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El ambiente del casco antiguo de la ciudad hizo que se evadiera por un momento. A su izquierda se encontraba el ayuntamiento con su reloj astronómico del siglo XIII, delante del cual, al dar la hora en punto, se reunía siempre una muchedumbre de gente para admirar los movimientos de sus figuras mecánicas.

A la derecha de él, en el extremo sur de la plaza, se alzaba la hilera de casas con sus fachadas repletas de detalles típicamente barrocos y renacentistas, que ya le había fascinado en sus anteriores visitas.

A cien metros delante de él se ubicaba su meta. El poderoso y oscuro monumento a Jan Hus [41] limitaba en su parte posterior con diferentes arbustos, y en la anterior engarzaba con unas escalinatas en forma de media luna en las que descansaban varias personas.

Vacilaba. No porque tuviera miedo. No; disfrutaba del momento. La plaza asfaltada con el monumento era el escenario perfecto en el que ganaría su gran partida.

Los tenía a su merced. Las fórmulas fallaban en tres lugares diferentes. Aceptaron a regañadientes sus precauciones, pero de esta forma les había arrebatado a su vez cualquier oportunidad de tenderle una trampa.

Debían pagar al mismo «Diamond» Snider en diamantes. Eran mucho más manejables que el dinero en efectivo, y tampoco habría transferencias bancadas cuyo rastro les podría llevar a una determinada cuenta suiza. Y a pesar de que entendía de diamantes, no les diría las fórmulas correctas en lugar de las erróneas hasta no convertir los diamantes en dinero. A modo de dietas para el viaje, le darían quinientos mil en efectivo. Unos pocos billetes los apostaría esa misma noche en cualquier casa de apuestas.

Reía satisfecho.

Y a continuación viajaría de vuelta a Dresde y comprobaría lo de la prueba ósea de Chris. Las células se estaban dividiendo, había descubierto algo realmente inconcebible…

Parecía haberse topado realmente con una racha de suerte. «Por fin, por fin, ¡después de tantos batacazos! Hoy mismo el dinero y después quizás incluso una primicia científica».

«Una cosa detrás de la otra», se recordaba a sí mismo. A lo mejor había incurrido con las prisas en algún error, y el descubrimiento ya no era tal. Ahora se trataba primero del dinero…

De súbito, una joven mujer se había colocado de pie delante de él. Pantalones vaqueros, una blusa, una cazadora ligera, de mediana estatura. Tenía una cara amable y el cabello rojizo que llevaba a media melena, junto con unas gafas rectangulares que le hacían parecer mayor de lo que realmente era.

– Disculpe, ¿conoce la zona? -preguntó en alemán con una tímida sonrisa en la boca mientras mantenía abierto en la mano un callejero de la ciudad que agitaba en el aire.

Snider quiso reaccionar de forma desabrida, porque le molestaba en sus reflexiones. Sin embargo, continuó dejándose distraer.

Puede que se tratara de su cabeza ligeramente ladeada, o quizás del desamparo en su sonrisa.

– ¿De qué se trata?

– Quiero ir al Museo Dvorak [42].

Snider meneaba compasivo la cabeza.

– Por desgracia yo todavía no he estado allí. Si no dispone de ningún guía turístico, entonces…

El continuaba mirándola con compasión, cuando su bolso comenzó a deslizarse de su hombro. De repente había desaparecido la presión con la que la correa apretujaba los huesos de su hombro con el peso de su traición. El extremo de la correa flageló su pómulo y rebotó de nuevo para abajo. Su mano derecha, con la que había sostenido el fondo del bolso, flotaba de repente sin peso alguno en el aire. El espacio entre su cuerpo y el brazo derecho estaba vacío.

Wayne Snider giró a toda mecha.

El ladrón se había alejado ya unos cinco metros y corría a través de la plaza en dirección al pasaje Melantrichova, un acceso estrecho enfrente del ayuntamiento.

– ¡Maldito cerdo! -gritó Snider.

Su cara se volvió morada de golpe, las venas en las sienes bombeaban a toda máquina y fragmentos de ideas recorrieron frenéticos su red neuronal. «Traicionado… embaucado… vendido a puercos…».

– ¡Así no! -comenzó a perseguirle, pero de sus pies parecían colgar bolas de hierro. Con el frenesí, cargó contra dos turistas ancianas-. ¡Fuera! -gritaba mientras continuaba tropezando.

Poco después perdió de vista al ladrón. La desesperación se abrió camino a través de sus venas, su cabeza amenazaba con estallar.

«Todo en vano. ¡Se acabó todo!». ¡Idiota!

De repente, dos hombres adelantaron a Snider. Eran jóvenes, fuertes y rápidos. Sin miramiento alguno, se abrían camino a través de los transeúntes, atropellaban a la gente mientras gritaban al mismo tiempo. Comenzó a entenderlo. Si ellos ahora también…

De golpe, Snider contaba de nuevo con una buena panorámica. El joven ladrón sostenía el bolso de cuero en la mano derecha y fue detenido por un hombre, quien le agarraba con la mano izquierda en el cuello mientras le exigía el bolso con la derecha.

Era su persona de contacto.

Lo cual significaba por otra parte…

Sus esperanzas volvieron a brotar.

Quizás fue realmente una estúpida coincidencia, quizás fue víctima de cualquier carterista. Se apresuró a acercarse a los hombres que le adelantaron y se habían dirigido hacia el ladrón. Este no parecía tener ninguna posibilidad contra su persona de contacto y los otros dos.

Mientras se estaba congratulando todavía en su fuero interno, aparecieron detrás de su persona de contacto otras tres personas más: una grácil mujer con cabellos oscuros, un joven y una voluminosa figura con la cabeza rasurada.

Snider se asombró de la rapidez con la que se movía el hombre a pesar de su gordura.

Su persona de contacto de repente cayó de bruces, se precipitó como a fotogramas a cámara lenta sobre los adoquines, intentando con esfuerzo mantener erguida la cabeza hasta el último momento.

Snider soltó un sollozo.

La voluminosa figura se alzaba en la calle como el Coloso de Rodas, su brazo derecho permanecía estirado y señalaba a los otros dos hombres. A pocos pasos delante de él, estos se derrumbaron desplomándose sobre el suelo adoquinado.

El gordo apresó al ladrón por el brazo y tiró de él, alejándolo de la calle hacia el final de la plaza.

Snider corrió detrás.

Capítulo 24

Berlín, viernes

Los gritos provocaron que Chris corriera de un lado para otro sin saber muy bien qué rumbo tomar.

En el otro extremo del puente había un obstáculo que hacía detenerse a los dos fugitivos. Sin mayor ademán, dos hombres se separaron de entre el amasijo de personas y posaron el pie en el puente al mismo tiempo que detrás de ellos huían los últimos visitantes del ascensor en dirección a las escaleras.

«El otro equipo», pensó Chris. Este había subido en el ascensor por el descansillo del pabellón.

Sus rostros irradiaban una sombría determinación. Resultaba imposible no fijarse en las pistolas con los silenciadores.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó la profesora.

Chris juraba. «¿A cuántos necios más podría eliminar antes de que les tocara a ellos?».

– ¡Venga! Vamos… rápido…

Saltaron de nuevo desde el puente hacia la entrada del ascensor, y una vez en su interior, bajaron como locos por las escaleras. El operario del ascensor se encontraba aturdido y sentado en el suelo, al lado de la consola de mandos sujetándose el hombro derecho.