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Y así, lo mismo que San Antonio de Padua, don Francisco de Quevedo, familiarizado con ese naipe -él mismo solicitó varias veces sin reparo, aunque no siempre lo acompañaran la oportunidad y la suerte-, escuchaba, sonreía, encogía los hombros sin comprometerse más allá de lo justo. Sólo soy un poeta, advertía para escurrir el bulto. Y a veces, harto de la insistencia del impertinente y sin poder zafarse de modo amable, terminaba enviándolo al carajo.

– Por los clavos de Cristo -murmuraba- que nos hemos convertido en un país de pedigüeños.

Lo que no era poca verdad, y aún había de serlo más en lo que estaba por venir. Para el español, la merced no fue nunca privilegio sino derecho inalienable; hasta el punto de que no conseguir lo que su vecino alcanzaba ennegreció siempre su bilis y su alma. Y en cuanto a la proverbial hidalguía tan traída y llevada entre las supuestas virtudes patrias -hasta el francés Corneille con su Cid y algún otro se tragaron ese pastel de a cuatro-, diré que tal vez la hubo en otra época: cuando nuestros compatriotas necesitaban pelear para sobrevivir, y el valor era sólo una entre muchas virtudes imposibles de comprar con dinero. Pero ya no era el caso. Demasiada agua había corrido bajo los puentes desde aquellos tiempos sobre los que el mismo don Francisco de Quevedo escribió, a modo de epitafio:

Yace aquella virtud desaliñada,que fue, si rica menos, más temida,en vanidad y en sueño sepultada.

En los días que narro, las virtudes, si alguna vez existieron, habíanse ido casi todas al diablo. Nos quedaban sólo la soberbia ciega y la insolidaridad que terminarían por arrastrarnos al abismo; y la poca dignidad que conservábamos se limitaba a unos cuantos individuos aislados, a los escenarios de los corrales de comedias, a los versos de Lope y de Calderón, y a lejanos campos de batalla donde aún resonaba el hierro de nuestros tercios veteranos. Que mucho me hicieron reír siempre los que se retuercen el mostacho pregonando la nuestra como nación digna y caballeresca. Pues yo fui y soy vascongado y español, viví mi siglo de cabo a rabo, y siempre topé en el camino con más Sanchos que Quijotes, y con más gente ruin, malvada, ambiciosa y vil, que valiente y honrada. Nuestra única virtud, eso sí, fue que algunos, incluso entre los peores, supieron morir como Dios manda cuando hizo falta o no hubo otro remedio, de pie, el acero en la mano. Lo cierto es que mucho mejor habría sido vivir para el trabajo y el progreso que pocas veces tuvimos, pues nos lo negaron, contumaces, reyes, validos y frailes. Pero qué le vamos a hacer. Cada nación es como es, y aquí hubo lo que hubo. De cualquier modo, y puestos a irnos todos al fondo como al cabo nos fuimos, mejor así: unos cuantos desesperados poniendo a salvo, como si fuese la bandera rota del reducto de Terheyden, la dignidad del infame resto. Rezando, blasfemando, matando hasta vender cara la piel. Y algo es algo. Por eso, cuando alguien me pregunta qué respeto de esta infortunada y triste España, siempre repito lo que le dije a aquel oficial francés en Rocroi. Pardiez. Contad los muertos.

Si sois lo bastante hidalgo para escoltar a una dama, aguardad esta noche, a las Ánimas, en la puerta de la Priora.

Venía tal cual, sin firma. Lo leí varias veces, recostado en una columna del patio mientras don Francisco departía en corro con unos conocidos. Y a cada lectura el corazón se me desbocaba en el pecho. Mientras el poeta y yo estuvimos en presencia de la reina, Angélica de Alquézar no había hecho un solo gesto que delatase interés por mi persona. Hasta sus sonrisas, entre los cuchicheos de las otras meninas, fueron más contenidas y sutiles. Sólo sus ojos azules me calaban con una intensidad tal que, como ya dije, en algún momento temí no soportarla a pie firme. Por ese tiempo yo era un mozo de buena traza, alto para mi edad, de ojos vivos, con espeso cabello negro, y la ropa nueva y la gorra con pluma roja que tenía en las manos me procuraban una apariencia decente. Eso me había dado ánimo para soportar el escrutinio de mi joven dama, si es que la palabra mía puede aplicarse a la sobrina del secretario real Luis de Alquézar; que todo el tiempo fue de ella sola, e incluso cuando poseí su boca y su carne -yo estaba lejos de imaginar lo poco que faltaba para esa primera vez- siempre me sentí de pase, como el intruso que se mueve inseguro del terreno que pisa, esperando de un momento a otro que los criados lo echen a la calle. Sin embargo, como ya apunté otra vez, y pese a todo cuanto después ocurrió entre nosotros, incluida la cicatriz de daga que tengo en la espalda, sé -quiero creer que lo sé- que ella me amó siempre. A su manera.

