– Por qué se empeña por tenerme en ascuas?
– El texto contiene, además del mito de Ziusudra, un mensaje completamente diferente.
Chris pudo observar cómo Brandau colocaba su mano sobre el antebrazo de la profesora con el afán de hacerse visiblemente perceptible. Sin embargo, ella elevó su voz humosa. El tono, modulación y articulación de su voz contenían de repente un componente extrañamente reverente.
– Las tablillas contienen fragmentos del decálogo. De forma primitiva. Una forma muy primitiva.
– Decálogo -Chris soltó un ruidoso suspiro, vaciló, antes de revelar su ignorancia-. ¿Qué es eso?
Brandau resollaba con desdén.
– ¿De verdad que no lo sabe? -la profesora le miró con gesto serio.
– No. ¿Debo…?
– Los Mandamientos…
– ¿Los Diez Mandamientos de la Biblia? ¿Del Antiguo Testamento?
Capítulo 20
Cannes, viernes
La pequeña embarcación viraba en dirección a la isla de Saint Honorat. Dufour estaba sentado en la popa y observaba absorto el grandioso panorama de los Alpes Marítimos [31] al noreste de Cannes. El vivía en Valbonne, cerca del centro de investigación de Tysabi. Hoy, en cambio, no se dirigía a la clínica, sino que acababa de recorrer con su coche los pocos kilómetros hacia Cannes. Una vez allí aparcó el coche en el enorme estacionamiento situado en el extremo suroccidental del puerto, comprándose a continuación en el muelle del transbordador insular un billete para esperar junto con los turistas el momento de la salida.
Cuando llegaron a Saint Honorat, él se dirigió inmediatamente detrás del muelle hacia la izquierda, mientras que los turistas iban paseando directamente en dirección al monasterio. Debajo de un techo de pinos caminó hacia el extremo oriental de la isla, que apenas medía un kilómetro y medio de largo y quinientos metros de ancho; a mano izquierda centelleaba el mar en tonos azul-celestes.
Después de un rato alcanzó un claro en el que se alzaba una pequeña capilla. Se había construido con piedras naturales procedentes de los alrededores y el tejado estaba compuesto por ladrillos huecos fuertemente tapiados. A su vez, unas imponentes piedras de sillería formaban el mareo y el dintel de la modesta puerta, que parecía perdida entre tales dimensiones. La madera de su tablaje era oscura, casi negra, y diferentes ranuras recorrían la puerta en los lugares donde se topaban los tablones entre sí. La puerta estaba cerrada y la cerradura oxidada.
– ¿Acaso el alma pecaminosa ha encontrado su camino? -la figura rolliza del clérigo estaba aproximándose desde el lado de la capilla orientado al mar en dirección al claro. Su sotana de color gris claro destacaba visiblemente entre la oscuridad de los árboles.
Dufour se encaminó hacia el hermano Jerónimo, quien contemplaba cariñosamente la fachada.
– He prometido al abad que restauraría la capilla de la Trinité con la complacencia para con el Señor. Se trata de la última tarea a la que me he comprometido.
Rodearon la capilla, que en su parte oriental desembocaba en tres círculos de media luna provistos cada uno de una pequeña abertura para los ventanales, imitando de ese modo la forma de una hoja de trébol.
– Tampoco se encuentra en tan mal estado -Dufour observó ladrillos huecos incluso en los ventanales, que protegían el sucio cristal detrás de ellos.
– Es verdad. De las siete capillas en la isla, esta se encuentra relativamente bien conservada. Saint Caprais, al otro extremo de la isla, fue restaurada en 1993. Y a Saint Sauveur le haría seguramente más falta todavía. Pero también es más grande, y mis fuerzas ya no dan para tanto.
En su lado orientado al sur había otra puerta más, tan vieja y quebrada como la situada en la fachada. Jerónimo sostuvo de repente una gran llave en la mano y abrió la puerta.
– ¿Por qué aquí? -Dufour detrás de Jerónimo en la penumbra de la capilla-. Se trata de la capilla de un cementerio.
