– ¿Y quién era el pastor del que hablaba Nabucodonosor?
– A lo mejor un rey. Hubo uno con ese sobrenombre, quien presuntamente unificó por primera vez el reino sumerio. Pero quizás se refiera incluso a un sacerdote. Todavía hoy esta misma palabra es sinónimo de una persona que, en un sentido figurado, cuida del rebaño. En aquellos tiempos remotos, ser pastor se consideraba un cargo admirado e importante. En las crónicas, este término va unido a un sinfín de estampas poéticas. Los pastores llevaban una vida nómada; acompañaban al rebaño a menudo lejos de los poblados, recorriendo áridas tierras y siendo responsables de la integridad del mismo -ella hizo un alto.
– Continúe la historia. La estoy escuchando.
– Por todos estos motivos son tan interesantes las tablillas. Hasta la fecha no existe ningún texto procedente de los tiempos inmediatamente posteriores al Diluvio Universal. Las únicas crónicas hasta ahora conocidas datan de tiempos bastante posteriores, proceden de la época de Uruk. Hay mucho aún por descubrir.
– ¿Serían valiosos unos huesos así? ¿De un rey o de este dios… Ninurta?
Ramona Söllner arrancó una estrepitosa risotada.
– ¿Valiosos? ¿Qué significa eso? ¿Cuántos huesos cree usted se han encontrado a diario durante las excavaciones en Khorsabad, Susa, Babilonia o Uruk? Cada tumba recién descubierta estaba repleta de ellos. Y cada hueso es valioso, sobre todo si se es un coleccionista de reliquias. Hay personas que le conceden a los huesos fuerzas mágicas. Sin embargo, realmente hay que creer en ello -ella se reía de nuevo-. El hueso de un dios sí que podría alcanzar un buen valor de coleccionista. Pues apenas existen.
– La Iglesia católica es el mejor ejemplo…
– Pues eso -ella miraba a Chris de forma divertida-. En la Iglesia católica abundan las reliquias por doquier: uñas sagradas de santos, clavos de crucifixión, trozos de lana de capas, presuntas astillas de la Santa Cruz. Bajo mi punto de vista, una forma especial de fetichismo.
– Menos mal que no ha venido su cura -Chris se mondaba de la risa-. Usted cree entonces…
– Yo no creo nada. Si hay huesos, estableceremos su edad. Porque así podremos exponerlos y añadir que provienen posiblemente de un rey o un dios sumerio. Cuando visite el Museo de Oriente Próximo, verá que en la actualidad ya estamos exponiendo una tumba completa.
Ella calló, cuando a la izquierda delante de ellos y dentro de la rojiza esfera del sol poniente se alzaba el coloso. El techo de cristal de la nueva estación central ferroviaria de Berlín permanecía tensado unos trescientos metros, uniendo el lado oriental con el de occidente. El sol se ponía en cada uno de los diez mil cristales cortados a medida.
– ¿Ve aquello? -dijo Ramona Söllner mientras señalaba cuatro tensores de acero situados a una altura de aproximadamente setenta metros-. Nuestra Babilonia. Nuestra propia construcción del zigurat. Los tensores de acero sostienen las dos torres de oficinas, que se construyen primero como esqueletos de acero y hormigón en un plano vertical para posteriormente descenderlos como un puente levadizo sobre el terraplén. Dicen que los cables de acero tienen un grosor de treinta centímetros. Lo nunca visto. Sencillamente increíble.
– Cree que se trata de gigantomanía y un derroche inútil de dinero.
– Son miles de millones. Tan solo la construcción de la estación ferroviaria debe de costar setecientos millones, cuando en un principio se presupuestaron doscientos cincuenta.
Chris echó una breve ojeada a la obra en la que se erguían las dos torres de oficinas, las cuales se alzarían en un futuro por encima del majestuoso techo de cristal.
– Más adelante, en el próximo cruce a la izquierda, pasaremos por delante del barrio del gobierno y el parque Tiergarten. Desde allí se llega al distrito de Wilmersdorf -dijo ella mientras él se dirigía al centro de la vía en dirección al correspondiente desvío.
Un Ford Mondeo les adelantó por la derecha con el motor rugiendo. Sin embargo, el vehículo aceleró y viró de repente en dirección contraria.
Chris sintió un fuerte golpe en la espalda y fue lanzado hacia delante. El cinturón de seguridad amortiguó la parte superior de su cuerpo, haciéndole rebotar de nuevo hacia atrás. Ramona Söllner apoyaba con fuerza las manos en el salpicadero mientras gritaba aterrada.
El Mondeo se acercaba a toda velocidad hacia ellos. ¡Otro fuerte golpe trasero! Chris pudo ver por el retrovisor el centelleo del parachoques de un todoterreno.
Él pisó el acelerador a fondo, tiró del volante hacia la izquierda y desvió el Mercedes Cabrio en dirección contraria al tráfico. Ambos coches pasaron a todo gas de forma oblicua rozando el uno con el otro, cuando inmediatamente después se incrustó el Mondeo su propio costado a la altura de los asientos traseros del Cabrio. En ese mismo instante hubo un golpe en la parte delantera. Una camioneta que venía de frente pasó rozando el morro del Mercedes, mientras un furgón que venía por detrás les dejó encallados definitivamente entre los dos vehículos.
El todoterreno de detrás embistió de nuevo al Cabrio. Milésimas de segundo más tarde el pequeño camión perforó, con su montón de arena colocado en la caja abierta, el lateral del todoterreno.
– ¡Salga! ¡Vamos, rápido!
Chris abrió la puerta de un manotazo y saltó del coche. Se colocó de forma instintiva en cuclillas y sacó el Korth de la cintura del pantalón.
A continuación rescató de un tirón la mochila que se encontraba en la zona habilitada para los pies del habitáculo. La profesora, por su parte, miró en dirección al asiento trasero, donde descansaba su chaqueta americana, vaciló un instante, y se desplazó reptando y lanzando juramentos desde el asiento del acompañante al del conductor. Chris la agarró finalmente por los hombros y tiró de ella hasta sacarla a la carretera.
– ¡Ándese con ojo! -gritó ella cuando vio que el cañón de la pistola en su mano bailaba delante de su cara.
Una vez que se hubo colocado Chris la mochila al hombro, dio un salto y corrió alrededor de la cabina de la camioneta. A la izquierda de él gritaban voces masculinas a la vez que se percibía el chirrido de frenos. Poco después, se escuchaba retumbar el seco estruendo de sucesivos impactos.
Chris saltó sobre el capó de un vehículo para aterrizar de nuevo en el asfalto.
– ¡Espere!
La científica se había subido detrás de él y se deslizaba torpemente en su falda sobre el capó. De nuevo le lanzó un grito de atención.
– ¡Rápido! ¡Rápido! -gritaba Chris.
Corrieron por la carretera y alcanzaron la acera, la cual estaba separada por una alta valla de alambre. Detrás de ella se agrupaban los barracones de los obreros.
Juntos comenzaron a correr de nuevo. Las miradas de Chris volaban a través de la calle en busca del siguiente peligro entre la creciente maraña de hierros. ¿De dónde venían tantos perseguidores? ¿Cuál fue el error que había cometido?
La llamada de Ramona Söllner hizo que mirara de soslayo. Ella ya no estaba a su lado…
De nuevo escuchó retumbar sus gritos y Chris miró hacia atrás. Ella se había caído y permanecía tendida en el suelo, a unos quince pasos detrás de él.
A su lado acababa de detenerse el primer perseguidor. El hombre poseía un cabello crespo y oscuro, y un rostro aguileño con pesados sacos lagrimales.