El palo mismo era redondo y contenía un ascensor acristalado de dos plantas, cuya entrada estaba vedada con postes y cables metálicos. Dentro de la transparente cabina, una escalera de caracol de acero inoxidable conducía hacia más arriba. Chris calculó que podían ser en torno a treinta personas las que se encontraban en ese momento de pie en las dos plantas de la cabina.
El gigantesco cilindro situado en la parte superior del palo tenía un diámetro de aproximadamente diez metros y estaba completamente lleno de agua. El cilindro era un acuario en cuyo interior se erguían hacia arriba cuatro columnas de basalto, mientras peces de los más diversos colores nadaban a su alrededor. El ascensor acristalado estaba deslizándose en esos instantes en su camino hacia las alturas por el centro mismo del acuario.
Entre tanto, en la entrada se agolpaba un buen número de personas a la espera de la llegada del ascensor. Un hombre joven en camiseta azul estaba de pie junto al cable de seguridad, mientras evitaba que las personas que estaban aguardando irrumpieran en la atracción. El eco del sorprendido y excitado bullicio de los visitantes era devuelto por las paredes.
Chris giró y miró en dirección al restaurante.
Allí estaban.
Grandes, fuertes, con cara de pocos amigos. Dos hombres le estaban observando fijamente sin disimulo alguno. Se encontraban erguidos con las piernas separadas y los brazos encogidos en la entrada al restaurante. «¡No podrás salir de aquí!», señalaba su postura. Ambos llevaban el pelo corto, y sus ligeras cazadoras veraniegas eran la prenda ideal para esconder posibles armas. A su lado se encontraba la parejita de la ropa de moteros. La joven mujer le estaba dedicando en ese instante una impertinente sonrisa.
Chris miraba hacia arriba. El ascensor, tras recorrer el mundo acuático, había llegado al último piso. Los visitantes se dispusieron a abandonar la cabina y recorrieron después el puente situado en uno de los extremos del pabellón. Chris percibió sus pies como torpes y oscuras huellas a través del vidrio opalino del puente a aproximadamente veinticinco metros de altura.
– ¡Vamos! -dijo mientras agarraba a la científica por la muñeca y la arrastraba con él.
– ¿Qué está pasando? ¡Me hace daño!
– Un momento.
A paso acelerado, cruzó el pabellón mientras se preguntaba qué función tendría la viga de acero a pocos metros por encima de él. Desde el restaurante continuó caminando hasta el ascensor. En mitad del pabellón vio cómo, desde los extremos, se conectaban sucesivas vigas de acero al ascensor, al igual que suele ocurrir con cualquier viga en cualquier muro.
Detrás, del lado opuesto, repartidos por todo el pabellón, había diferentes biombos en color madera, y delante de ellos escritorios de recepción en los que personas con maletas y bolsos esperaban de pie.
Chris lo entendió de repente. Era un hotel. Y fue entonces cuando también se dio cuenta de todo el estruendo. Estaban ocupados en separar de forma supletoria la zona del hotel con la entrada al ascensor. Sobre las vigas de acero, situadas encima de él, se colocaría seguramente un tejado de cristal para distanciar el ruido procedente de los visitantes de la zona del hotel sin sacrificar la panorámica del acuario.
Chris vislumbró de repente otra posible salida que conduciría con toda seguridad hacia el hotel. Su alivio perduró solo durante un segundo, cuando se percató de que allí había apostados otros dos vigilantes. Uno era de mediana estatura, tenía el cabello rubio oscuro y portaba un poblado mostacho; el otro poseía una hercúlea figura de lucha libre que hacía estremecer a Chris. Podía sentir literalmente la presión de sus enormes garras en su espina dorsal.
El hombre de la figura hercúlea levantó la mano derecha con parsimonia hasta la altura del pecho, estiró el brazo y dirigió con un rápido movimiento el dedo índice directamente hacia Chris.
– ¡Mierda! -se le escapó a Chris.
El se dio media vuelta y tiró de la profesora. Se apresuraron de nuevo al centro del pabellón entre las protestas de ella, pero él no prestó atención.
El ascensor había llegado abajo y estaba a punto de recoger una nueva muchedumbre de personas.