– ¿Acaso no es el lugar más apropiado? ¡Llevas contigo el hedor de la muerte! ¡Habéis matado! ¡Tú has matado!
Dufour, visiblemente afectado, permaneció en silencio.
Su mirada se paseó por encima del desnivelado suelo empedrado sobre el que descansaban varios bancos de madera. A la derecha, en el extremo final arqueado de la capilla se alzaba a media altura un claro bloque de piedra. La estrecha cruz labrada, que destacaba en el centro del bloque, constituía el único adorno que hacía referencia a la vocación cristiana de aquella capilla.
– Jacques, te he llamado aquí para hablar contigo. ¿Ya sabes de qué?
– ¡Fue un accidente! -la voz de Dufour sonaba extenuada.
– ¡No mientas! -Jerónimo casi susurraba. En la penumbra de la capilla, Dufour no pudo ver más allá de la silueta entrecortada del cráneo sacerdotal mientras el rostro permanecía a oscuras-. ¿Acaso no te enseñé en tu juventud los mandamientos de Dios? ¿Y acaso no has prometido respetarlos? ¿Cómo pudo penetrar el demonio en ti?
El padre Jerónimo le había enseñado en su juventud los caminos del Señor, al igual que su primera confesión. Incluso en tiempos en los que permaneció en la sede obispal, había mantenido siempre un ojo en el joven Dufour. Sin embargo, más adelante, Jerónimo fue enviado a Roma y el contacto se había aletargado bastante.
– ¡En mí no penetró el demonio!
– ¡No me contradigas! -comenzó a gritar imprevisiblemente de repente el padre Jerónimo-. Yo lo sé mejor que tú. Yo he acompañado a este joven hombre en su camino hacia Dios, mientras tú observabas pruebas con tu jefe debajo del microscopio. Si hubiera sabido lo infames que sois… Me habéis utilizado. ¡Tú me has utilizado!
Dufour bajó la cabeza y calló. Cuando se percató de lo inevitable, pidió ayuda al padre: los sacramentos para un moribundo.
Hacía aproximadamente medio año que el padre Jerónimo había regresado, encontrando refugio en el monasterio cisterciense con sus treinta hermanos monjes, el cual se ubicaba en la parte orientada al mar Mediterráneo de la isla y cuyas edificaciones podían considerarse las primeras construcciones monacales de la zona. El azar hizo que se encontraran hacía tres meses en su pueblo natal de Collobrières, y Dufour había visitado al clérigo desde entonces una vez en el monasterio.
– Yo no quería dejar morir a Mike Gelfort sin la bendición de la Iglesia. Un último servicio…
– ¿Y qué pasa con Dios? ¿Por qué no le prestas a él ningún servicio? ¿Por qué ayudas a que el ateísmo se establezca en el mundo? ¿Por qué ofendes la creación de Dios? -el clérigo gritó con voz potente desde la oscuridad de la capilla-. ¿Jacques, todavía eres creyente?
– Pues claro.
– No te creo, Jacques. Sencillamente, no te creo -un profundo suspiro brotó del pecho del padre-. Jacques, trabajé durante muchos años en Roma y he tenido que dedicarme allí a muchas cosas. También con la genética. ¡Jacques, te has vendido al diablo!
– Yo quiero ayudar, inventar, descubrir, investigar, saber por qué las cosas son así, cómo son…
– ¡Mentira!
– La auténtica verdad…
– ¡Nada más que mentiras!
– Padre, por favor… Creemos haber descubierto un camino para utilizar la telomerasa con éxito en la regeneración del hígado.
El monje le miró sorprendido.
– ¿La telomerasa? -el clérigo meneaba incrédulo la cabeza-. Si recuerdo bien se trata de la enzima que regenera o alarga las telomeras situadas en las extremidades de los cromosomas, cuando estas se acortan.
– ¿De dónde…? -Dufour calló, pues Jerónimo le quitó la palabra.
– Yo ya te he dicho que en Roma tuve que dedicarme también a la genética… -«Y de forma más intensa de lo que quizás intuyas», concluyó Jerónimo la frase en su fuero interno.
Dufour asintió con la cabeza.