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El papa se mordía los labios.

«Ya habían llegado tan lejos».

«Estaban poniendo en peligro su misión».

Capítulo 9

Ginebra, domingo

Chris paseaba lánguidamente por la avenida Quai du Mont Blanc a la vez que miraba hacia la clara fachada del hotel de lujo situado al otro lado de la calle, donde Forster le había acomodado. Una vez más, el Conde logró sorprenderle.

– Disfrútelo -le había dicho lacónicamente Forster durante su despedida el sábado por la tarde cuando llegaron a Ginebra-. Corre todo de mi cuenta; por esta vez.

Forster le había reservado en el hotel la suite Junior Suite Lake View, que era tan grande como un pequeño apartamento y desde la cual podía ver el lago.

Forster y Ponti prosiguieron su camino en taxi hacia la villa del marchante de arte. Se encontraba en el barrio periférico de Ginebra, Collonge-Bellerive, en la ribera suroriental del lago, a unos diez kilómetros a las afueras del centro de la ciudad, formando parte a su vez de la sucesión de edificaciones majestuosas de los súper-ricos.

Chris consultó su reloj de pulsera. Se aproximaba el momento de salir de viaje. Forster y Ponti llegarían en pocos minutos. Volvió caminando al hotel y permaneció de pie reflexivo en el atrio, el cual brindaba una imponente vista a través de sus claros suelos de mármol, sus frescos y su pequeña fuente. Chris se reía entre dientes, cuando recordó la anécdota de la chica de recepción en la que el comediante de películas mudas norteamericano Harold Lloyd no había utilizado las escaleras o el ascensor para acceder a su habitación, sino las columnas del atrio.

En el grupo se encontraba sentado un hombre con tez aceitunada y pelo de punta. El hombre ojeaba un periódico y respondía de forma inexpresiva a las miradas examinantes de Chris. Chris pasó por delante de él y subió a su suite en el ascensor. Una vez allí, se ciñó al hombro el bolso de viaje que tan solo contenía ropa sucia. La noche anterior había comprado ropa nueva a través del hotel, incluyéndola en la cuenta. Forster seguramente podría resistir incluso eso. Melancólico, echó un último vistazo a la suite, inhaló el olor del lujo hasta llegar a su interior y tomó a continuación el ascensor para bajar al garaje. Allí abrió el maletero del Mercedes de la clase S, que había sido estacionado la noche anterior por los hombres de Forster con el argumento de que el coche de la clase E le resultaba demasiado incómodo al marchante.

Introdujo su bolso y esperó. Por fin se aproximaba el profundo ronroneo de un potente motor. Un Jaguar se le acercaba por el pasillo central y se detuvo pocos metros delante de él para, finalmente, dar marcha atrás hacia una de las plazas de aparcamiento. El motor se paró y se abrió la puerta del conductor.

Antonio Ponti se bajó del coche y caminó sin saludar y con rostro petrificado hacia la puerta del acompañante para luego abrirla. Forster se arrastró tortuosa y lentamente para salir del coche.

El marchante se apoyaba con fatiga en su bastón para aproximarse hacia Chris con paso inseguro detrás de Ponti. La mano derecha de Forster se ocultaba como un puño en el bolsillo de la chaqueta, y Chris pudo observar que a lo que se aferraba era un arma. Algo no marchaba bien.

– ¿Listo?

Chris solo asintió con la cabeza.

– Entonces vamos -Forster giraba la cabeza como si estuviera buscando a alguien.

Chris escuchó de pronto unos pasos y se volvió. Procedente del hotel se les acercaba el hombre de la piel aceitunada y el pelo de punta.

– Rizzi, ¡date prisa! -ordenó Forster.

– Ahora lo entiendo -dijo Chris-. Es uno de los vuestros. Le había visto en el atrio.

Ponti hizo una señal a Rizzi, quien se encaminaba hacia el Jaguar para volver más tarde con dos bolsos repletos de provisiones y algunos termos.

– Uno de mi equipo -gruñó Ponti.

– Rizzi, ¡apresúrese! -refunfuñaba Forster que observaba receloso cómo Rizzi se aproximaba de nuevo al Jaguar y acercó el bolso con las antigüedades.

