Выбрать главу

– ¿Cerramos el trato?

Forster respiraba con dificultad. Uno de los primeros disparos le había perforado el estómago. Rechazaba cualquier atención a su herida.

– No.

– ¿Por qué no?

– Pues por esto.

– Se trata de un acuerdo honesto.

Chris soltó una carcajada amarga. «Este hombre continúa mintiendo incluso durante los últimos minutos de su vida».

– Un acuerdo honesto. Como el que acabamos de tener. Más bien se trata de un comando suicida.

– Usted se encarga de trasladar mis tesoros al museo de Berlín, se los entrega a la persona que le voy a nombrar, y cobra una cantidad de dinero que hará que no tenga que trabajar de nuevo en toda su vida o que disponga de la oportunidad de ampliar su negocio en condiciones.

– Si voy a Berlín me detienen, eso si llego.

– No piensa de forma racional.

– Pero usted…

Forster tosió de nuevo, escupía sangre.

– Yo ya no lo consigo hasta Berlín. Todo lo contrario, me ahorro tener que tomarme la copa de cicuta que debía llevarme al otro barrio. Si le soy sincero, le tenía miedo a ese momento. Sin embargo, parece que aquí se va a acabar todo.

Chris giró la cabeza y se estremeció de dolor. El nivel de adrenalina estaba en descenso y sus terminaciones nerviosas le avisaban de ello con señales de tortura.

– Sus deseos de morir son impresionantes.

– Es mi última voluntad. Usted traslada mis obras de arte a Berlín. Para eso cobrará lo que se le entregue. No sea demasiado codicioso, pues se le recompensará sin objeción alguna. En cualquier caso, será más rentable para ellos con respecto a lo que había negociado.

Chris se dedicó simplemente a esperar; después de un rato, el marchante de arte suspiró furioso.

– Se negociaron diez millones de euros como donación para la Unesco y el Unicef como ayuda al desarrollo en el Irak. Eso no se haría ahora. En cualquier caso, estas organizaciones de ayuda recibirán el resto de toda mi fortuna. Todo está en regla. ¿Qué le vemos hacer? Lo importante es que los objetos sean expuestos. ¡Ese es mi deseo!

– Está loco.

– En Berlín sí que están locos por ellos. Créame -Forster se reía entre dientes-. Otros lo estarían también. Estas antigüedades no existen de esta misma forma en ningún otro lugar. Cuídese de no ser demasiado codicioso, no pida demasiado.

– ¿Y si no aceptan el trato?

– Entonces tendrá el derecho de vendérselo todo al museo que más le ofrezca. Al Louvre, o por mí incluso al Museo Británico. O a alguno en España o Italia.

Chris escudriñó a Forster con expectación.

– Solo le pongo una condición: bajo ningún concepto se los venda a marchantes de arte, cazadores de souvenirs o coleccionistas privados. Pero sí puede utilizarlo como amenaza -Forster retorcía los ojos y jadeaba por el esfuerzo empleado-. Quiero que los artefactos acaben en un museo accesible a todo el mundo. Deben ser expuestos para que se admire su belleza.

– Aún no lo entiendo…

– Tampoco hace falta. Es en Berlín donde se preservan los hallazgos procedentes de las excavaciones en Babilonia. Por eso deben ir allí: a la Puerta de Istar.

– No hay nada que le asegure que vaya a hacer lo que me está pidiendo.

– Se equivoca. Le conozco. Rizzi quizás hubiera actuado del modo que acaba de insinuar. ¡Usted no! ¿Por qué cree que le he contratado y examinado una y otra vez? He estado planificando esto desde hace mucho tiempo. Para este momento. Incluso cuando deseaba que nunca llegara -Forster tosía por el esfuerzo-. Además, usted es mi única oportunidad.

– Cierto -Chris se levantó y clavó desde arriba su mirada en el marchante-. Pare ya con sus adulaciones. Esto no hay quien lo borre.

