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– ¿Problemas?

– ¡Y tanto! -Chris acababa de percatarse de la presencia de los dos autoestopistas y sonrió de soslayo-. Perdonad. Mi pequeña empresa pasa por algunos problemillas.

– No pasa nada -Philipp asentía serio con la cabeza-. Mis padres tuvieron durante un tiempo una tienda de instrumentos musicales. También se fue al garete.

– ¿Quebró? -preguntó Chris.

– Qué va, la vendieron. Han sacado una buena tajada. Ahora viven en Mallorca, y yo tengo suficiente para mi carrera.

– ¿Y en tu caso? -Chris miró por el retrovisor. La amiga de Philipp, Anja, se estaba pasando ambas manos por su corto y oscuro cabello, el cual le transmitía una expresión severa a su cara. Su voz, por el contrario, era suave y aterciopelada.

– Mi padre es médico, tiene su propia consulta: es urólogo. La fue montando a lo largo de los años. Ahora las cosas van peor que antes, pero por lo general le va bien.

«Unas buenas condiciones para dar el salto», pensó Chris. Sus padres, un albañil y una dependienta respetivamente, habían convertido en realidad su sueño de una casa propia, partiendo sin nada más que de sus propias manos; casi matándose a trabajar, cuando la madre no pudo contribuir con un sueldo al tener que cuidar de los abuelos. Durante mucho tiempo no había lugar para otras cosas.

– ¿Usted fue policía? -preguntó Philipp tras una pequeña pausa.

– Eres un poco curioso.

– Es por lo que dijo. Pero si es demasiado personal… ¡Perdone!

Habían conversado durante todo el rato, y a estas alturas Chris ya sabía unas cuantas cosas sobre los dos. «¿Por qué no corresponderles con la misma franqueza?».

– Después de la enseñanza media, acabé en los sótanos de un juzgado de primera instancia, donde guardaban los archivos. Se suponía que iba a formarme como administrativo de justicia. Mi gran mentor era un funcionario que despachaba desde tiempos inmemoriales extractos del registro de la propiedad, y se había convertido en un borracho. A su mujer, la engañaba regularmente con la secretaria sobre las mesas, entre las montañas de archivos.

– Unas perspectivas radiantes…

– Pues eso. Una pesadilla. Lo único que anhelaba era salir de allí. Creo que no aguanté ni tres meses. Eché mi candidatura para la policía: formación básica, servicio de prevención, policía judicial. En algún momento llegó la brigada de homicidios; lo más bajo del género humano. Y la mayor cantidad de trabajo administrativo que nadie hubiera imaginado nunca. A principios de los años noventa, ingresé en una brigada de intervención móvil. Disfrutaba de la sensación irresistible de aventura; las intervenciones como topo requerían decisiones rápidas y autónomas. En ocasiones, la central estaba muy lejos.

– ¿Y qué es lo que se hace? -las suaves facciones debajo del cabello casi albino de Philipp se tensaban por la inminente curiosidad.

– Seguimientos. El maletero repleto de matrículas falsas para ser intercambiadas y no llamar la atención -Chris le sonreía de forma socarrona-. Investigar como topo. Sumergirse en el mundo de la droga con documentos falsos, reunir información sobre el terreno. Perseguir a traficantes desde la frontera polaca por la autopista hasta Colonia para actuar de golpe. O seguirle los pasos durante meses a un ingeniero, que desea vender los planos de construcción del Eurofighter [9] al mejor postor.

– Siempre he pensado que eran los comandos de intervención especial los que se encargaban de lo peligroso.

– Eso mismo le conté a mi mujer. Pero eso no es del todo cierto. Los comandos de intervención especial aparecen siempre cuando se avecina un enfrentamiento, en intervenciones peligrosas, cuando se toman rehenes. Operan como grupo, están fuertemente armados, con claras competencias, en situaciones de peligro real. Sin embargo, las actuaciones de las brigadas de intervención móvil transcurren a menudo de otra manera: durante las fases de investigación y, en ocasiones, sin armas. En función del encargo, uno depende de uno mismo y no recibe ningún apoyo; como un agente secreto en un país enemigo.

