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El lugar se asemejaba a un paisaje repleto de cráteres. Las excavaciones llegaron a alcanzar más de veinte metros de profundidad. Sin embargo, de la Puerta no había ni rastro porque todos los ladrillos habían sido numerados y transportados al almacén. A su derecha permanecían expuestos los restos del palacio real, delimitado mediante el muro interior de la ciudad situado en la parte norte.

Babilonia, en sus tiempos de máximo esplendor, era una ciudadela con dos recintos amurallados. El grosor de la muralla exterior era de casi ocho metros, y a una distancia de doce metros, otro muro interior, con una anchura de casi seis metros, ofrecía protección adicional. Cada cuarenta y cuatro metros había a ambos lados una torre, fortaleciendo de este modo aún más la muralla de la ciudad. Sus fortificaciones, con más de diez metros de altura, eran consideradas en la Antigüedad prácticamente inexpugnables. Dos carros de guerra, uno al lado del otro, hubieran podido rodar sobre su cresta.

A pesar de ello, Babilonia fue destruida; traicionada por los sacerdotes del templo del dios Marduk, quienes le abrieron las puertas al ejército persa.

– Ya vienen.

Albert Krüger los vio primero.

Eran como sombras en el crepúsculo.

Steiner viró la vista en la dirección que le estaba indicando Krüger. Al principio no era capaz de distinguir nada concreto entre las colinas de escombros, las cuales el mismo Koldewey, de profesión arquitecto, había amontonado personalmente junto con sus doscientos cincuenta trabajadores, día tras día, durante el transcurso de aquel verano tan abrasador e inhumano. Caña y arcilla. Desde el albor de los tiempos no se disponía de otra cosa para construir. No había piedras ni metales, apenas algo de madera.

Las estrechas vías del tren se retorcían como negras serpientes detrás de la montaña de desescombro o desaparecían en las hondonadas de las excavaciones. De repente, una silueta se escabullía desde una vagoneta hacia la siguiente escombrera.

Steiner le propinó un empujón a la espalda de Krüger y descendió desde su posición más elevada hacia las explanadas de excavación. Se puso de pie en medio de la planicie, mientras Krüger esperaba en la base de la colina.

El crepúsculo estaba a punto de oscurecer completamente el recinto de excavación. En pocos minutos sería de noche.

De pronto, dos figuras se separaron de las sombras de las escombreras y se aproximaron a Steiner. Vestían ropa de trabajo sencilla y oscura. Uno de ellos llevaba un pantalón con una vestimenta superior alargada; el otro, lucía un caftán. Ambos cubrían su cabello con un sencillo gorro redondo.

– Masa' an-chair -murmuró Steiner, cuando el árabe se hubo colocado de pie delante de él-. Me alegro de verte, Abdulá.

– Masa' an-nûr -respondió el compañero apostrofado de Abdulá, y su mirada se posó en Krüger, quien se acercaba lentamente.

Los dos árabes portaban un fusil. Se trataba de fusiles M87 del ejército turco, con un calibre de 9,5 mm. de la empresa alemana Mauser y con depósito tubular [5].

A Steiner le llamó la atención este detalle, pues no era común ver a los árabes con un arma tan moderna. Solían manejar normalmente fusiles de avancarga [6]. En cualquier caso, a estas alturas este detalle carecía para él de cualquier importancia.

– ¿Cazando beduinos? -preguntó Steiner a Abdulá, saltándose de esta forma la pertinente ceremonia de salutación, la cual consistía en preguntarle al interlocutor por su salud.

– Uno nunca puede confiar en estar a salvo.

– ¿No será que me temes a mí?

– Abdulá no le teme a nadie; pero eso ya lo sabes.

– ¿Qué hay de los demás?

– O están en el pueblo, o siguen trabajando más al sur, en el recinto del templo, al que vosotros llamáis «Torre de Babel». Pero el agua subterránea no les está dando más que problemas.

