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Sonaba a hueco.

«Madera», pensó Steiner.

– Lo hemos enterrado aquí -susurraba Abdulá de manera cómplice a la vez que le hacía una señal a Kamal. Este le entregó a Abdulá su antorcha y comenzó a cavar con las manos en la arena hasta descubrir unos tablones de madera. Kamal apartó los tablones y abrió un agujero de un metro cuadrado.

– Hemos encontrado una tumba que no estaba vacía -Abdulá sonreía de oreja a oreja.

– Yo no lo creo -gruñía Steiner-. ¿Dónde? ¿Aquí?

– No. Cerca del templo, en el lugar al que los excavadores han designado en sus planos con «EP». Sin embargo, es aquí donde hemos escondido los hallazgos.

Con una sola pulsación, a Steiner se le disparaba la adrenalina por todas sus venas. «¿Realmente había algo que podía llevarse, algo que sirviera como colofón a su carrera como ladrón de tumbas?».

Babilonia llevaba siendo saqueada desde hacía miles de años. Todo el mundo sabía dónde se situaban las ruinas. Y a Koldewey le dio tiempo, durante largos años, a excavar aproximadamente solo la mitad de la zona. «Aún restaban miles de lugares donde se podía encontrar algo -pensó Steiner-. Sobre todo allí, donde el alto nivel de las aguas subterráneas había dificultado hasta la fecha los trabajos de excavación».

Mientras Kamal desaparecía en la fosa, Abdulá le acercaba las antorchas y las armas; y a continuación todos le seguían la huella a Kamal a rastras.

Se introdujeron en una cripta de reducidas dimensiones, construida con ladrillos cocidos de arcilla. El aire era seco y limpio. «No había ningún olor a moho -constató Steiner con satisfacción-. Las mejores condiciones de conservación posibles».

Abdulá les llevó hacia la esquina posterior derecha para que aguardaran allí de pie. A su señal, Kamal se agachó y tiró de un trozo de tela.

La arena del desierto caía lentamente y Kamal aparto la tela hacia un lado.

– ¡Dios mío! -gritó Steiner, dejándose caer sobre las rodillas para manosear los objetos.

Había figuras de animales de oro, realizadas en miniatura y filigrana, algunos medían apenas algunos centímetros. Había también joyas con incrustaciones de lapislázuli, figuras tanto masculinas como femeninas, cilindros de impresión finamente grabados, bandejas para las ofrendas fabricadas en oro repujado. Steiner pudo observar diferentes joyas elaboradas con corales, zafiros y marfil, colgantes con perlas, estatuillas de dioses y ofrendas en diferentes tamaños; y un clavo [7] de bronce en forma de figura y con el texto de fundación grabado en él, el cual acompañaba siempre al primer material que se utilizaba para la construcción de un templo.

«Increíble, inconcebible».

Sus manos se deslizaban como poseídas sobre los objetos, magreando cualquier hilo de oro y remache, acariciando cualquier soldadura a su paso. Al lado de las joyas había trece tablas con escritura cuneiforme y tres huesos pardos, que Steiner apartó hacia un lado.

Su sistema nervioso parecía fundirse por completo en la yema de sus dedos. El oro repujado estimulaba sus terminaciones nerviosas y enviaba sensaciones de gozo a cada fibra de su cuerpo. Al mismo tiempo que acariciaba el tesoro, gemía con deleite, como si acabara de acceder al reino de los cielos.

Transcurrida una pequeña eternidad, se soltó su mano derecha, que comenzó a cavar en la arena al lado de las riquezas. «¿Habría aún más?».

– Eso es todo -adelantó Abdulá con toda tranquilidad, pero con un gruñido final en su voz.

Steiner volvió bruscamente la cabeza, como si acabara de escuchar el silbido de una víbora del desierto y su mirada se topó con los ojos de Krüger, quien dejó caer su antorcha.

Kamal continuaba portando sendas antorchas en ambas manos: un error que le costaría la vida. Un objeto, del mismo grosor y oscuro color de un tubo de caña volaba directo a su pecho.

