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– ¿Qué es lo que tiene que entregar? -la científica en ningún momento se mostró sorprendida o escandalizada.

– Tablillas de arcilla sumerias.

– Vaya a la policía, aclárelo todo. Siempre podemos hacer este negocio a continuación.

– Lo requisarían todo.

– Exacto. ¿Cree que debemos pagar y que después nos requisen a nosotros la colección? Usted no me convence. Los hallazgos son nuestros en cualquier caso. Nos han sido robados.

Chris sonreía satisfecho. Forster lo había previsto.

– Las leyes suizas son, en lo que respecta a antigüedades, bastante permisivas en cuanto a su circulación. Uno puede comprar las antigüedades de buena fe, las deposita durante cinco años en el almacén libre de aduanas, y de esta forma se obtiene el derecho a su reclamación. Sin embargo, usted sabe perfectamente que Forster se había convertido hacía mucho tiempo en dueño de estas antigüedades. No siga por ahí.

– Existen convenciones internacionales.

– ¿La convención de la Unesco? -Chris soltó una risotada burlona-. ¿La ley de transferencia de objetos culturales? El plazo de prescripción es de treinta años. Ya se agotó hace tiempo. En muchos países está estipulado de la misma forma en su propia legislación. Incluso Alemania no ha modificado nada al respecto. Por un buen motivo: Alemania es uno de los mayores mercados de antigüedades. Hipocresía allá donde mire.

– ¿Qué tiene pensado?

– Un único precio de compra de un millón de euros en dos mil billetes de quinientos en metálico para mí. Mi oferta la hago solo una vez. Si no están interesados, se alegrarán de ello el Louvre o el Museo Británico. Desde siempre tienen clavada la espina que fuera Koldewey, un alemán, quien desenterrara Babilonia.

De nuevo hubo silencio durante un rato.

– ¿Usted tiene un nombre?

– Rizzi. ¿Qué le parece ese?

– ¿Italiano? Signor Rizzi, habla usted muy bien la lengua alemana. Llámeme de nuevo mañana por la tarde.

– No; mañana por la mañana. El trato se cierra mañana, o no se cierra.

Capítulo 17

París, tarde del jueves

Henry Marvin se encontraba de pie en su lujosa suite del hotel mientras mantenía clavada la mirada en los Campos Elíseos. Había separado las cortinas y estaba agarrando las manos en la tela. No sin cierto esfuerzo pudo contener la ira que le hervía en su interior desde que había visto las pruebas de impresión del pequeño cuaderno con el que los Pretorianos debían difundir sus ideas por Europa.

El próximo miércoles comenzaría el congreso de París, por iniciativa de la orden, con el que se daría el pistoletazo a la campaña en Europa. Por eso era de vital importancia presentar también el pequeño cuaderno con sus argumentos.

El editor volvía hacia su sillón mientras registraba las gráciles facciones en el rostro de Eric-Michel Lavalle, las cuales se veían todavía más realzadas gracias a sus gafas de diseño. En su traje no se podía observar ni una sola hilacha, y Marvin intuyó que este no sería otra cosa para este hombre más que un uniforme que le proporcionaba seguridad y cierta aura.

Lavalle era un intelectual joven y refinado, un hombre de letras con estudios en filosofía y experto en lenguas muertas, a cuya persona hacía tiempo se le había presagiado un gran futuro. Junto con su valedor, un profesor, descubrió y tradujo para los depósitos del Louvre textos acadios sobre Saigon, un usurpador al trono. Este rey había salido victorioso en treinta y cuatro batallas contra el rey de Uruk [24], convirtiéndose posteriormente en el fundador del gran reino de Acadia, que había dominado Mesopotamia durante ciento sesenta años.

Sin embargo, después de eso, el desdén científico y social barrió a Lavalle como un tornado. El joven había falsificado para ciertos comerciantes picaros algunos certificados para que las antigüedades obtuvieran una máxima cotización por parte de inocentes coleccionistas.

