– ¡Venga, para abajo! -gritó Chris mientras le propinaba al hombre un golpe en la espalda. Este presionó un botón y la puerta del extremo superior del ascensor se cerró-. Mala suerte -murmuró Chris cuando el primer perseguidor atizó la empuñadura de su arma contra el cristal.
– ¿Qué es lo que está pasando? -balbuceaba el operario del ascensor mientras se deslizaba la cabina hacia abajo. Temblaba por todo el cuerpo y mantenía su mirada apática en la consola.
– ¿No puede ir más aprisa? -gritó Chris por el contrario.
La capa exterior destruida del acuario con sus roturas estriadas se convirtió en el dolmen de la muerte. Peces y pedazos de carne humana colgaban de los picos de cristal como clavados en lanzas. Dentro del pabellón, el agua ondeaba entre las paredes. Sin embargo, la superficie de agua se iba tranquilizando poco a poco, y el movimiento de las olas iba disminuyendo cada vez más. Los cuerpos retorcidos de los buceadores desplomados yacían aplastados en el inundado suelo de piedra.
El ascensor comenzó a detenerse.
– ¡Abra! -jadeó Chris mientras apuntaba con el cañón del Korth en dirección a la puerta.
– Pero el agua…
– ¡Tranquilo, no se va ahogar! -gritó Chris-. ¡Abra!
La puerta se abrió y el agua penetró con gorgoteos en el ascensor. Chris se arrojó a ella, que de momento apenas cubría la pantorrilla, y se impulsó con el torso inclinado hacia adelante. Ramona Söllner continuaba detrás de él.
– ¡Tenemos que salir de aquí! -gritó Chris. Su objetivo era la puerta por la que entraron en el edificio.
El agua salió salpicando las alturas a su lado, cuando vio desaparecer en ella dos balas en forma de torpedos en miniatura.
La cabeza de Chris se alzó hacia las alturas. Arriba del todo, a veinticinco metros de altura, se podían ver una cabeza y un brazo. A continuación surgió un centelleo. La bala silbó esta vez cerca de la parte posterior de su cabeza.
Ramona Söllner soltó un agudo grito al impactar la siguiente bala en el agua justo delante de ella.
– ¡Más rápido! -por fin, Chris alcanzó el restaurante y abandonó la zona desprotegida del pabellón.
Miró a su alrededor. La científica seguía sus pasos con cara rojiza. Chris continuó adelante sin descanso; el agua bramaba con gorgoteo y fluía a través de la puerta abierta hacia el pasaje, desviándose desde allí en todas las direcciones.
Las mesas y sillas en el centro del pasaje estaban rodeadas de agua. A la derecha de la calle Liebknechtstraße comenzaron a detenerse los primeros curiosos que discutían excitados.
– ¡A la izquierda! -comandó Ramona Söllner.
Chris volvió la vista. Les estaba persiguiendo un hombre. El segundo perseguidor había bajado del puente a través del ascensor del descansillo.
Continuaron corriendo a través del pasaje para alejarse de la calle.
– ¡A la derecha! -volvió a gritar ella detrás de él, cuando Chris se paró en el siguiente desvío delante de una fuente. Ella corrió por delante de él hacia el callejón mientras abrió en plena carrera su bolso y lo registró hasta encontrar el bono de la plaza de aparcamiento.
Ella se detuvo ante una columna plateada y brillante que le llegaba hasta la altura del pecho y se situaba en el callejón a una distancia de casi un metro entre la puerta de entrada y el aparcamiento subterráneo.
Chris presionaba la puerta. Estaba cerrada.
Ramona Söllner deslizó el bono de aparcamiento con dedos temblorosos a través de la ranura de la columna. Pero no ocurrió nada.
– ¡Mierda! -gritó ella mientras se balanceaba sobre los pies. El perseguidor corría a toda velocidad hacia ellos.
Chris se apartó de la puerta de un brinco interponiéndose en su camino. A tres pasos delante de él, el hombre comenzó a saltar para volar por los aires con las piernas estiradas hacia adelante.
Chris se apartó a un lado y rodó sobre el hombro. El perseguidor continuó con su vuelo delante de él y cayó de bruces en el adoquín. Chris se acercó a él de un salto. Su pie describió un rápido movimiento hacia adelante golpeando la barbilla del caído, quien permaneció tendido y aturdido.