Entre tanto, la parejita en ropa motera acababa de deslizarse en él, ocupando de esta forma la última vía de escape posible.
– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó Ramona Söllner enojada.
– Como si no lo supiera ya… -Chris permaneció mirándola con frialdad-. Si esto ha de acabar aquí, usted lo hará conmigo. ¿Me ha entendido? En este momento lo veo de la siguiente forma: usted forma parte de ellos, ¿entendido?
– ¿De quién?
– Eche un vistazo a su alrededor.
La profesora giró la cabeza.
– ¿Se refiere a los dos hombres de allí en la entrada?
– Exacto. La han tomado conmigo. Y los tipos a la izquierda de nosotros…
– ¿Cómo sabe…? -ella calló. La mano derecha de los hombres era extrañamente larga, colgaba prácticamente hasta las rodillas. Solo a través de la segunda ojeada pudo reconocer los cañones opacos de acero-. Tienen armas…
– … Con silenciadores. ¿Para qué serán?
Chris esprintó hacia el ascensor, arrastrando consigo de nuevo a la científica. Dos adversarios eran menos que cuatro. Saltaron delante del sorprendido conductor del ascensor hacia el interior de la cabina y comenzaron a abrirse camino entre los demás visitantes para acabar subiendo algunos peldaños por la escalera metálica. Arriba del todo, vigilando la puerta de salida, se encontraba de pie la parejita.
En el último momento posible saltaron al ascensor el luchador y su compañero del mostacho. El conductor meneaba la cabeza y a continuación se cerraron las puertas.
El ascensor se puso lentamente en movimiento para deslizarse hacia las alturas. El conductor del ascensor pidió atención y comenzó a entusiasmarse con sus explicaciones acerca de las diferentes especies marinas que nadaban a su alrededor por el acuario.
Chris no apartó la vista ni un solo segundo de los dos perseguidores situados, de pie más abajo, en la puerta de entrada a la cabina. Al principio permanecían inmóviles, pero momentos más tarde comenzaron a moverse en dirección a las escaleras, abriéndose camino entre los visitantes, que protestaban.
Chris continuaba sujetando a Ramona Söllner por la muñeca a la vez que ella se giraba debajo de su fuerte agarre.
– Vale ya -susurraba él insistentemente. Su boca estaba muy cerca del oído de la profesora-. Hasta ahora no sé todavía si forma parte de ellos o no. Pero no me queda otra alternativa. ¡Considérese mi rehén!
– ¡Está alucinando! -siseó ella mientras sus ojos centelleaban iracundos-. ¿Qué hará si comienzo aquí ahora a gritar?
– Quizás nos pueda ayudar -susurró él-. Pero podría ser todavía mejor si lo hiciera en el momento apropiado.
Ella le miró sin entender muy bien.
– ¡Hay que esperar! -susurró él mientras miraba en dirección a la parejita.
El hombre palpó primero su chaqueta de cuero y enterró después la mano derecha en su bolsillo interior. Mientras, más abajo, el tipo del poblado mostacho había conseguido avanzar hasta situarse cerca del conductor del ascensor.
– Suban sin miedo arriba, si creen que van a ver mejor desde allí -sugirió el conductor, sintiéndose ofendido.
Varios gritos de sorpresa distrajeron a Chris; dentro del acuario, acababan de aparecer flotando delante de ellos tres buceadores.
– Sí, lo están viendo -anunciaba el conductor del ascensor-. Los buceadores suelen sumergirse en el acuario a diario para limpiar los cristales. Sin embargo, hoy se les ha hecho un poco tarde.
Los buceadores portaban pequeñas botellas de aire comprimido en la espalda, y esponjas en las manos.
– El cristal acrílico de este acuario posee en la parte superior un grosor de ocho centímetros; y en la inferior, uno de veintidós. La pecera misma tiene una anchura de tres metros… cierto… uno no se da cuenta… La masa de agua asciende a un millón de litros, y más de dos mil quinientos peces procedentes de los espacios marinos más diversos viven en esta agua marina creada artificialmente. Sí; aquellos son peces Napoleón, y los de allí peces mariposa.