– ¿Una prueba de carbono 14, decías?
– Sí, a través de ella se puede averiguar la edad de cualquier objeto. La escuela de policía no fue del todo en balde.
– Espera… una cosa detrás de la otra.
Él guardó silencio para permitir que ella buscara por Internet.
– En Kiel -dijo Ina después de un rato tras navegar entre juramentos a través de la red-. Universidad Christian-Albrecht de Leibniz, laboratorio para el estudio de la edad y la investigación de isótopos. Allí podrías conseguir una prueba para los huesos.
– ¿Es así de sencillo?
– Así dice. Se puede investigar cualquier objeto. Cuesta en torno a los ochocientos euros con todo el papeleo.
Por cierto, ¿de qué huesos se trata? Hace un rato no fuiste precisamente muy locuaz. ¿Qué es lo que está pasando?
– Más tarde. ¿Y la universidad quiere dinero?
– Sí. Hoy en día ya no hay nada gratis -volvió a reírse-. Incluso ofrecen un análisis acelerado… e incluso puedes elegir con qué exactitud deseas que se realice la prueba. Una desviación de entre ochenta o cuarenta años. A mayor precisión, más caro sale.
– ¿Qué más? ¿Con qué rapidez trabajan?
– No podrías esperar. Dentro de cuatro o cinco semanas.
– ¿Y eso es rápido?
Durante un momento se instaló el silencio entre los dos.
– Por otro lado, aquí pone que no validan los resultados una vez transcurridos los tres meses.
Chris comenzó a cavilar.
– Sin embargo, existe una alternativa -dijo finalmente.
Dresde, lunes
El viaje a Dresde duró casi dos horas y media. Chris tomó la salida de la autovía en Wilder Mann y se detuvo de camino al centro de la ciudad en una pequeña tienda de ropa y artículos baratos. Allí se compró ropa interior nueva, varias camisetas y dos vaqueros. Desde allí, viajó a la gasolinera más próxima, haciéndose con un callejero de la ciudad, un trapo y un spray quitagrasas. En el retrete, más o menos limpio, se cambió de ropa.
La ropa vieja la desechó en un contenedor para ropa usada, y a continuación abandonó la moto a unas calles más lejos entre varios vehículos aparcados. Espolvoreó el spray sobre las manillas y las piezas metálicas, y limpió todo lo mejor que pudo con el trapo.
Tenía la esperanza de que la policía no encontrara la moto con mucha rapidez, en el caso de que la estuvieran buscando. Con suerte, la robarían. Por eso dejó la llave puesta.
A continuación fue caminando hasta la próxima parada de taxis para que lo llevaran a la oficina de alquiler de coches que operaba en toda Europa y a la que siempre acudía cuando necesitaba un vehículo.
Chris no conocía Dresde y se perdió con el coche dos veces antes de encontrar su destino situado cerca del Elba, el cual formaba la línea divisoria entre cuarteles en alquiler pendientes de una reforma, tranvías y antiguas casas solariegas.
El edificio constituía un espacio puramente funcional, con su fachada cubierta en piedra lisa natural y sus enormes escalinatas de entrada. Justo enfrente de la carretera lindaba con el muro de un cementerio.
Chris subió apresuradamente por las escalinatas y se presentó en recepción. A través de los carteles pudo comprobar que las que mantenían allí sus oficinas eran únicamente empresas especializadas en tecnología genética. Le llamó la atención que las personas que entraban y salían parecían ser todas, por su edad, estudiantes de universidad.
Él mismo, e incluso Wayne Snider, quien acababa de salir sonriente del ascensor, parecían pertenecer en ese lugar y, a esas alturas, a la vieja guardia.
– Wayne "Diamond" Snider. ¡Cuánto tiempo! Madre mía, hace una eternidad. ¡Vamos! -Chris radiaba de alegría.
Se abrazaron.
El apodo "Diamond" se lo habían adjudicado a Wayne en tiempos del colegio, porque hubo una época en que sin su lupa no iba a ninguna parte. El padre de Wayne había poseído una colección de minerales y piedras preciosas, y Waynele imitaba hasta convertirse realmente en un experto sobre la materia.
