– Tenemos que girar a la izquierda -dijo Ramona Söllner cuando pasaron por delante de la fachada occidental de la catedral. En la parte opuesta de la calle se estaba pudriendo el Palacio de la República, una reliquia remanente de los días comunistas de la antigua Alemania Oriental, que continuaba aguardando desde hacía años las máquinas que la derribaran.
Ella atravesó el puente Liebknechtbrücke, que unía hacia el este la Isla de los Museos con el resto de la ciudad. Una vez cruzado el puente, quedó de pie en la parte opuesta mientras manoseaba el interior de su bolso en busca del bono para el aparcamiento subterráneo.
Chris aprovechó la ocasión y miró hacia atrás. Un grupo de divertidos turistas, que retornaba de su visita panorámica de la ciudad y que iba de camino a la parada de autobús o el hotel, acababa de cruzar el puente detrás de ellos.
En mitad de ellos caminaba una parejita. Al contrario que los demás, ellos estaban serios y no hablaban con nadie. Ambos llevaban ropa motera negra de cuero y botas pesadas.
El hombre tenía la cabeza completamente rapada, llevaba un piercing en ambas cejas y en su cara descansaba una sonrisa indefinible. La joven mujer portaba bisutería de plata en la nariz, y sus ojos estaban oscuramente maquillados y destacaban rojizos por encima de las pestañas.
Cuando hubieron recorrido ni siquiera diez pasos, Chris se acordó de repente. Ellos habían estado un buen rato de pie al lado del restaurante en la parada de autobús.
Una coincidencia.
No era una coincidencia.
Chris se giró y mantuvo la mirada fija en la calle. A la izquierda había un enorme bloque de nueva construcción con la fachada en mármol y cristal cuya entrada al aparcamiento subterráneo, en el que la profesora había aparcado su coche, daba directamente a la carretera.
Más adelante, al final del bloque había un cruce, y detrás, en la acera opuesta, comenzaba la gran zona verde situada delante de la torre de televisión.
– Tenemos que entrar aquí -anunció Ramona Söllner cuando continuaron caminando sin entrar en el pequeño pasaje del bloque de nueva construcción.
– Más tarde; primero quiero estar seguro de que no me ha tendido una trampa.
Él aceleró sus pasos, caminó hasta el cruce y giró después hacia la izquierda. La profesora juraba y se apresuró en seguirle. Él se giró varias veces y permaneció intencionadamente delante de diferentes tiendas a la vez que tanteaba puestos y expositores con postales.
Nunca antes he presenciado una paranoia tan desarrollada. Su psiquiatra tendrá trabajo gracias a usted el resto de sus días -ella estaba de pie a su lado mientras miraba las diferentes postales en papel de brillo con panorámicas de Berlín.
Chris se introdujo en la holgada entrada del siguiente edificio, donde se podía leer «Sealife» en letras coloreadas sobre la entrada. En la parte trasera se ubicaba la caja, donde compró dos entradas. La mujer de la caja le explicó que las entradas del acuario otorgaban el derecho a un viaje en el ascensor del AquaDom [34] situado en el edificio contiguo. Chris asintió con la cabeza mientras pasaba por delante y penetraba junto a Ramona Söllner en la oscuridad de la exposición.
El itinerario establecido les llevó a través de diferentes salas con acuarios de diversos tamaños. Además de los peces autóctonos, se podían admirar los más variados paisajes marinos y sus habitantes.
Chris no se fijó en ninguna de las peceras, sin embargo, en otras permanecía de pie durante más rato. Una y otra vez giraba hacia atrás.
La profesora le seguía sin pronunciar ni una sola palabra y se abstuvo de añadir cualquier tipo de comentario después de que Chris le hubiera espetado que la muerte de Forster seguramente no había sido ninguna paranoia.
Mientras los niños apretujaban su nariz contra los cristales y los padres explicaban que las truchas solo podrían vivir en aguas con corrientes, un hombre sesentón deseaba como regalo de Navidad que una de las grandes carpas acabara en su sartén.