Ramona Söllner pasó el bono una vez más a través del lector. Esta vez el cierre de la puerta se abrió con un sonido apenas inteligible.
Se deslizaron a través de ella y bajaron apresurados los escalones de hormigón. Detrás de ellos vibraba el cristal de los furiosos golpes del perseguidor.
Chris aparcó el Mercedes SEL Cabrio en la plaza Monbijou, no muy lejos del aparcamiento subterráneo. Él permaneció sentado en el asiento del conductor y tamborileaba impaciente con los dedos en el volante. La tensión continuaba alojada en su estómago como una bola de hierro, pero al menos podía pensar de nuevo con claridad.
– Usted sencillamente no me convence. Yo no me he delatado a mí mismo. Así que solo queda usted y el cura.
Chris se había quitado los zapatos y los mojados calcetines. Estos últimos descansaban sobre la rejilla mientras se secaban con el aire caliente de la calefacción que estaba encendida al máximo.
– No sé qué más le puedo decir. En cualquier caso no tengo ningún interés en asesinarle. ¡Lo que quiero son las tablillas! -la profesora fumaba un cigarrillo detrás de otro. Poco a poco remitía el temblor en sus músculos.
De nuevo retumbaba el sonido de las sirenas. La policía y las ambulancias continuaban todavía dirigiéndose a toda pastilla al campo de batalla.
– ¿No estamos demasiado cerca? -preguntó ella al estremecerse con cada sonido de sirena.
– ¿Por qué? ¿Sabe alguien qué coche conduce? Ahora mismo tienen que dedicarse a otras cosas que no sean registrar coches aparcados. Aún disponemos de varios minutos.
»Ahora discuten, le dan mil vueltas a cada detalle, hacen repetir la historia una y otra vez en busca de cualquier detalle con el que comenzar una nueva línea de investigación. En eso consiste el trabajo policial -Chris resollaba-. Usted dijo hace un momento que hubo un intento de compra en los años veinte que había fracasado. Y que alguien había involucrado a la Iglesia. Cuénteme un poco más sobre todo aquello.
– No sabemos mucho. Ni el porqué ni el cómo. Está todo sin esclarecer. Quién con quién… Fuimos capaces de identificar y entender en parte los fragmentos de texto que nos envió Forster hace ahora aproximadamente un año.
– ¿Cómo puede ser eso? Usted mismo dijo que la búsqueda en los archivos de la Iglesia no había tenido ningún éxito.
– Correcto. Sin embargo, hemos encontrado fragmentos de una copia en una caja en los depósitos del museo hasta ahora inadvertida.
– ¿Cómo puede ocurrir tal cosa?
– Son cosas que ocurren en la vida real, y la realidad en Alemania ahora mismo es esa. Todavía hoy en día, los depósitos del museo continúan repletos de descubrimientos sin catalogar; al igual que en todos los museos del mundo. Muchas cosas siguen inadvertidas en la penumbra de los rincones de los sótanos -ella hizo una pequeña pausa-. Y además hay que añadir otro aspecto más. Simon, el gran mecenas de los museos berlineses, procesaba la fe judía. Podemos congratularnos de que no se lo hubieran llevado todo durante los innombrables dramas de los años treinta y cuarenta. Por algún motivo, nadie se había interesado por su legado.
Chris la interrumpió con un gesto del brazo y clavó su mirada en un anciano y desaseado hombre, que deambulaba sonriente alrededor del coche y les escudriñaba con curiosidad. El hombre pasó su mano sobre la aleta derecha del coche para convertirla más tarde en un puño, golpear con saña la chapa y acabar riéndose y alejándose cojeando a continuación.
– Cabrón -juró la científica.
– Déjelo. ¡No es nada más que la frustración de la vida! ¿Qué más hay?
– Después de la guerra, los rusos saquearon los museos. A finales de los años cincuenta prosiguió la gran ola de la devolución… entre hermanos socialistas. Pero al principio se concentraron en los importantes trabajos de reconstrucción. De nuevo, más de un objeto tuvo que permanecer oculto en los recovecos de los depósitos.