– ¡Dios mío! -Ramona Söllner se encontraba de repente de pie al lado de Chris y se aferraba a su brazo.
Una cascada de agua se precipitaba de un agujero desde una altura de aproximadamente veinte metros al pabellón. Una fisura cada vez más grande recorría el cristal como una costura desde el agujero hasta la base. El murmullo del agua era devuelto por las paredes del pabellón como un rugido, y con las cataratas de agua se precipitaban asimismo trozos de carne humana al pabellón.
Chris giró. Detrás de él, la parejita huía desde el puente, donde el perseguidor de la figura hercúlea continuaba tendido y anestesiado; los últimos fugitivos zapateaban por encima de él.
Chris se fijó de nuevo en la pecera. La corriente de agua precipitándose hacia el exterior empujaba los restos de carne hacia la rotura, haciéndola desaparecer a continuación entre el remolino de agua y peces que se vertía hacia el pabellón.
Entre el murmullo del agua se entremezclaba de pronto un tortuoso crujido. A continuación se resquebrajó el cristal a lo largo de la fisura.
Las masas de agua se precipitaron con un ruido ensordecedor en el pabellón. Chris pudo ver cómo los cuerpos agitados de los otros dos buceadores luchaban contra la corriente hasta caer finalmente al pabellón a través del torrente de un millón de litros de agua.
Capítulo 23
Praga, tarde del viernes
– Yo no le veo -dijo Zoe Purcell mientras observaba con cierta agresividad a las personas que encontraba a su paso. La exigencia impuesta por Thornten en Vilcabamba de que acabara personalmente con el cerdo que se disponía a venderle los resultados de investigación de Tysabi a la competencia, le había llevado a tener que desplazarse a toda prisa hasta Praga. Ahora se encontraba de pie delante de la Torre del Puente de la Ciudad Vieja mientras intentaba mantener la vista atenta en la muchedumbre que se encontraba en el Puente de Carlos.
– No se quede mirando así a la gente. Desde luego no se puede ser más descarada -Peter Sullivan, el jefe de seguridad de Tysabi, era de la clase de tipos que Zoe Purcell aborrecía, pero que aun así le infundían respeto-. Tenemos todo bajo control.
Su cabeza afeitada hacía que a sus ojos pareciera todavía más despiadado de lo que ya era. Sus hundidos pómulos se contradecían notoriamente con su rolliza figura, que motivaba augurarle la muerte por infarto en cualquier segundo.
Hacía apenas una semana que Sullivan le había informado sobre el inminente intercambio de los resultados de la investigación. Ella quiso saber de dónde provenía la información. «Se lo ha podido exprimir a nuestro amigo de la competencia. No fue barato, e incluso nos pedirá bastante más si nos dice quién es y el momento del intercambio», había contestado él, cuando ella le dio luz verde para el trato en las islas Caimán mientras ella volaba a Vilcabamba.
El hecho de si fue Sullivan el que informó a su vez a Folsom, quien la había avasallado por todo ello delante del presidente en Vilcabamba, era algo que aún no se había aclarado y permanecía entre ellos como una especie de muro. Pero primero tocaba impedir la traición, y a continuación vendría todo lo demás. Otro motivo más de discordia constituía el precio que Sullivan había pagado en las islas Caimán para comprar toda la información sobre la transacción.
– ¡Como no funcione esto le echaré de su puesto! -le increpó mientras apretaba los labios-. ¡Atrápelo! ¡Sin jueguecitos!
Parecía como si un nido de serpientes silbara al unísono, pero Peter Sullivan mordía impasible su bramborák [40]. El trozo de cartón en su mano formaba una única mancha oscura, empapada por entero en la grasa de la tortita de patata.
Esta pequeña mosca cojonera trastocaba toda su misión con sus crispantes preguntas y su actitud de sabidilla. Sullivan venía acompañado de tres equipos de dos hombres respectivamente. Durante su última misión en Praga a finales del 85, habían sido más de veinte hombres. Eso había ocurrido todavía en tiempos de la Guerra Fría y de aquello pasaron ya veinte años. Y quince desde que lo habían echado. Con el final de la Guerra Fría, un ejército entero de agentes de la CIA había quedado, de un día para otro, de patitas en la calle.
