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El de la gorra de béisbol inició una estridente y chillona risa. El zurdo contrajo la cara en mil arrugas, las cuales debían dar la sensación de profundas ranuras en cada una de sus víctimas. Sus armas con los silenciadores colgaban como porras hasta las rodillas.

Chris se precipitó detrás de un montículo de piedras. Procedentes desde el otro lado se escucharon varios pasos. Desde atrás, se estaba acercando el asesino rubio con la cinta en la frente que había disparado a Ramona Söllner.

«¡Estoy entre la espada y la pared!», pensó Chris. Esquirlas de piedra salpicaban su cara. Las balas venían lanzadas hacia el montículo de piedra desde dos direcciones: delante y por encima de él. Chris continuó reptando, dio un salto y salió corriendo hacia el obrero.

El hombre de la carretilla colisionó con el montículo de piedra mientras sus ojos parecían salírsele de las cuencas. En el intervalo de tiempo en el que volcó la carretilla y las garrafas cayeron deslizándose al suelo de hormigón, el obrero huyó hacia las escaleras.

Chris corría de un montón de escombros para otro. La mochila se deslizaba en su espalda de un lado para otro en cada cambio de orientación del peso. Por fin alcanzó el último montículo de piedra donde se encontraba tendida la carretilla.

Delante de él se situaba el camino que le llevaría hacia las escaleras y en cuyo extremo superior acababa de desaparecer el obrero.

Las balas pasaban silbando por encima de él.

«¡Estoy al descubierto! ¡Es el final! ¡Se acabó!».

* * *

Las sacudidas de adrenalina no tenían fin, y los pensamientos de Chris iban y venían como en una montaña rusa. En su imaginación, se veía a sí mismo arrastrarse entre los montones de escombros, disparar su arma y saltar una y otra vez de sus escondites.

Cambió el cargador de la pistola.

– ¡Eh, Rizzi! Ríndete. ¡Nosotros no queremos matarte! ¡Solo queremos tu mochila! ¿Hay trato? ¿Qué tienes que decirnos a eso?

La voz era clara, tensa y provenía un poco desviada desde el lado izquierdo. Chris la identificaba con la del tipo de la gorra de béisbol. Su repugnante risa sonó también así de clara. Hablaba prácticamente sin acento, pero las pausas entre las frases en busca de las palabras apropiadas le delataban como extranjero.

Se arrastró alrededor de la carretilla hasta el otro lado del montón de piedras, levantó la cabeza y se asomó en dirección a la pila de tablones, detrás de la cual se había escondido el rubiales.

– ¡No puedes salir de aquí! Detrás de ti no estás a cubierto, ¡si ya lo sabes! -retumbaba con ironía la voz a través de la estancia.

El rubiales salió de su escondite.

– Solo quieren distraerme -murmuró Chris, saltando hacia las alturas. Entre tanto apretó dos veces el gatillo del Korth.

El rubiales retornó a toda prisa a su escondite.

Chris cayó sobre el estómago y avanzó a rastras desde el montículo de piedras hasta la maraña amontonada de escombros. Las balas impactaron justo en el lugar en el que hacía un instante acababa de estar en cuclillas. Avanzó apoyado en los codos como suele hacer un caimán de las Galápagos sobre sus cortas patas.

Se tiró con agilidad hacia un lado y respiró hondo. El montón detrás del cual se mantenía tendido contaba con la suficiente altura como para proporcionar una buena protección de visión. Pero si le encontraban aquí, sería el final. Los paneles de poliestireno iban difícilmente a protegerle de las balas.

– Rizzi, último aviso. ¡Sal de ahí!

La voz sonaba vacilante, no, insegura. ¡Y a menor distancia!

«No saben dónde estás -pensó Chris-. Pero se están acercando».

Algo se estaba revolcando en el suelo. A continuación sonó una maldición.

Chris siguió reptando por el suelo. Delante de él quedaban aún dos montones de escombros. Y detrás de ellos comenzaba el estrecho callejón, de aproximadamente un metro de ancho, y a continuación un pasamano provisional de madera, y detrás, el abismo a las vías con los andamios tapados por las lonas.

Pudo escuchar el tintineo del metal. Tres veces. A continuación y por partida triple percibió el sonido seco de los rieles metálicos deslizándose. «Cargadores nuevos -pensó Chris-. Máxima potencia de fuego. ¡Van a venir!».

Se impulsó con las manos hacia arriba, se encogió en cuclillas y comenzó a escudriñar el flanco izquierdo en dirección al montículo de piedras. A diez pasos de ahí se encontraba agachado el rubiales, quien hacía señales con su mano izquierda. Chris agachó la cabeza de nuevo con rapidez.

El acecho iba a tener su fin. Ajustó las correas para que la mochila se acoplara bien a la espalda, clavó el arma dentro de la cintura del pantalón, dio un brinco y comenzó a correr. Giró la cabeza en todas las direcciones. Los tres asesinos atacaron a la vez el montículo de piedras, detrás del cual se encontraba tirada sola la carretilla. No se habían percatado del cambio de posición de Chris.

¡Comenzaron a disparar!

Se dio cuenta por las continuas sacudidas de las armas en sus manos.

Chris dio un bote.

El camino hacia la muerta de Ramona Söllner debía convertirse en su propia salvación.

* * *

Chris traspasó rompiendo el pasamano provisional y colisionó contra el toldo de plástico del andamio. El toldo se abolló, absorbiendo su peso corporal. El entramado metálico chirriaba y se balanceaba por el peso. Su tibia derecha impactó contra un tablón y los dolores punzantes casi le dejaron anestesiado.

En ese mismo instante comenzó el infierno.

La última bala del zurdo hizo diana en una de las garrafas azules de gasolina.

Entre tanto, el toldo había alcanzado su máxima extensión y el cuerpo de Chris colgó por una milésima de segundo, al igual que al hacer puenting, en esa misma posición de máxima expansión, rebotándole a continuación la lona y precipitándolo al abismo.

Desde atrás se iba acercando la onda expansiva que impulsaba hacia delante una nube de metralla compuesta de piedras y trozos de madera. La explosión había barrido a los asesinos como granos de arena en una tormenta.

Por encima de Chris, una lluvia de proyectiles de materiales de construcción deshechos impactaba en la lona, agujereándola por mil sitios.

Su mano izquierda permaneció todavía por encima de la planta de hormigón, cuando se aproximó rugiendo la onda expansiva. Una escuadra de jabalinas en miniatura se había hundido en el dorso de su mano y se clavaron en su brazo anterior izquierdo.

Él, entre tanto, se iba desplomando hacia el abismo, colisionando asimismo a su paso con barras y cantos metálicos. Los golpes molían sus costillas, uno de ellos en el riñón derecho casi le hizo perder el sentido.

Su mano izquierda estaba completamente entumecida; apresuradamente intentó sujetarse en algún lugar con la mano derecha. Pero su cabeza chocó contra el canto metálico de un tablón de madera, mientras la onda expansiva de la explosión continuaba rugiendo y estremeciendo la planta de hormigón.

Un potente tirón detuvo su caída y casi le desgarró los músculos, y por encima de él diluviaba un aguacero de piedras demolidas y madera sobre el hormigón de la entreplanta.

La repentina presión en su estómago se hizo insoportable. Colgaba cabeza abajo a media altura sobre las vías, pues su cinturón se había enganchado por la espalda en alguna parte del andamio. El cinturón estaba presionando una vena de la barriga, y las ondas de dolor llegaban a triturarle incluso el cerebro.

Unos dolores punzantes y en ocasiones ardientes provocaron que gritara de dolor con el movimiento más insignificante.

Chris pudo ver las vías del tren borrosas debajo de él. No era capaz de calcular la altura, pero si caía, se rompería hasta el último hueso de su cuerpo.

Se encabritó empleando unos gritos salvajes y comenzó a balancearse de un lado para otro, aferrándose con la mano derecha a los hierros del andamio e impulsándose hacia él. Pataleaba con las piernas en el aire hasta que su pierna derecha consiguió hacer pie en una brida.