La daga curva ennegrecida en el puño de Krüger, que no era otra cosa que un clavo grande de carpintero con una corcheta en uno de sus extremos, se clavó en el cuerpo de Kamal, justo al lado del esternón, traspasando su corazón.

Kamal gimoteaba y Abdulá, a quien se le erizaba el vello de la nuca, levantó con rapidez el fusil.

Había realizado el movimiento hasta la mitad, cuando detrás de él se irguió una sombra hacia las alturas. El brazo izquierdo de Steiner rodeó su cuello, tirándole hacia atrás.

El dedo índice de Abdulá se resbaló del gatillo.

La cara de Krüger se había contraído delante de él, convirtiéndose en una mezcla de codicia, odio, sed de sangre y locura. La caricatura se abalanzó hacia él, y Abdulá se vio sacudido por un dolor penetrante.

La daga curva hacía presa de su siguiente víctima.

LIBRO SEGUNDO. EL REGRESO

«Las trazas del corazón humano son malas desde su niñez».

Génesis

Capítulo 2

El Vaticano, finales de mayo de 2005,

noche del martes al miércoles

«Lo primero que vio fue el cayado -de inmediato, el pensamiento le llevó a que se trataría de un báculo pastoral-. Pero este era diferente. Era sencillo, carecía de su recubrimiento en oro, tampoco contaba con tallados en marfil ni con la característica concha de caracol que se suele ver en la parte superior del báculo obispal».

«Era recto, pero no tanto como un báculo fabricado con herramientas» -pudo observar pequeños nudos en varios lugares, en los que diferentes brotes querían haberse convertido en ramas, pero que, por el contrario, habían sido seccionados.

«La vara era lisa, enigmáticamente lisa. Sobre todo en la parte superior, justo antes de su curvatura. En el mismo lugar donde lo sujetaba siempre la mano, después de millones de veces, la superficie era tan lisa como si de un diamante pulido se tratara. Un diamante negro. Pues la suciedad de la mano había ennegrecido el bastón en ese preciso lugar».

«No podía ser el báculo de un obispo -pensó-. Las manos de un obispo no estarían sucias».

«Por lo demás, el bastón era de un color gris oscuro, sin corteza, más seco que el corcho, y tintado por la lluvia y el sol».

«Posado de pie en la tierra, le podía llegarle quizás a un portador de mediana estatura hasta la frente, pero sin superarlo. Más abajo, en su extremo recto, donde un obispo nunca cogería su bastón, finalizaba en una punta metálica. La curvatura superior del bastón, en lugar de la concha de caracol, estaba provista de un gancho, ideal para rodear las patas traseras de los animales».

Entonces vio al hombre que portaba el báculo en su mano. «Efectivamente, se trataba de un hombre de mediana estatura». Lo sabía. Ya lo había visto más de dos docenas de veces. ¿O habían sido incluso más?

¿Qué importancia tenía?

No sabía responderse a sí mismo.

«El hombre llevaba ropajes sencillos y decolorados, tejidos con la lana de los animales. Su calzado era fuerte, y sobre la cabeza llevaba un sombrero abollado de paja de ala ancha».

«La cara del hombre era magra, al igual que toda su figura. Muchos sacrificios y esfuerzos físicos habían menguado al hombre, quien se encontraba erguido de pie bajo los rayos del sol y sobre una roca cárstica, donde en pocos lugares crecía la seca hierba. Su tez estaba bronceada y acartonada por el sol -le resultaba imposible calcular la edad del hombre-. De la piel situada en los fuertes antebrazos y manos brotaba un oscuro vello, casi tan espeso como la lana de los animales.

La imagen se ampliaba, y el papa vio el rebaño de ovejas. Como de costumbre.

«Los animales no se encontraban cerca los unos de los otros, pastaban ampliamente diseminados por toda la zona rocosa en busca de un rico pasto».

«El hombre se apoyaba en su báculo, dirigiendo con sus manos el peso de la parte superior de su cuerpo hacia la parte recta del bastón y presionando su extremo redondeado de forma oblicua hacia delante en el suelo».