El había tenido suerte al encontrar un nuevo comienzo como jefe de seguridad en Tysabi. Por otro lado, los contactos de antaño aún valían hoy su peso en oro. Uno de los de la vieja guardia le había servido la información, financiándose de este modo -al menos así lo sospechaba Sullivan- su futura vidorra en un yate frente a las Bahamas.
– El objetivo acaba de realizar contacto -informó Pete Sparrow, quien comandaba el primer equipo-. Su persona de contacto es un hombre de mediana estatura, con traje oscuro, camisa celeste, sin corbata, de mi edad, entrenado, algo nervioso. Acaba de desaparecer en dirección a «Number One».
– ¿Qué quiere decir eso? -preguntó Zoe Purcell.
– Esta rata acaba de ser detectada por el otro bando. Arrancamos. «Number One» soy yo. -Sullivan se estiró y vio a la persona de contacto aparecer del otro lado pocos segundos más tarde entre una amalgama de personas. El hombre se paró ante un grupo de folclore integrado por seis personas.
El traidor venía acercándose a pasos rápidos a través del puente y pasó por delante del grupo folclórico sin establecer ningún contacto visual con su persona de contacto.
«Bien hecho -pensó Sullivan-; si además supieras alterar el ritmo de las cosas y hacer maretes, todavía podrías meternos en algún compromiso serio». Sin embargo, no podía permitir que llegara tan lejos.
Cuando la persona de contacto se soltó del grupo de músicos, Sullivan cambió de canal. Se acabarían los juegos. Su cuerpo rollizo se tensó como la hoja de una sierra y comenzó a impulsarse con una dinámica que, habida cuenta de su figura, uno nunca se hubiera imaginado en él. Entretanto gritó breves órdenes en el «micro sujeto» en su solapa.
Wayne Snider pasó de largo sin fijarse en el grupo folclórico. Diferentes caras pasaban por delante de él a toda prisa, y en lugar del esperado nerviosismo, estaba pletórico de confianza. Caminó a paso firme a lo largo de la calle Karlova. La gran cantidad de papel en su bolso de cuero que le colgaba del hombro se había convertido, después de un tiempo, en un peso bastante molesto.
«¿Quieres dar la vuelta? -se preguntaba una y otra vez-. No -respondía en cada ocasión a la vez que aceleraba sus pasos-. No, y mil veces no. Estás ahora en racha. ¡Apuéstalo todo y gana!».
«¡Viajas a Praga para volver a jugar!», le había gritado su mujer antes de partir. En los dos años que había pasado solo en Dresde, se convirtió en un jugador empedernido. Al principio, entraba en las casas de apuestas para tener una distracción. Sin embargo, llegó un momento en el que traspasó el umbral del vicio. Había perdido y no había tenido la fuerza de dejarlo a tiempo. Había recurrido incluso a los ahorros, pero poco a poco lo había perdido todo en el juego.
Su mujer casi se había vuelto loca, y él le prometió por lo más sagrado que ya no volvería a jugar si ella iba con él a Dresde. Realmente fue capaz en detener el ansia durante un breve periodo de tiempo.
Sin embargo, la intuición de su mujer no se equivocaba: él volvió a jugar. Para ello, evitó los casinos oficiales y vagaba por las casas de juego ilegales. Sus deudas habían ascendido entre tanto a unos doscientos mil euros. Los últimos créditos se los había procurado un prestamista privado a cambio de unos horrendos intereses, porque su banco ya no estaba dispuesto a ampliar las líneas de crédito.
– Viajo a Praga por un futuro mejor. ¡Créeme! -le había prometido a ella cuando se fue al laboratorio para imprimir los datos.
Su información sobre los antibióticos proteicos endógenos, bactericidas y vascularizantes procedentes del sistema inmunológico de la piel era una mina de oro. Gracias a los últimos conocimientos sobre el sistema de defensa más antiguo del ser humano se podían desarrollar conceptos terapéuticos totalmente nuevos y sacar al mercado nuevos ungüentos alternativos contra las quemaduras y heridas. Les estaba aportando la información correspondiente al último paso previo a la fabricación del propio medicamento.