– ¿Y su mujer no se quejaba? -Anja se quedó perpleja ante la idea de que también hubiera lugar para una mujer en una vida así.

– Pues sí.

– ¡No me extraña! -se le escapó a ella.

Chris recordó los sentimientos espontáneos y meses impetuosos en los que había conocido a Petra. Se habían casado poco después, y durante un tiempo, el amor había triunfado sobre su afán de vivir más cosas que no fueran el tedioso papeleo administrativo de su oficina.

– Ella se oponía a mi traslado a la brigada de intervención móvil. A menudo no sabía durante días adónde podría estar. En ocasiones, una simple llamada por teléfono resultaba imposible. Deseaba que su marido volviera por la noche a casa para hacerse cargo de los hijos que íbamos a tener.

– ¿Es eso lo peor que le puede pasar a uno? -le interrogaba Anja.

– Seguramente no -Chris relataba aquel sábado que fueron de compras, cuando de repente fue abordado por un hombre, llamándole por un nombre completamente diferente. El tipo le había amenazado en la calle y había escudriñado a Petra de forma siniestra. Esa misma tarde, Chris la había enviado tres semanas con su madre, hasta que finalizara la operación.

– Después de eso, me explicó que no habría niños mientras me prestara a esos trabajos tan peligrosos.

– Yo hubiera hecho lo mismo -dijo Anja-. Yo, ni siquiera hubiera aguantado aquello. -Por unos momentos, permanecieron en silencio-. ¿Pero, cómo se convierte uno en… transportista?

Chris resolló como si hubiera querido esquivar un golpe en la cara.

– Mi mujer encontró la confirmación de las pruebas de ingreso para la GSG 9 [10], la Guardia Fronteriza Grupo 9, en el bolsillo de mi chaqueta.

– Si es aquella unidad especial con jurisdicción en todo el territorio federal -comentó Philipp-, ahí se ha superado a sí mismo.

– Puede decirse que soy bastante cabezón -de pronto, Chris rememoró la fea escena de su matrimonio. Sus gritos habían despertado al resto del edificio, y se había roto tal cantidad de vajilla, que los vecinos habían llamado alarmados a la policía.

Lo que más les hirió fueron sus mutuas palabras: como con un escalpelo directo al corazón. Ella le abandonó; no quería continuar viviendo con sus decisiones arbitrarias.

– ¿Y después?

– No superé las pruebas de ingreso.

– Ay. -Philipp se mordió su labio inferior.

Chris miró por la ventanilla. Aún recordaba claramente la situación: estaban sentados en un barracón de hormigón. La habitación era totalmente lisa y se componía solo de paredes blancas y lámparas de neón; y el juez tenía la sensibilidad de un pez muerto. El psicólogo de la GSG 9 le certificó la tendencia a realizar acciones espontáneas, propias, sin consenso. Su gran debilidad residía por lo tanto en una capacidad limitada para operar en grupo, debido a que sus decisiones impulsivas y, en ocasiones, muy sorprendentes podían poner en peligro a todo un equipo. Eso constituye un claro criterio para no ingresar en la GSG 9.

Ese mismo criterio le había puesto poco después en una situación comprometida ante su último superior. Durante una operación contra unos traficantes de droga, se adelantó a tomar una decisión porque la situación le parecía propicia, en lugar de esperar a los demás compañeros. Su compañero se llevó un disparo en el pecho, y sobrevivió a duras penas. Su jefe le hizo responsable a él de todo aquello, sacando a relucir la valoración del psicólogo…

– Todo al mismo tiempo -murmuró Philipp.

– Lo dejé -dijo Chris, que todavía continuaba sin aceptar la valoración-. Conocí al jefe de una empresa de seguridad privada, que protegía a famosos y asesoraba a empresas en temas relacionados con la seguridad. Se ganaba un buen dinero.