También consternado y herido -Tizzani bajó la mirada en dirección a sus manos-. Tampoco podía esperar otra cosa, ¿no?

– ¿Qué hará?

– Eso no lo dijo. Habló de pruebas.

– Es un dogmático.

Tizzani elevó la vista. Le sorprendió escuchar estas palabras de boca del pontífice cuya figura en calidad de Prefecto de la curia, y conocida como «el Dogmático», había sido admirada y odiada al mismo tiempo.

– … Y peligroso -añadió el cardenal Sacchi-. No debemos perderle de vista a él ni a su congregación.

– ¿Qué opina del documento que nos entregó? ¿Ve en él una amenaza para la Santa Iglesia?

El papa escudriñó curioso al cardenal. Hasta su elección como Sumo pontífice, Benedicto no le había mostrado a nadie el documento, después de que Henry Marvin hubiera acudido a él hacía casi medio año. Que el cardenal Sacchi conociera ahora su contenido era mera consecuencia de las circunstancias.

«Sin embargo, Sacchi, ni por asomo lo sabe todo», pensó el papa. Sólo él y un antiguo confidente, que le había abandonado, sabían toda la verdad. Y así seguiría siendo. Dios le había designado solo a él para esta tarea.

* * *

– Se trata de mucho más que de un fragmento de mosaico entre los muchos otros que han salido a la luz durante los últimos cien años. El tema levantará sin duda alguna bastante controversia: afecta a un tema central. Opino que no debe salir nunca a la luz pública.

El pontífice mecía la cabeza.

– Pero el precio…

– Sé a lo que se refiere. Marvin es un descarado… fundamentalista. Y también controla la congregación. La semana próxima ocupará oficialmente la sucesión. Eso es seguro. Pero, ¿qué nos tendremos que perdonar si reconocemos a la congregación de los Pretorianos como orden o como prelatura personal? Ambos son instituciones legales de la Iglesia que nos pueden ayudar a controlar mejor sus actividades para la aprobación de nuevas reglas -Sacchi juntaba caviloso la yema de los dedos-. Son nada más que conjeturas. Su Santidad habrá tomado otra decisión.

«Sí -pensó el papa Benedicto-, porque se más que todos vosotros y voy a erradicar el verdadero peligro».

Por un momento le invadió la responsabilidad como una marea que lo inunda todo. Sin embargo, el pensamiento de sentirse preparado y no necesitar a este Marvin le daba fuerzas. Su ataque de ansiedad desapareció con la misma rapidez con la que le había embargado.

– Simplemente mantengo todas las posibilidades abiertas. Diplomacia, querido Sacchi; además, se trata solo de un fragmento, una parte de una copia. No se sabe cuánto le falta -Benedicto meneaba la cabeza-. En el caso de que nuestros críticos reciban en sus manos otro hipotético fragmento, donde partes de las Sagradas Escrituras se basen en escrituras más antiguas, ni nuestro credo ni las Sagradas Escrituras ni los estamentos de nuestra Santa Madre Iglesia se verán afectados.

– Hasta ahora no hubo ninguna prueba unívoca…

Tizzani podía sentir la tensión que se iba acumulando entre los dos hombres. Sacchi hizo caso omiso de la advertencia que le hacía a cada invitado del papa, la cual consistía en no comenzar una disputa con el Representante en la Tierra: solo cabía la derrota.

– Simplemente se constata lo que la exégesis científica ya ha descubierto de todas formas. ¿A quién le puede interesar realmente? ¿A nuestros creyentes? ¿A nuestro credo? Dios no se deja impresionar por científicos o sus análisis.

Tizzani respiró hondo cuando percibió el tono enérgico en la voz del pontífice.

– Creo que Marvin intenta apostar fuerte con el fin de conseguir su verdadero propósito -continuó el papa-, pues el estatus como orden o incluso prelatura personal realzaría a la congregación de manera extraordinaria. Sería, junto con el Opus Dei, la segunda organización laica que obtuviera este mismo privilegio. Con su presunto hallazgo quiere procurarse un privilegio. ¡Qué pretencioso!

– Esa es otra posibilidad -la voz débil del cardenal Sacchi delataba su transigencia.

– ¿Ya han estado con usted los consejeros? -preguntó el papa de nuevo con amabilidad al cardenal.

– Sí, Su Santidad. Tanto los partidarios como sus detractores. Los detractores fueron más bien cautelosos e inseguros, en cambio los partidarios acudieron agresivos y sin rodeos.