Su primer encargo, como empresario autónomo, consistió en un porte para el Conde. Desde entonces, Chris no paraba de recibir de forma regular trabajos bien remunerados por su parte. El último, hacía medio año: había viajado detrás del Conde para llevarle un pequeño paquete a Dubai, donde el ágil sesentón se alojaba en uno de los hoteles más exclusivos.
El hotel resultó ser un punto de reunión de la economía y las altas finanzas. El Conde había estado negociando con varios amigos árabes durante dos días enteros; la joven directora general del hotel, procedente de Múnich, había supervisado personalmente el perfecto servicio. Junto con Antonio Ponti, su guardaespaldas, Chris había acompañado al Conde sin soltar el paquete de la mano hasta que se llegó a un acuerdo al caer la noche del segundo día.
– Enhorabuena -le había felicitado Chris-. Está satisfecho, según parece, ha hecho un buen negocio.
– Al contrario. No he ganado ni un céntimo. Les he devuelto algo, que en cualquier caso ya era suyo. Hemos negociado sobre dónde y cómo lo van a exponer.
– Yo no lo entiendo.
– No importa. Cuando llegue el momento, tal vez se lo explique -le contestó el Conde.
La voz de Ina le separó de golpe de sus pensamientos.
– ¿Me estás escuchando? Ha alquilado un coche para ti. No tienes más que recogerlo.
– Una vez más no podré disfrutar de ningún día libre. Tenía la esperanza de que lo anulara o retrasara.
– Eso no nos lo podemos permitir. Aún me debes medio sueldo del mes pasado. Además, ya ha pagado. Hoy mismo hemos recibido el dinero. Un tío increíble -Ina se echó a reír tímidamente, porque sabía que su comentario sobre el sueldo le molestaría. Ella era consciente de lo mucho que se sacrificaba para pagarle puntualmente su sueldo completo-. Pero eso no es suficiente para ser honesto…
Él guardó silencio durante un segundo.
– Ahora voy por nuestra bonificación. Vete ya a casa.
Chris finalizó la conversación, cogiendo los dos pequeños paquetes del asiento de atrás, por cuyo contenido había viajado por medio mundo. A continuación, se bajó del coche.
«No está nada mal -pensó Susan Achternbusch cuando entró Chris-. Delgado, fuerte, pero aun así grácil de algún modo, algo más de un metro ochenta, cabello denso y oscuro con un peinado corto y moderno a los lados. Movimientos ágiles y concisos, y más o menos de su edad. Tan solo el bigote y su sonrisa descarada, le molestaban».
Susan Achternbusch, que tenía treinta y cinco años, y desde hacía tres dirigía el servicio de eventos del consejo de dirección, estaba esperando en el hall de recepción de cuatro metros de altura del que disponía la residencia, propiedad de la empresa, la cual la había adquirido hacía año y medio expresamente para el presidente del consejo y su mujer como lugar de descanso.
Dos guardias de seguridad acababan de escanear a Chis con un detector portátil en busca de objetos metálicos. El, entre tanto, permanecía con los dos paquetes sujetos y los brazos en alto a la vez que echaba una ojeada examinante a su alrededor.
– Zarrenthin -salió de su voz ligeramente áspera para presentarse a sí mismo, una vez se hubo colocado de pie delante de ella. «Impresionante», sus ojos gris azulados se posaron por un segundo en su esbelta figura cuyo oscuro vestido la resaltaba todavía más, para deslizarse con rapidez por toda la habitación, absorbiéndolo todo. Y todo ello sin ningún tipo de rubor, sino de forma descaradamente curiosa.
A los lados del hall discurrían los despachos, mientras que las habitaciones privadas se ubicaban en la parte superior. Sobre el laboriosamente restaurado suelo de mármol, adornado con motivos romanos, descansaban valiosas alfombras persas, y los muebles imperiales provenían seguramente de los comerciantes de arte más afamados.
– Me ha hecho sudar de lo lindo, presentándose aquí en el último minuto -ella no le prestaba atención a su descarada curiosidad mientras analizaba su oscura tez-. ¿Parece que no ha desaprovechado la ocasión para tomar el sol, perdiendo de esta forma el avión?