Nos encontramos con el conde de Guadalmedina bajo uno de los arcos de la escalera. Venía de las habitaciones del joven rey, donde entraba y salía con mucha confianza, y a las que el cuarto Felipe acababa de retirarse tras pasar la mañana cazando en los bosques de la Casa de Campo; placer al que era aficionadísimo, contándose que gustaba de ir sin perros tras los jabalíes y que era capaz de correr el monte todo el día tras una presa. Álvaro de la Marca vestía jubón de gamuza y polainas manchadas de lodo, y se tocaba con una graciosa monterilla enjoyada con esmeraldas. Iba refrescándose con un pañizuelo mojado en agua de olor, camino de la explanada frente a palacio donde lo esperaba su coche. La indumentaria de cazador lo hacía aún más apuesto, dándole un falso toque rústico que realzaba su estampa gallarda. No era extraño, decidí, que las damas de la Corte se abanicasen con más pasión y garbo cuando el conde les asestaba sus miradas; y que incluso la reina nuestra señora le hubiese mostrado al principio cierta inclinación, aunque sin faltar nunca, por supuesto, al decoro de su alto rango y su persona. Y digo al principio porque, en el tiempo de esta aventura, Isabel de Borbón ya estaba al corriente de las almogavarías de su augusto esposo y del papel de acompañante, escolta o tercero, que el de Guadalmedina desempeñaba en tales lances. Lo aborrecía por eso, y aunque el protocolo la obligaba a ciertas finezas -además de servidor de su esposo, el de la Marca era grande de España-, procuraba tratarlo con frialdad. Sólo otro personaje de la Corte era más detestado por la reina nuestra señora: el conde-duque de Olivares, cuya privanza nunca fue bien vista por aquella princesa criada en el arrogante señorío de la Corte de María de Médicis y del gran Enrique IV de Francia. Y así, con el tiempo, querida y respetada hasta su muerte, Isabel de Borbón terminaría encabezando la facción palaciega y cortesana que, década y media más tarde, iba a acabar con el poder absoluto del valido, derribándolo del pedestal donde lo habían encumbrado su inteligencia, su ambición y su orgullo. Eso ocurrió cuando al fin el pueblo, que no había hecho sino oír, admirar y temer con el gran Felipe II, y murmurar o lamentarse con prudencia con Felipe III, diezmado al fin, exhausto, harto de bancarrotas y desastres, empezó a mostrar más desesperación que respeto con Felipe IV, y fue oportuno servirle una cabeza política para calmar su cólera:

Quien no tiene por hazañacaer, quien se aventuró,acuérdese, pues se engaña,que cayó Troya, y cayóla princesa de Bretaña.

El caso es que aquella mañana, en palacio, el conde de Guadalmedina nos vio a don Francisco y a mí, bajó de dos en dos los últimos peldaños de la escalera, esquivó con práctica y donaire a un grupillo de solicitantes -un capitán reformado, un clérigo, un alcalde y tres hidalgos provincianos a la espera de que alguien despabilara sus pretensiones- y tras saludar con mucho afecto al poeta, y a mí con una cordial palmada en el hombro, nos llevó aparte.

– Hay un asunto -dijo grave, sin más preámbulos.

Me miraba de soslayo, dudando de ir más allá en mi presencia. Pero eran muchos lances los que me conocía junto al capitán Alatriste y don Francisco, y mi lealtad y discreción eran cosa probada. Así que, decidiéndose, echó un vistazo en torno para comprobar que no había orejas palaciegas cerca, saludó tocándose la montera a un miembro del Consejo de Hacienda que pasaba bajo los arcos -los del grupillo pretendiente le fueron detrás como cochinos a un maizal-, bajó un poco más la voz y susurró: