Quedó Lope en su casa, despidióse el secretario Prado y nos atardeció a los demás, Lopito incluido, en la taberna de Juan Lepre, esquina a la calle del Lobo con Huertas, estrujando un pellejo de vino de Lucena. Fue animada parla aquella, con el capitán don Alonso de Contreras, que era en extremo simpático, tragafuegos y hablador, contando episodios de su vida militar y la de mi amo, incluido lo de Nápoles en el año quince, cuando, después de que éste despachase a un hombre en duelo por causa de una mujer, fue el mismo Contreras quien lo ayudó a precaverse de la justicia y regresar a España.
– Tampoco la dama salió bien parada del lance -añadió, riendo-. Diego le dejó una linda marca en la cara como recuerdo… Y por vida del rey, que la daifa merecía eso y más.
– Conozco a muchas -remachó Quevedo, misógino como siempre- que lo merecen.
Y nos regaló, al filo del concepto, unos versos repentizados allí mismo:
Yo observaba a mi amo, incapaz de imaginarlo acuchillando el rostro de una mujer. Pero éste permanecía inexpresivo, inclinado sobre la mesa, los ojos fijos en el vino de su jarra. Don Francisco sorprendió mi mirada, echó un vistazo de soslayo a Alatriste y no dijo más. Cuántas cosas que ignoro, me interrogué de pronto, habrá tras esos silencios. Y como cada vez que vislumbraba la condición oscura del capitán, me estremecí en los adentros. Nunca es grato ganar en años y lucidez, y penetrar así en los rincones ocultos de tus héroes. En lo que se refiere a Diego Alatriste, a medida que pasaba el tiempo y mis ojos se hacían más despiertos, yo veía cosas que habría preferido no ver.
– Por supuesto -puntualizó Contreras, mirándome también como si temiera haber ido demasiado lejos- éramos briosos y mozos. Recuerdo cierta ocasión, en Corfú…
Y se puso a contar. Al hilo salieron a relucir nombres de amigos comunes, como Diego Duque de Estrada, con el que mi amo había estado de camarada cuando la desastrosa jornada de las Querquenes, donde ambos se vieron a pique de dejar la piel salvando la de Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Quien, por cierto, había trocado los arreos de antaño por el puesto de confidente del cuarto Felipe, a quien acompañaba cada noche, informó Quevedo, en sus correrías galantes. Yo los oía hablar, borradas ya mis últimas reflexiones, fascinado por aquellos relatos de galeras, abordajes, esclavos y botines, que en boca del capitán Contreras adquirían rasgos fabulosos, como el famoso incendio de la escuadra berberisca frente a La Goleta con el marqués de Santa Cruz y la descripción de gratos lugares en la falda del Vesubio, orgías y bernardinas de juventud, cuando Contreras y mi amo se gastaban en pocos días el dinero obtenido corseando por las islas griegas y la costa turca. Todo eso hizo que, al cabo, entre dos tientos al vino que derramábamos con mano torpe sobre la mesa, el capitán Contreras recitara unos versos que Lope de Vega había escrito en su alabanza, donde ahora él intercalaba otros propios en regalo de mi amo:
El capitán Alatriste seguía callado, la toledana en el respaldo de la silla y el sombrero en el suelo, sobre la capa doblada, limitándose a asentir de vez en cuando, a intercalar monosílabos y a esbozar una sonrisa cortés bajo el mostacho cuando Contreras, Quevedo o Lopito de Vega se referían a él. Yo asistía a todo bebiendo las palabras, atento cada anécdota y cada recuerdo, sintiéndome uno de ello con pleno derecho; a fin de cuentas, a los dieciséis años era ya veterano de Flandes y de otras campañas más turbias tenía cicatrices propias y manejaba la espada con razonable soltura. Eso me afianzaba en la intención de abrazar la milicia en cuanto fuera posible, y ganar laureles a fin de que un día, narrando mis hazañas en torno a la mesa de una taberna, alguien recitara también, en mi honor, unos versos como aquéllos. Ignoraba entonces que mis deseos serían colmados con creces, y que el camino que me disponía a emprender me llevaría también al otro lado de la gloria y de la fama: al donde el verdadero rostro de la guerra -que había conocido en Flandes con la inconsciencia del boquirrubio para quien la milicia supone un magnífico espectáculo- llega a ensombrecer e1 corazón y la memoria. Hoy, desde esta vejez interminable en la que parezco suspendido mientras escribo mis recuerdos, miro atrás; y bajo el rumor de las banderas que ondean al viento, entre el redoble del tambor que marca el paso tranquilo de la vieja infantería que vi morir en Breda, Nordlingen, Fuenterrabía, Cataluña o Rocroi, sólo encuentro rostros de fantasmas y la soledad lúcida, infinita, de quien conoce lo mejor y lo peor que alberga el nombre de España. Y ahora sé, tras pagar el precio que la vida exige, lo que encerraban los silencios y la mirada ausente del capitán Alatriste.
Se despidió de todos, anduvo solo calle del Lobo arriba y cruzó la carrera de San Jerónimo, arriscado el sombrero y embozado en la capa. Había anochecido, hacía frío y la calle baja de los Peligros estaba desierta, sin otra luz que la vela que ardía en una hornacina de la pared con la imagen de un santo. A medio camino sintió deseos de parar un momento a una necesidad. Demasiado vino, se dijo. Así que fue al más oscuro de los rincones, echó atrás la capa y desabotonó la portañuela de los gregüescos. Así estaba, abiertas las piernas en el rincón, aliviándose, cuando sonó una campanada en el cercano convento de las bernardas de Vallecas. Tenía tiempo de sobra, pensó. Media hora para la cita en una casa del lado alto de la calle, pasada la de Alcalá, donde una vieja dueña zurcidora de honras y tercera contumaz, plática en el oficio, lo tenía todo dispuesto -cama, cena, jofaina y toallas- para su encuentro con María de Castro.
Se abotonaba los calzones cuando oyó el ruido a su espalda. Calle de los Peligros, pensó de pronto. A oscuras y desabrochado. Tendría maldita la gracia terminar de esa manera. Se acomodó la ropa con urgencia, mirando sobre el hombro, y desembarazó el lado izquierdo de la capa, donde pendía la toledana. Por la sangre de Dios. Moverse de noche por Madrid era vivir con el sobresalto en la boca, y quien podía alquilaba escolta con armas y luz para ir de un lado a otro. El consuelo era que, en casos como el de Diego Alatriste, uno mismo podía ser tan peligroso, o más, que cualquiera con quien topase. Todo era cuestión de intenciones. Y las suyas nunca habían sido las de un franciscano.
De momento no vio nada. La noche era negra a boca de sorna, y los aleros de las casas dejaban las fachadas y los portales en sombra cerrada. Sólo a trechos una vela doméstica recortaba una celosía o un postigo entreabierto. Estuvo un rato inmóvil, observando el cruce con la calle de Alcalá como quien estudia un glacis batido por la arcabucería enemiga, y luego caminó con precaución, atento a no pisar cagajones de caballerías ni otras inmundicias de las que apestaban en el albañal. Sólo oía sus pasos. De pronto, ya en el tramo angosto de la calle de los Peligros y al dejar atrás la tapia del huerto de las Vallecas, el eco pareció doblarse. Miró a diestra y siniestra sin detenerse, y al fin advirtió un bulto moviéndose a su derecha, pegado a la fachada de unas casas altas. Podía ser un transeúnte manso como un cordero, o alguien que rondara con mala fe; de modo que siguió camino sin perderlo de vista. Anduvo así veinte o treinta pasos, manteniéndose en el centro de la calle, y al pasar el bulto ante una ventana iluminada vio a un hombre arrebozado, con sombrero de faldas. Siguió camino, ya muy alerta, y a poco distinguió un segundo bulto al otro lado. Demasiados bultos en tan poca luz, se dijo. Sicarios o salteadores. Entonces soltó el fiador de la capa y sacó la centella.