– Es moreno natural -él, divertido, soltó una carcajada. Los pliegues que aparecieron alrededor de sus ojos, al reírse, le hacían aún más simpático, y el bigote recortado sobre sus labios carnosos parecía ya no molestarle a ella-. Alégrese. He llegado a tiempo y tengo aquello por lo que su corazón suspira.
De nuevo salió a escena esa sonrisa optimista y triunfal en su cara ligeramente angulada, disipando la sobria tenacidad que transmitían su fuerte barbilla y su nariz aquilina.
Susan estaba confusa; le resultaba imposible catalogarlo. Ya al teléfono había sido capaz de negociar con habilidad la bonificación, cuando el vuelo reservado por la empresa había sido anulado por motivos técnicos. Se vio obligado a buscar una alternativa para poder estar allí en esos mismos instantes.
De repente se formó mucho ruido detrás de ella.
La mirada de él se trasladó de inmediato en dirección al nuevo estímulo. Susan Achternbusch se percató de la existencia de pequeñas motas amarillas en su iris, cuando en sus oídos retumbó la voz del Jefe.
– ¡Es medianoche! ¿Dónde está el broche de oro a nuestra velada? ¡Susan!
– ¡Aquí! -gritó, girando.
El Jefe se dirigió a ella. Enorme, colosal, una montaña de hombre en un esmoquin perfectamente entallado.
– ¿Usted es el emisario? -espetó sin quitar el ojo de los dos pequeños paquetes.
– Sí, soy el porteador.
El Jefe soltó una carcajada, y sus garras cayeron sobre los hombros de Chris y Susan Achternbusch.
– Un largo vuelo, ¿no? -preguntó, mientras pasaba revista al traje arrugado de Chris. A Herbert Scharff le llamaban en la empresa sencillamente Jefe, después de que un año y medio antes, se hiciera cargo de la cadena moribunda de grandes almacenes como presidente del consejo de dirección, catapultándola de nuevo hacia la franja de beneficios, después de imponer ante sus detractores la adopción de una brutal reestructuración de saneamiento.
Miles de puestos de trabajo habían sido sacrificados. Los accionistas le aplaudían, mientras le odiaban los empleados despedidos.
Hoy era la noche en que se festejaba su éxito y la subida vertiginosa de la cotización en bolsa durante las últimas semanas. Por todo ello, el Jefe reclamaba un premio muy personal.
– He venido a verle directamente del aeropuerto; no quería estropearle la sorpresa.
– Está bien, joven -gruñía Scharff impacientemente. Se abrió paso entre Chris y Susan Achternbusch, llevándoselos al salón con sus manos rollizas sobre sus hombros.
– Que no se te caigan -le murmuró a Chris, cuando entraron en la estancia-. Y compórtate, de lo contrario…
La sala estaba abarrotada de gente en ropa de gala. Chris calculó una cantidad de cien personas, que se giraban hacia ellos paulatinamente unos tras otros.
A la izquierda, al lado de la entrada se había colocado el bufé y el bar y, al otro lado de la sala, tocaba una banda sobre una pequeña tarima. La zona de baile, situada adelante, estaba repleta. Las mesas, festivamente adornadas, recorrían paralelamente toda la pared interior de la sala situada en el lado derecho de la entrada.
Scharff le dirigió en dirección a la tarima. Las puertas situadas en la parte izquierda en dirección al jardín estaban abiertas, y en la terraza resplandecientemente iluminada, los invitados disfrutaban enfrascados en sus conversaciones al relente de la noche.
– ¡Entrad! -gritó Scharff en dirección a la terraza mientras continuaba marchando hacia la tarima.
Chris observó caras que le parecían familiares. Políticos, artistas, gente cuyos retratos decoraban las coloridas páginas de los medios. Dividió a las personas presentes en dos grupos. Por un lado, estaban aquellos que a través de sus ademanes, gestos y mimos reflejaban lo que a su vez Scharff: dinero y poder.