Steiner asentía con la cabeza. Koldewey había soltado juramentos en más de una ocasión al comprobar que solo podía acceder a las ruinas neobabilónicas pertenecientes a la época de Nabucodonosor II, y no a las capas más vetustas de la ciudad de tiempos de Hammurabi, debido a que el agua subterránea se encontraba a un nivel demasiado elevado en esta región.

– ¿Y qué pasa con los rezos? -preguntaba Steiner.

– Alá es misericordioso. Ya nos pondremos al día.

– Me hablaste de un tesoro.

– Y tú de una libra inglesa en oro.

Steiner conocía a Abdulá desde hacía años. El árabe era el capataz de un grupo de excavación. Su cometido consistía en ablandar la tierra, en tener los ojos bien abiertos para buscar y encontrar, mientras que otras tres personas de su equipo rellenaban los cestos de carga con los escombros, los cuales eran transportados a continuación por otros dieciséis portadores.

A Abdulá no le bastaba la paga diaria de cinco piastras como capataz. Por dinero suministraba, al margen de cualquier información acerca de las excavaciones, todo aquello de lo que se enteraba de sus parientes, en el pueblo, y en los alrededores con respecto a las actividades de los ingleses.

Steiner dependía de personas como Abdulá. Él, con su envergadura y su piel extremadamente clara, era fácilmente identificado como extranjero. Por otro lado, no se le daba bien el árabe. Él nunca hubiera podido mezclarse entre los nativos, como hacía Krüger.

– Enséñamela -los ojos de Abdulá se iluminaban por la excitación.

Steiner sacó un pañuelo blanco de la pequeña talega negra de cuero que colgaba de su cinto y dejó que la moneda de oro se deslizara sobre la palma abierta de la mano de Abdulá.

– En cualquier caso es mejor que el dinero otomano.

– ¿Cuánto me vas a dar? -preguntó Abdulá mientras apretaba la moneda en su mano.

– Eso va a depender de…

Abdulá meneaba la cabeza con signos de confabulación.

– ¡Tengo algo especial!

Encendieron antorchas.

Abdulá y su discreto compañero Kamal les guiaron por delante de enormes murallas de ladrillo. Acto seguido cruzaron los restos de los poderosos muros del interior de la ciudad y descendieron hacia el barullo que constituía la excavación de la fortaleza principal.

Las llamas de las antorchas proyectaban siluetas fantasmagóricas en las paredes de ladrillo al mismo tiempo que atraían a los insectos por enjambres. Steiner blasfemaba mientras dominaba su continuo impulso por apartar los demonios con sus manos.

– ¿Adónde nos estás llevando? -preguntó con recelo cuando perdió la orientación en el laberinto de muros y estrechos pasadizos.

– Nabucodonosor escondió su botín, pero en ocasiones también lo exhibía -aleccionaba Abdulá entre risas-. En miles de años, no han cambiado tantas cosas. Los amos del mundo eran, y son, todos iguales. A los babilonios solo se les permitía admirar durante las campañas militares los tesoros saqueados que estaban destinados a sus ojos. Pero lo que te voy a enseñar ahora, todavía no lo ha visto nadie. Ya falta poco para que lleguemos.

Abdulá se reía a carcajadas, mientras Kamal permanecía complaciente.

Steiner se percató de pronto de adonde les estaba guiando Abdulá. Iban de camino hacia los mausoleos. Los únicos que había encontrado Koldewey durante las excavaciones.

– Pero si los mausoleos estaban vacíos -interfería mientras agarraba el brazo de Abdulá-. ¿Para qué vamos a ir?

Abdulá separó su brazo de una sacudida y se desvió de repente detrás de una esquina del muro para detenerse delante de una elevada pared de ladrillo. A continuación, apuntaba su antorcha hacia abajo para examinar el suelo. Después, comenzó a cavar en la arena con su pie derecho y a darle varias patadas.