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La profesora llegó cinco minutos antes de la hora acordada; saltaba a la vista que se había descrito a sí misma con gran acierto. Chris reconoció de inmediato la figura delgada y grácil con la melena alisada de color avellana, que le colgaba hasta la cintura. Su rostro era joven y refrescante, y sus ojos se paseaban sin cesar de un lado para otro. Llevaba un top de color crema con una falda azul marino y una americana. Chris le calculó unos treinta y tantos años. El hombre a su lado le superaba en una cabeza y vestía un traje oscuro. Los dos entraron en el restaurante, pero salieron de nuevo poco después y se sentaron en una mesa que acababa de quedarse libre. La profesora escudriñaba a los clientes como si de una horda de nuevos estudiantes se tratara.

«Señora profesora Ramona Söllner, seguramente podrías llegar a ser una buena fiera», pensó Chris mientras esperaba diez minutos y observaba cómo pedían sus bebidas.

Su acompañante se deslizaba en todo momento nervioso de un lado para otro de la silla. Lo que desde la distancia parecía en un principio un traje oscuro de trabajo, en realidad era un hábito oscuro con estola. El uniforme de calle de la Iglesia. El hombre era sacerdote. Su cara parecía estar tensa, y las gafas con sus cristales redondeados le proporcionaban el aspecto de una lechuza.

«Nada sospechoso», pensó Chris, cuya mirada se deslizó por última vez por encima de la carretera hacia los clientes, antes de levantarse y aproximarse sorteando las filas de mesas.

– ¿Señora profesora Söllner?

– ¿Sí? -sus ojos eran de color avellana, al igual que su pelo, y muy despiertos. Su voz humosa le resultaba familiar por su conversación por teléfono. Sin embargo, aquí sonaba más seductora.

– Si no les importa… me sentiría mucho mejor allí detrás -Chris apuntaba a su mesa y volvió hacia allí.

– ¿Desde aquí tiene una mejor panorámica, eh? -consultó divertida, cuando se sentó enfrente de Chris. Alrededor de las comisuras de su boca se podían observar unos pliegues llenos de ironía queriendo demostrar cierta superioridad.

– Más o menos -murmuró Chris.

– ¿Cómo he de llamarle?

– Dejémoslo en Rizzi.

Ella había querido retrasar mediante otra llamada telefónica el encuentro para la misma mañana de la semana próxima. Chris fue capaz de prevalecer con su propuesta con la amenaza de que había previsto, de manera alternativa, un encuentro para el próximo lunes con el representante del Museo Británico.

– Está bien… Rizzi. Aquí tiene su reunión. ¿Y ahora qué? -de repente su voz humosa se intensificó a través de un tono burlesco.

Chris analizaba a su acompañante.

– Ah, disculpe -ella sonreía triunfante-, Thomas Brandau. Otro amigo del arte de Oriente Próximo.

– Y también sacerdote. ¿Por qué está tan nervioso? -preguntó Chris-. ¿Acaso hay algo que le preocupe?

Las manos de Brandau se aferraron a la copa de vino.

– No me gustan estas formas conspirativas.

– Aquí no hay nada de conspirativo -dijo Chris seco-. Simplemente quiero deshacerme de lo que un hombre llamado Forster me entregó para su club. Nada más.

– ¿Y de qué se trata? -interpeló ella y dobló las piernas para colocar las manos entrelazadas sobre su muslo derecho, exactamente en el mismo lugar donde el dobladillo de la falda daba paso a su pierna desnuda y bronceada.

Chris se esforzó en no mirar demasiado tiempo y rescató la mochila de abajo de la mesa. Sacó de ella un sobre y de su interior extrajo varias fotografías.

– ¿Solo fotos? -la profesora tomó las fotografías y les echó un breve vistazo. Aburrida le devolvió las imágenes a Chris-. Si no dispone de mayor… Usted propuso el encuentro…

– Aún nos encontramos en una fase previa… No creerá realmente que llevo los tesoros conmigo a cualquier parte así como así.

– Con Forster había llegado ya más lejos -espetó ella de forma mordaz-. Él, al menos, me hizo llegar una copia del texto.