Chris se detuvo. Rayas de diferentes tamaños flotaban a la altura de sus pies, utilizando la mínima cantidad de movimientos en el agua de la pecera y deslizándose durante sus rondas en separaciones regulares una y otra vez por delante de ellos.
Él se apoyó contra la pared, que imitaba una roca, justo al lado del borde del acuario, y esperó. Cualquier persona que hubiera comenzado el itinerario detrás de ellos, tenía que pasar forzosamente por delante de ellos.
Después de un rato, Chris no se había percatado todavía de nada extraño; a pesar de ello, decidió esperar algunos minutos más.
– Hace un momento dijo que el texto contenía una parte de los Diez Mandamientos en su forma primitiva, y que eso lo convertía en algo comprometido para la Religión, pero al mismo tiempo tan interesante para la Ciencia. ¿Qué quería decir con ello exactamente?
– Suele plantear usted las preguntas con cierto retardo. Esperaba que hubiera querido saber más en el mismo momento en el que se lo comenté.
– Brandau parecía estar completamente molesto… no quería continuar provocándole. Era más importante para mí llegar a un acuerdo. Pero ahora puede contármelo.
Ramona Söllner miraba hacia una raya que se aproximaba nadando.
– ¿Qué sabe sobre los Diez Mandamientos o la Biblia, o mejor dicho, sobre el nacimiento del Antiguo Testamento?
Chris reflexionaba.
– En él se guarda la palabra de Dios… escrita por alguien en algún momento. Eso al menos dice la Iglesia. -Chris recordaba vagamente las dudas y controversias que solía ignorar su cura-. Con el paso del tiempo se va olvidando todo poco a poco. Para mí dejó de tener importancia. Hace ya mucho tiempo de eso.
– ¿Es usted consciente de que el Decálogo, es decir, los Diez Mandamientos, constituye la esencia de las leyes del Antiguo Testamento?
– Si usted lo dice…
– Y si uno observa como científico el texto de los Diez Mandamientos y lo analiza desde diferentes puntos de vista, hay que postular lo siguiente: al principio no existía la palabra de Dios, sino discursos proféticos de exhortación, los cuales fueron transformados posteriormente en la incuestionable ley divina.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– El orden de los mandamientos del decálogo se va intercalando entre mandamientos y prohibiciones, entre el discurso divino y el discurso sobre Yahvé. Contiene reglamentos cortos, otros más largos, con fundamento o sin él. El diferente equilibrio muestra que hay que diferenciar entre el núcleo y las posteriores añadiduras.
– ¿Está diciendo usted que no existe un texto primitivo único e inequívoco? ¿Más bien una amalgama de bloques, y no un único monolito?
– En efecto. Al menos así lo definen los exegetas que analizan los textos de la Biblia. No es mi especialidad, pero intentaré hacer un resumen. Ellos defienden que existe una serie fundamental de mandamientos que podrían provenir del compendio de vicios que aparece en el discurso templario del profeta Jeremías. En él se dice: «Robar, matar y cometer adulterio y jurar bajo la mentira, realizar el humo de sacrificio a Baal [35] y perseguir a otros dioses que no conocéis». Esto precisamente aparece de nuevo como compendio de normas en los Diez Mandamientos. La anunciación profética de la palabra de Dios se ha convertido en una serie de mandamientos. Según los científicos, aún se puede reconocer la procedencia de la polémica.
– ¿Quiere decir entonces que los Diez Mandamientos basan su procedencia en los discursos proféticos?
– Exacto. Esta serie primitiva se amplía con posterioridad. Los demás mandamientos ya no provienen de profecías; fueron incorporados a partir de la esencia de otras leyes y todo lo relacionado al culto. «Yo soy Yahvé» proviene del culto. Con ello, los mandamientos son presentados como una revelación. Yahvé realiza esta demanda a través de su principal acto sagrado: el éxodo de Israel desde Egipto. A partir de aquí formula su demanda: «No debes adorar a ningún otro Dios». En el Decálogo, esto se ha desplazado al principio. Se trata del primer mandamiento.