«Se encontraba de pie sobre una pequeña prominencia rocosa por encima del rebaño, desde la que disponía de una buena panorámica sobre el terreno. A pesar de ello, el hombre no tenía a todos sus animales ante sus ojos. Algunas rocas de gran tamaño le bloqueaban la vista, y cuando uno de sus animales desaparecía detrás de una, ya no le era posible verlo».
– ¿Dónde está tu perro? ¡Vigila tu rebaño! -gritó.
Pero el pastor no podía oírle.
Escuchaba el aleteo. «Fuerte, poderoso, en lugar de acelerado; tranquilo y decidido», como siempre.
«Sin embargo, el pastor no se movía. Permanecía en su postura como si no le interesara su rebaño».
«¡Era imposible que el pastor no lo viera! ¡Pero si él también lo estaba viendo!».
«Primero un punto en el cielo, de repente gigantesco. Las garras sobresaliendo de sus fuertes patas -podía ver de forma sobredimensionada el pico amarillento y los ojos voraces del cazador anunciador de la muerte-».
«Fue entonces cuando las garras situadas en las patas estiradas se clavaron en el cráneo del cordero. El águila dio una voltereta, tirando consigo el cordero al suelo, pero no lo soltaba. El ave luchaba con aleteos lentos y fuertes contra el peso situado entre sus garras; despegó, pero se hundió de nuevo hacia el suelo, cuando el cuerpo de su víctima daba respingos mientras luchaba por su vida, dificultándole al ave rapaz la ascensión».
«Ambos cayeron al suelo. El pico curvo del águila picaba los huesos situados entre sus garras».
«El hombre no se movía de la roca».
«Y el ave se elevó con aleteos pesados del suelo. La presa aprisionada entre sus garras ya no se movía. En cuestión de segundos, el águila ganó altura y desapareció».
– ¡La culpa le pertenece al pastor!
El papa Benedicto, bañado en sudor, se irguió en su lecho. Su corazón latía a una velocidad endiablada, y sus pensamientos ya se habían posado de nuevo en el error que posiblemente había cometido. El sueño le recordaba una y otra vez su misión.
Con su mano, palpaba en busca del interruptor y tuvo que afanarse no sin esfuerzo para salir de la cama. Se echó agua desde una garrafa en un vaso pulido de cristal, y bebió con avidez.
El frescor le sentó bien. El agua recorrió su garganta como si del cauce seco de un río se tratara. Aguardó hasta que comprobó que su latido se había tranquilizado.
Aún le faltaba acostumbrarse a las nuevas estancias privadas ubicadas en el tercer piso del Palacio Apostólico, construido por Domenico Fontana en el siglo XVI, bajo los papados de Pío V y Sixto V.
El papa se introdujo en la pequeña capilla privada, que formaba parte de los aposentos privados y aún estaba dispuesto del mismo modo en el que lo había abandonado su antecesor.
En el centro de la estancia, sobre el suelo de mármol abigarrado de dibujos, descansaba una alfombra sobre la que a su vez se encontraba una silla con el respaldo en hierro. El techo estaba decorado con pinturas vítreas, vivas de expresión, las cuales tenían su prolongación en la zona del altar a través de una estrecha tira, llegando hasta el suelo. En las paredes laterales, había seis taburetes de madera oscura, cuyos asientos estaban tapizados con tela clara.
La habitación finalizaba en una media luna con un pequeño altar sobre el que se encontraban erguidas seis velas. La imagen del calvario de Jesús en la Cruz se iluminaba sobre un fondo rojo claro.
El papa se arrodilló delante del altar y se santiguó. A continuación, se elevó de nuevo para sentarse en uno de los taburetes, situado más próximo al altar en la pared izquierda. Agotado, apoyó la cabeza contra la pared.
Su antecesor había implorado siempre el consejo directo del Señor, así como su ayuda, una y otra vez. Pensaba que el Todopoderoso podía intervenir en nuestro mundo tangible.
