– Primero tiene que aparecer un hígado infantil que sirva. El donante y el receptor no pueden variar entre sí en su peso en más de un veinticinco por ciento. La muerte de otro niño debía haber salvado la vida de Mattias. Pero el hígado no servía. Entre los órganos donados, esto no suele ocurrir ni siquiera en un veinte por ciento.
Jasmin se estremeció al recordar todo lo que había sufrido Anna después.
Cada vez con mayor frecuencia comenzó a discutir su hermana con ella sobre la posibilidad de una donación de órgano procedente de una persona viva. Debido a que el hígado se compone de dos lóbulos, de los cuales el izquierdo es claramente más pequeño que el derecho, existía la posibilidad de que algún familiar directo sano donara su lóbulo izquierdo al niño. Ese era el motivo principal por el que la lista de espera de pacientes infantiles era comparativamente corta.
Jasmin recordaba con espanto aquella noche en la que Anna le había preguntado si ella también estaría dispuesta a tal sacrificio.
«Yo no te puedo dar una respuesta a esa pregunta. Y en ningún caso de forma hipotética. Yo no puedo decir sin más: "sí, lo hago". Podré contestar a esa pregunta cuando sea real. Todo lo demás, no sería honesto por mi parte. ¿Por qué lo preguntas?».
Anna había comenzado a sollozar. Desenfrenadamente.
«Me he decidido a donar el lóbulo izquierdo de mi hígado. ¡Para mi hijo! -había gritado entre lágrimas-. ¡Pero no vale! Tengo otro grupo sanguíneo. Sin embargo, es imprescindible que sea del mismo grupo».
Dos días después, Jasmin corrió como anestesiada por los bosques de su país natal, y a continuación se presentó a las decisivas pruebas. Sin embargo, su grupo sanguíneo tampoco coincidía, protegiéndola de este modo ante la decisión más difícil de su vida.
Había brotado una última esperanza, cuando finalmente parecía plausible un trasplante parcial. El lóbulo izquierdo del hígado de una persona adulta ajena debía salvar a Mattias. Sin embargo, la prueba inmunológica previa a la operación dio un resultado negativo. El cruce de pruebas entre el suero de la persona receptora y los glóbulos blancos del donante diagnosticaron una incompatibilidad total. El trasplante habría tenido consecuencias mortales.
La última esperanza de Anna era que una terapia genética pudiera ayudar a su hijo. «Jasmin, ¿para qué trabajas en una empresa como esa? Tú ya sabes lo mucho que habéis avanzado. ¡Seguro que puedes averiguar dónde existen programas con nuevos medicamentos capaces de salvar a mi hijo! ¡Por favor! ¡De lo contrario, morirá! Y aunque solo se tratara de agua bendita: apúntanos. No importa en qué lugar del mundo ocurra».
Anna había gritado, amenazado, vociferado, llorado, le había suplicado, abrazado, apretujado, casi aplastado, apartado nuevamente de un empujón para finalmente derrumbarse de un ataque de sollozos.
Jasmin hizo ciertas indagaciones en el consorcio de Tysabi, haciéndose con los datos de contacto. Ahuyentó todos esos recuerdos y escuchó de nuevo la voz pausada con la que Jacques Dufour hacía sus preguntas.
– ¿Qué ocurre con el padre? ¿Por qué no se ha presentado?
– Desapareció poco después del nacimiento. Su hijo le necesita y él no está.
El rechinar de los dientes de Anna estaba sacando a Jasmin de sus casillas.
Jasmin miró con poca convicción hacia el médico. Dufour le parecía extrañamente pensativo, vacilante y nunca apartaba su mirada de la mesa.
Allí reposaba todavía sin tocar la declaración de conformidad. La línea reservada para su firma estaba marcada con puntos, mientras que el conflictivo pasaje repleto de cláusulas jurídicas a favor de los médicos estaba enmarcado e impreso en negrita.
– Antes de que lo firme procederemos a realizar algunas pruebas más -dijo de repente Jacques Dufour-. El comienzo de la terapia se retrasará otros dos días. Sin embargo, quiero estar completamente seguro.