– Mucho mejor -Chris soltó divertido una carcajada-. Entonces ya sabrá lo valiosos que son estos chismes.

Ella sonreía creyéndose superior y presionó ligeramente el tablero de la mesa.

– Rizzi; o como quiera que se llame. ¿Tiene usted la más remota idea de lo que está transportando?

– Cuéntemelo usted -murmuró Chris.

– Las tablillas no tienen precio, si se quiere medir el valor de la historia cultural del mundo.

– Y pertenecen a la Sociedad Oriental Alemana -añadió Brandau, mezclándose en la conversación. Su voz desplegaba un tonillo vibrante cargado de un impaciente desprecio-. Pues fue ella la que financió las excavaciones en Babilonia donde fueron descubiertas las piezas. La Sociedad había suscrito en su día un contrato legal para los descubrimientos. Puede estar contento si no involucramos a la policía.

– Existen otros compradores…

– Por supuesto que los hay -Los ojos de color avellana de Ramona Söllner centelleaban amenazantes-. Otros museos, o coleccionistas privados. Pero eso precisamente era lo que no deseaba Forster. Eso fue al menos lo que me transmitió.

– ¿Usted le conocía?

– No. Solo enviaba emisarios. Forster nunca salió a escena. Sin embargo, hemos hablado varias veces por teléfono.

– ¿Entonces aún no ha visto las tablillas de escritura cuneiforme en su forma original? -preguntó Chris, quien, una vez más, tenía la sensación de que Forster le había mentido de lo lindo.

– No. Hasta el momento solo vimos fotografías. Aunque eso sí, mucho mejores que las que tiene en ese sobre. Y además tenemos fragmentos de una copia del texto y su traducción. ¿Usted no nos puede ofrecer nada más?

Chris vaciló, pero sin una prueba no daría ningún paso al frente. De su mochila, sacó el plano deshilachado sobre el papel amarillento que había encontrado al lado de las tablillas.

Sin apresurarse, Ramona Söllner cogió la hoja y clavó su mirada en él. Con el dedo índice de su mano derecha imitaba los trazos sobre la hoja hasta volver de nuevo a la cruz de la parte inferior del dibujo.

– ¿Usted sabe lo que es esto?

– No -dijo Chris-. No tengo ni la más remota idea. Parece impreso, como sacado de un libro.

– Y lo es -contestaba ella a la vez que ignoró la mano estirada de Brandau, permaneciendo aferrada a la hoja-. Se trata de un plano de situación del libro Babilonia resucitada [28] de 1913, escrito por Robert Koldewey, el hombre que excavó Babilonia en nombre de la Sociedad Oriental Alemana. Koldewey describió en él los resultados de las excavaciones. -La profesora giraba el dibujo en sus manos.

»Falta la leyenda… Aquí, a la izquierda está el Éufrates, y aquí están todas las instalaciones; captadas y dibujadas de forma excepcional -dijo finalmente.

– ¿Qué tiene de especial?

– ¿Realmente no tiene ni la más remota idea, eh? -siseaba Brandau mientras centraba con menosprecio su mirada en Chris.

– No, no la tengo -a Chris le hubiera encantado en ese preciso instante darle una bofetada al sacerdote. Con cada minuto, el hombre se hacía más inaguantable.

– Koldewey es el padre de la arqueología moderna -explicaba Ramona Söllner-. Fue el primero en realizar las excavaciones de forma sistemática y en tomar mediciones del terreno. Su metodología continúa siendo incluso hoy un referente en las excavaciones más modernas. El sentó las bases de la arqueología moderna.

– ¿Ha estado en el museo? -preguntó Brandau de repente en mitad de los dos.

– No -contestó Chris.

– Es una pena -su voz era como un auténtico pozo de desaire-. Precisamente este año se organiza una pequeña exposición extraordinaria en torno a la figura de Koldewey y sus logros. Le viene muy bien a uno para su cultura.

– Está bien -intercedió la profesora mientras meneaba el dibujo-. La cruz indica el lugar en el que se han encontrado las tablillas de las que se quiere desprender.