La prematura crisis existencial de Lavalle le había empujado a los brazos de los Pretorianos, y ese fue el motivo por el que Marvin se hubo fijado en este joven.

Aún necesitaba al joven francés. Pero para ello, Justin Barry debía conseguir aquello que Marvin quería ofrecerle al papa como objeto de negociación. Como contrapartida, negociaría el reconocimiento de los Pretorianos como orden, o mejor aún, como prelatura personal. Eso le brindaría la oportunidad de colocarle el deseado broche de oro a su elección a prefecto de los Pretorianos.

El martes debía ser el gran día. ¡A la misma altura que el Opus Dei! ¡Su propia obra! ¡Y él, a la cabeza de la orden! Su rebaño de más de ciento cincuenta mil conversos creyentes en todo el mundo, más inquebrantable en su fe y dirigido con mayor firmeza que el mismísimo Opus Dei, le seguiría a cualquier parte. Nadie cuestionaría sus planes.

Con todo ello, la campaña recibiría mayor fuerza y sacaría de su cobijo a los seguidores más prominentes. Los lentos europeos entenderían por fin el motivo de la lucha encarnizada entre la Ciencia y el Credo en los Estados Unidos, que en su ardor debía reducir los templos ateos a escombros y cenizas. ¡Los científicos aún no podían sospechar que estaría dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias!

Y ahora Lavalle había fracasado. Su tarea consistía en idear un folleto que despertara las emociones de sus lectores para arrastrarles a la causa. Pero Lavalle no era garante del éxito, no intuía el pasto que necesitaban las ovejas inseguras para su alma.

– Sin tener en cuenta todos los retrasos en la preparación para la impresión, lo más grave, querido Lavalle, es que el cuaderno es un completo fracaso en su planteamiento y redacción de los textos. Se desvía demasiado hacia la física y la cosmología, habla muy poco de los fósiles, la microbiología… y ¡el sano juicio del ser humano! ¿Por qué no se ha ceñido a nuestra acreditada bibliografía?

– Quería crear algo nuevo -dijo lánguido el francés-. Pienso que con la forma de mis argumentaciones aumenté aún más su fuerza de convicción.

– ¡Honorable! ¡Honorable! Pero créame, ya hemos cambiado el texto anterior suficientes veces, conocemos sobradamente su calado -Marvin tomó una de las pruebas de impresión en la mano y leyó algunas líneas mientras meneaba la cabeza-. «En primer lugar debemos hacer referencia a la lucha con la Ciencia, resaltar que se trata de dos modelos alternativos sobre el nacimiento de la vida: es el azar o fue planificado. Evolución o Creación».

Marvin miró al francés con la suavidad de un amigo paternal, aunque de buena gana le hubiera entregado a la Inquisición.

– Y a continuación, querido Lavalle, debe ir uno de nuestros argumentos fundamentales. No podemos dejar a gente con la duda durante demasiado tiempo. Debemos decirles desde el principio que la Teoría de la Evolución es tan solo un modelo, es decir, la fe de la Ciencia. Mientras nuestra creencia de la creación divina es despachada como religión, la suya es postulada como ciencia. Sin embargo, su propio nombre indica que su modelo de la teoría de la evolución os una teoría, y nada más.

Lavalle miró al editor norteamericano con irritación.

– Usted sabe que la Ciencia utiliza el término «teoría» de una forma completamente diferente, pues describe la expresión máxima del conocimiento.

– Lavalle; ahí lo tiene. Ahí es donde tenemos que atacarles.

– Yo soy humanista. Y para mí también prevalece este término científico de la teoría.

– Pero no en el lenguaje coloquial, Lavalle. Y ahí es donde debemos iniciar. Y es ahí donde radica precisamente su error. Tenemos que dar un paso al frente y realizar nuestras argumentaciones a un mismo nivel idiomático que el de nuestros lectores. Para ellos, una teoría es una hipótesis, que no se ha demostrado con nada.