Al día de hoy comprendía a su antecesor bastante mejor que hacía algunos años. No se sentía capaz de realizar la enorme tarea él solo. Tampoco sentía mayor deseo que no fuera el de recibir el consejo del Señor sobre esa cuestión.
Sin realizar otro ademán, se incorporó y se arrojó con los brazos estirados hacia los lados delante de la imagen del Señor y sobre el frío suelo de mármol.
Necesitaba su consejo.
– ¡Ayuda! -suplicaba.
«Y fuerza».
«Pronto».
Los sueños se repetían cada vez más, cada vez con mayor ahínco.
Y ahora, él era el pastor.
Capítulo3
Múnich, noche del miércoles
«Aún quedan exactamente quince minutos».
Sonaba su móvil.
– ¿No te puedes esperar? Si ya estoy aquí, Ina -comunicó Chris a través del micrófono de los auriculares. Su voz, ligeramente áspera, sonaba entre burlona y sosegada.
Un grito de júbilo acababa de explotar en su oído derecho. Ella se había quedado en la empresa, había esperado a que el encargo llegara a buen puerto.
Chris arrugó la cara. Su alegría desorbitada le exasperaba en ocasiones, como ahora, cuando consideraba que estaba exagerando. «Pero todos tenemos nuestras manías», pensó sonriendo.
– Ina, si solo es el final de otro encargo más.
Ella era el alma de su pequeña empresa; en todo momento estaba disponible, con su voz al teléfono se metía en el bolsillo a cualquiera que llamara. Ella sola manejaba todo el papeleo.
– Yo también tengo buenas noticias -dijo con voz meliflua-. ¿Quieres escucharlas?
Ella era así. El demandaba dedicación plena; y ella se lo devolvía con creces. Ina tenía casi los cincuenta, vivía sola y se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo. Después de largos años al lado de un marido alcohólico, tras la muerte de este, buscó refugio en el trabajo. Chris sabía que era una joya.
– Ahora mismo, en cuanto estos valientes me hayan dejado entrar. ¿Serás capaz de aguantarte un poco más?
– Si tú supieras… bueno… Pero no te dejes vencer por la curiosidad -y colgó el teléfono.
Su destino estaba cerca de Múnich, bien resguardado y apartado de las principales vías de comunicación, rodeado de altas vallas metálicas. Detrás, unos poderosos árboles se erguían hacia el cielo nocturno. La verja de la entrada permanecía cerrada mientras dos coches todoterreno de una empresa de seguridad hacían guardia delante de ella.
Cuatro hombres de uniforme oscuro clavaron la vista en él cuando paró.
Bajó la ventanilla.
– Soy el hombre, a quien está esperando el Jefe -le avisó Chris a la montaña de músculos que se había alzado al lado de la ventanilla de su coche-. Traigo aquello que hará que esta noche sea un auténtico éxito.
Siguieron dos minutos de llamadas por radio, y a continuación se abrió la verja.
Accedió con su coche por un camino empinado y cubierto por un techo de hojas de vetustos castaños, tilos y robles, al final del cual, después de unos cien metros, se encontraba el edificio principal.
El edificio, de aproximadamente veinte metros de largo, centelleantemente iluminado, se mostraba desafiante con su fachada clasicista. En su aparcamiento, había estacionados en torno a unos treinta coches de lujo. Chris aparcó debajo de un poderoso castaño, y a continuación llamó a Ina.
– Date prisa; tengo que entrar a finalizar el encargo. ¿Tienes un nuevo trabajo?
– Ha llamado el Conde. Ha confirmado el encargo a partir de mañana.
– ¿De qué se trata esta vez? ¿Llevarle la ropa sucia a su casa? ¿O transportar la imitación barata de una obra de arte?
– Te ha reservado para casi una semana -en la voz de Ina, se denotaban las hormonas de la felicidad.
– Eso ya lo había dicho. ¿Y dónde se ha metido? -el Conde era un apodo que le había puesto Chris a uno de sus mejores clientes. El hombre era marchante de antigüedades, vivía entre Suiza y Toscana. Era rico, inmensamente rico, y se había encaprichado por Chris.