– ¡Solo debe desaparecer! -Forster elevó su mirada fija hacia Chris-. ¡No hay ninguna prueba que le implique! ¡Y Ponti guardará silencio! Él es mi guardaespaldas. Usted me ha traído hasta Ginebra. Destruiremos sus huellas. Usted no ha estado nunca aquí. Dos transportes como señuelo, mientras usted lleva las antigüedades solo y de incógnito hasta Berlín. Solo tiene que salir pitando antes de que aparezca alguien.

Chris meneaba la cabeza.

– Estos tipos que han hecho esto, también me vendrán a…

– ¿Por qué? ¿Quién sabe de usted? Incluso aunque me hubieran espiado… en Ginebra, usted estaba en el hotel, y no conmigo en la villa. Hice intercambiar el coche. Nadie le ha visto. ¿Quién ha de conocerlo?

– ¿Quiénes son? Con una infraestructura así… dos asaltos…

Forster torció la boca.

– La competencia. ¡Cerdos! He estado negociando durante meses con el Louvre y el museo de Berlín. Algo habría salido seguramente a la luz, si no, no hubieran estado hoy aquí.

– Usted ha estado planeando esto desde el principio… cada uno de los pasos, incluso había contado con esto.

– ¡No lo había descartado! ¿Y?

Chris calló, pensativo.

– Nunca podré vender las antigüedades.

– Tonterías. Usted debería saberlo mejor por su vida anterior. Si los museos le compran a cazatesoros y a ladrones, ¿por qué no han de comprárselas a usted? -Forster estiró cínico las comisuras de la boca hacia abajo-. Aquí tiene el número de teléfono.

»Profesor Söllner… usted mismo comprobará que la codicia se convertirá en su mejor aliado. Además, hoy por hoy, esto todo me pertenece a mí. Robado, sí, pero es todo mío. Incluso según las leyes internacionales. Nadie le puede… usted está cumpliendo la última y más profunda voluntad de un moribundo.

Forster tosía de nuevo. Tuvo que transcurrir una pequeña eternidad hasta que le rogara a Chris que sacara del coche la carpeta de cuero. Chris tuvo que abrir el cierre para que Forster pudiera liberar con manos temblorosas varias hojas de la carpeta.

– Lea.

Chris se quedó mirando fijamente las hojas, se puso a continuación en cuclillas para poder leerlas a la luz del habitáculo. Se trataba de un contrato de compraventa.

Forster removía extenuado en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó muy lentamente un bolígrafo. Cogió el contrato y en la casilla superior sin rellenar anotó el nombre de Chris. A continuación rellenó en otra casilla libre el precio de compra. Forster rellenó la primera página, después la segunda y firmó el contrato.

– ¡Aquí! -el marchante de arte sostenía el contrato delante de Chris-. Si firma, todo será suyo. En un principio iba a ir ahí el nombre del museo, pero ahora va el suyo. La copia del contrato es para usted para que rellene su nombre como vendedor y el del comprador; quienquiera que sea. La casilla del precio de compra la dejo libre. ¡De ella se encargará usted!

– Esto no funcionará nunca.

– ¿Por qué no? La sucesión contractual es inequívoca. Mi firma puede confirmarse en cualquier momento. Mis abogados, Ponti, mis empleados, mi banco. Cualquier persona. En un cerrar y abrir de ojos, todas sus preocupaciones habrán desaparecido.

Chris pensó en los problemas de la empresa, la falta de encargos, sus sueños incumplidos.

– Tengo que pensar. Si esto lo…

– Recuerde: tiene que darse prisa. Nunca ha estado aquí.

Chris soltaba juramentos y comenzó a andar.

Los cadáveres de los motoristas se encontraban a unos pocos pasos de la Yamaha. El tirador aún sostenía convulso su arma. Chris le despojó de ella y registró al hombre en busca de munición. Poco después les quitó su casco a ambos cadáveres.

A continuación levantó la máquina, la arrancó tras varios intentos fallidos y rodó hasta el Mercedes.

– ¿Se lo ha pensado? -Forster jadeaba-. Se me está agotando el tiempo. Necesito conocer su decisión. Únicamente a través de su promesa podré soportar el infierno.

Chris continuaba vacilando. Si conseguía lo que le pedía Forster, se libraría de todos sus males. Y si no, estaría igual que ahora.