Chris y él se encontraron por última vez hacía algo más de un año en el aeropuerto de Frankfurt. Chris acababa de volver del Japón, donde había entregado los heliogramas de una empresa automovilística alemana en la fábrica de un socio empresarial de la zona. Snider, por su parte, había vuelto de la participación en un congreso organizado por su departamento de investigación en los Estados Unidos. De pronto, se encontraron de pie el uno junto al otro en la misma cafetería. A pesar de ello, puesto que ambos tenían prisa, se habían intercambiado sus respectivos números de teléfono con la promesa de reanudar el contacto. Desde entonces, no habían, ni siquiera, hablado por teléfono.
– Fue una gran sorpresa cuando llamó tu secretaria para preguntar si podías pasarte.
– Asistenta -se reía Chris-. Ella insiste en ello.
– Por mí.
Una vez en el ascensor, Chris escudriñaba a su mejor amigo de juventud. Wayne Snider parecía bastante deteriorado. Su cabeza lucía una extensa calva, y el cabello restante se había tornado gris. Su piel estaba pálida, como si apenas viera el sol, y sus ojos azules se escondían profundos en sus cuencas. A pesar de que centellearan de alegría, Chris los percibió melancólicos, resignados.
El científico vestía camisa y vaqueros. Ambas cosas estaban desgastadas por los numerosos lavados. Las mangas de la camisa estaban plegadas hasta el codo, y su vello tupido y oscuro -causa por la cual Wayne Snider se había convertido en objeto de burla y fue tildado como mono en su juventud- quedaba claramente a la vista.
Fueron juntos a la misma escuela durante mucho tiempo. El padre de Wayne Snider había trabajado como funcionario de protocolo en la embajada norteamericana de Bad Godesberg; entre tanto, animaba a su hijo con pleno conocimiento de causa a que hiciera también amigos alemanes. En aquel entonces no vivían demasiado lejos el uno del otro, por lo que se hicieron inseparables.
– Nunca hubiera pensado que nos íbamos a volver a ver en Dresde -se reía Chris a carcajadas mientras golpeaba a su amigo de juventud en el hombro-. ¿Cómo es que has acabado aquí? En el aeropuerto de Frankfurt no me contaste precisamente mucho acerca de tu trabajo.
Ambos abandonaron el ascensor y pasaron por un pasillo con varias puertas metálicas que se abrían a su paso con una silenciosa vibración. Por último, recorrieron un largo y amplio pasillo por el que desembocaban varias puertas a derecha e izquierda.
– Tras finalizar mis estudios y algunos trabajos más bien aburridos, comencé en una empresa afincada en Heidelberg y especializada en tecnología genética. Llegó el momento en que se vendió la empresa, porque ya no disponía de suficiente capital de riesgo, pero sí de interesantes líneas de investigación. Posteriormente, el quiosco se trasladó aquí, cuando el estado de Sajonia se sacó de la chistera y promovió la idea de una ciudad biotecnológica.
Algunas puertas estaban abiertas; a Chris, las estancias le parecían simples cocinas. Solo las probetas y los matraces de cristal, las centrifugadoras, los microscopios y las bombas indicaban que se trataba efectivamente de laboratorios.
– Nuestros fogones mediáticos -dijo Wayne Snider entre sonrisas, quien se percató de las miradas de Chris-. El lugar en el que se crían nuestros cultivos bacterianos. Ven.
Entraron en una pequeña oficina. Delante del organizado escritorio, había colocada una segunda silla. Wayne Snider se la indicó y desapareció instantes después.
Chris echó un vistazo alrededor. A pesar de ser director de un equipo de investigación, su amigo de juventud disponía de un alojamiento humilde. El cuarto apenas medía quince metros cuadrados y el escritorio era viejo y obsoleto. Contrariamente, sus herramientas de trabajo parecían ser de las más modernas. La pantalla plana era enorme y contaba con una excelente resolución a juzgar por la imagen que estaba viendo.