Chris recordó la ligereza del bolso cuando la había colocado en el coche en Toscana. El cofrecillo mismo, según pudo comprobar durante la carga del coche, estaba hecho de la madera más exquisita, extremadamente ligera, y contenía cuatro bandejas forradas en tela.

Para cada una de las riquezas, se había previsto un cuenco individual colocado de tal modo en las bandejas que las doce tablillas, los huesos, los cilindros de impresión, los relieves y el clavo fundacional ocuparan el menor espacio posible. Acto seguido, Rizzi se dirigió otra vez más al Jaguar y retornó con una fina carpeta de piel que colocó en el asiento trasero del Mercedes.

– ¡Que lo pases bien, cabrón! -gruñó Ponti entre dientes.

– ¡Eh! ¿Qué pasa? -protestó Chris enfadado.

– Yo no voy -dijo Ponti con semblante sombrío-. Ahora se por qué estás aquí. Un pequeño cambio de planes ideado por el propio jefe. Yo voy en el otro transporte. Rizzi os acompaña.

– ¿Dos transportes? -preguntó Chris sorprendido.

– Pregúntaselo a Forster -espetó Ponti con voz iracunda-. No se fía de nadie. Se pasó prácticamente toda la noche vigilando él solo sus tesoros. Y con un arma en la mano.

– Como también ahora -murmuró Chris, quien creyó detectar un matiz resignado en la voz de Ponti.

Forster blasfemaba sin cesar mientras agonizaba para introducirse en el asiento de atrás. Ponti no se movía, solo clavó furioso su mirada en la dirección de su jefe.

Chris pensó si comentarle a Ponti acerca de su vaga sospecha, pero cambió de parecer. Sin embargo, eran de vital importancia el «aquí» y el «ahora», y había llegado la hora de partir.

Chris se subió al coche. Ponti permaneció erguido y esperó hasta que Chris abandonara el aparcamiento para, finalmente, dirigirse a la puerta de entrada al hotel.

– Ya está -desde el asiento de atrás, Forster perseguía en todo momento a Ponti con su mirada mientras gruñía satisfecho.

* * *

Alemania del Este,

noche del domingo al lunes

– ¿Dónde estamos?

Karl Forster tosía y resollaba mientras trasladaba su cuerpo a otra posición, apoyándose con sus manos en el reposacabezas del asiento delantero.

– Ya estamos en Turingia -dijo Chris con la boca seca. Fueron las primeras palabras que se pronunciaban desde hacía mucho rato. Forster había echado una cabezada; su ronquido ruidoso y jadeante había provocado que Chris maldijera repetidas veces a media voz. Rizzi, en el asiento de al lado, mantenía todavía los ojos cerrados.

La noche estaba despejada y las oscuras coronas de los árboles, a izquierda y derecha de la autovía, se erguían tétricas entre el cielo nocturno comparativamente más claro. En el carril derecho tronaban varios camiones, manteniéndose cada uno cerca detrás del otro a través de la noche, una vez concluida la prohibición de tránsito del domingo.

– Pronto llegaremos a Berlín -comentó Forster visiblemente satisfecho-. Deberíamos desayunar copiosamente antes de emprender el último tramo del viaje. ¿Conoce una buena cafetería para desayunar en Berlín?

– Estoy seguro de que encontraremos algo en condiciones -ratificaba Chris.

Durante un rato imperó el silencio. El sigilo del interior del vehículo se veía únicamente interrumpido por el burbujeo y gorgoteo que producía el cierre del termo, cuando Forster se echaba café.

Unos pocos minutos más tarde sonó el teléfono móvil de Forster. Comenzó a gruñir y a contestar al teléfono de mala gana sin dar su nombre. Carlo Rizzi, que se encontraba al lado de Chris, abrió de golpe los ojos.

Forster se incorporó alarmado. Chris corrigió el retrovisor con su mano derecha y pudo observar los ojos desorbitados del marchante, quien de pronto se dispuso a realizar con cierto gangueo preguntas escuetas y rápidas en francés sin apenas esperar a la correspondiente respuesta antes de preguntar de nuevo.