Colonia, jueves
– ¿Quién es? -preguntó una voz femenina.
– ¿Profesor Söllner?
– ¿Quién habla?
Chris necesitó un segundo para superar su propia sorpresa.
– ¿Le dice algo Babilonia? Por desgracia, se suspendió la reunión organizada para la mañana del pasado lunes.
– ¿Quién es? Si no me dice quién es, cuelgo.
Su tono de voz era sosegado, decidido, consecuente. La autoconfianza de esta mujer traspasaba cada sílaba.
– Se trata de la entrega de las antigüedades al Museo de Oriente Próximo -Chris esperó expectante la reacción. Podía escuchar su respiración, era como si estuviera subiendo por una escalera mientras hablaba. Sonó un chasquido. La línea se había cortado.
Chris presionó el botón de rellamada. Ocupado.
Blasfemaba. A continuación comenzó a reír amargo. ¿Cómo se atrevía a pensar que todo iba a ir sin contratiempos? Transcurrida media hora, la voz humosa se puso por fin de nuevo al otro lado, del teléfono.
– ¿Por qué me cuelga? Como cuelgue de nuevo, se alegrará de ello el Louvre. Tengo las antigüedades.
Se hizo silencio.
– Usted no es con quien se ha negociado hasta ahora.
– Cierto. Su antiguo contacto se salió del trato. No tiene… digamos que ya no le interesa. Ha transferido todos los poderes en mi persona.
De nuevo hubo silencio al teléfono. Chris sonreía satisfecho. Ya se había superado el primer escollo.
– Está bien. Por esta vez podemos intentarlo -dijo la profesora por fin tranquila-. ¿Era mi antiguo contacto el hombre sobre el que se lleva informando tan detalladamente desde hace días en la prensa suiza?
Ahora era Chris quien enmudeció por unos instantes.
– ¿De dónde saca esa idea?
– ¿Cree que el asalto al transporte de obras de arte, que incluía tesoros asirios para el Louvre, quedaría inadvertido? La noticia recorrió nuestro gremio en pocas horas. Y la conferencia de prensa de esta misma mañana también la he visto. El asalto en la A9… ¿Fue usted?
– No. Quienquiera que se haya cargado a este hombre lo hizo en el lugar equivocado. Las tablillas de escritura cuneiforme están en mi poder. Yo simplemente me limité a esperar instrucciones. Sin embargo, ahora ya nunca vendrán… A pesar de ello, yo cumpliré mi parte del contrato.
– ¿Intenta decir que el viaje de Forster a Berlín fue otra maniobra de distracción, mientras usted sí que transportaba las tablillas?
«Sí, señora profesora, créete eso», pensó Zarrenthin.
– ¿Le conocía?
– ¿A Forster? No. No personalmente -ella tosió-. Sin embargo, está claro que le conozco como marchante de arte. Un hombre de una reputación más que dudosa.
– Y a pesar de ello, quería comprar de él.
– Un negocio legal -dijo ella con frialdad.
– ¿Qué pasa entonces? -preguntó Chris después de un rato-. Ahora soy yo.
– Acuda a la policía.
– Eso no lo haré. Nuestro discreto sector involucra en contadas ocasiones a la policía.
– ¿Cómo cree usted que sería si ahora también…?
– Yo soy el dueño. Así está estipulado en el contrato.
Durante un momento reinó el silencio.
– ¿Quiere dinero?
– Sí. Por supuesto.
– La Sociedad Oriental y sus promotores no son ninguna casa comercial.
– Y yo no soy ningún samaritano.
– Forster quería traspasarnos las antigüedades sin dinero a cambio.
– Forster me dijo que se había acordado un precio.
Había una tensión en el ambiente, como si el teléfono móvil transmitiera un enorme campo magnético.
– Nuestra última oferta estaba en cien mil.
– Es usted una pésima mentirosa -Chris arrancó divertido una carcajada-. Resumiendo: acordaron diez millones. A transferir al Unicef y a la Unesco. El lunes por la mañana debía usted echarle una ojeada a las antigüedades; el martes, realizar las transferencias, y el miércoles, llevarse a cabo la entrega. Ese era el trato.