– Os la jugáis, y estos bueyes vienen marcados.
Se detuvieron un poco y yo con ellos, junto al pretil del puentecillo, para dejar pasar unos coches con damas que iban de retirada, cediendo espacio a las trotonas y campadoras de medio manto que con la noche empezarían a buscar lanzas para sus broqueles, y a las tapadas que, a hurtadillas de padres o hermanos, con pretexto de una última misa o una caridad y acompañadas por una dueña complaciente, iban al encuentro de un galán perdidizo, o lo hallaban allí sin buscarlo. Saludó el poeta quitándose el sombrero al ser reconocido desde uno de los coches, y luego se volvió hacia mi amo.
– Lo vuestro -dijo- es tan absurdo como el médico que se casa con mujer vieja, estando en su mano matarla.
El capitán torció el mostacho, sin poder evitar media sonrisa; pero no dijo nada.
– Si porfiáis -insistió Quevedo- daos por muerto.
Aquellas palabras me hicieron sobresaltar. Presté atención a mi amo, su perfil aquilino recortado en la última luz de la tarde. Impasible.
– Pues no pienso regalarla -dijo al fin.
El otro lo miró, intrigado.
– ¿La hembra?
– La piel.
Hubo un silencio y luego el poeta miró a un lado, luego a otro, y después murmuró entre dientes algo del género estáis loco, capitán, ninguna mujer merece arriesgar así la gorja. Ésa es caza peligrosa. Pero mi amo se limitó a pasarse dos dedos por el mostacho sin abrir más la boca. Al cabo, tras cuatro o cinco maldiciones y pardieces, don Francisco se encogió de hombros.
– Para eso no cuente vuestra merced conmigo -dijo-. Con reyes no me bato.
El capitán lo miró y tampoco dijo nada. Así echamos a andar de nuevo hacia las tapias de la huerta, donde a los pocos pasos, a medio camino entre la torrecilla y una de las fuentes, vimos de lejos un coche descubierto tirado por dos buenas mulas. No presté atención hasta que observé el rostro de mi amo. Entonces seguí su mirada y vi a María de Castro, arreglada para el paseo y bellísima, sentada en el lado derecho del carruaje. Al izquierdo iba su marido, pequeño, patilludo, sonriente, con jubón de trencilla dorada, bastón de puño de marfil y un elegante sombrero de castor a la francesa que se quitaba continuamente para saludar a diestra y siniestra, encantado de la vida y de la expectación que su esposa y él mismo suscitaban.
– Ahí llegan dos pares de manos -ironizó don Francisco-, manos de Sierra Nevada y manos de Sierra Morena. Gentil almadraba para pescar atunes.
El capitán siguió callado. Vanas señoras con escapularios, ropones, amplias basquiñas legras y rosarios de quince dieces, que estaban cerca con sus maridos, hacían corro cuchicheando entre abanicazos mientras disparaban al coche ojeadas como saetas berberiscas, al tiempo que los respectivos, enlutados, graves, procurando no perder el continente, miraban con disimulada avidez, retorciéndose hacia arriba los mostachos. Mientras se acercaban los comediantes, don Francisco contó un episodio que ilustraba el talante festivo y el gracioso ingenio del marido de María de Castro: durante una representación en Ocaña, habiendo olvidado el puñal con el que tenía que degollar a otro actor en escena, Rafael de Cózar se había quitado la barba postiza, haciendo como que lo estrangulaba con ella; tras lo cual la compañía tuvo que huir campo a través, perseguida a pedradas por los lugareños furiosos.
– Así de guasón es el pájaro -remató el poeta.
Al llegar el coche a nuestra altura, Cózar reconoció a don Francisco y a mi amo; y el gran pícaro hizo una cortés reverencia en la que mi ojo, ya advertido en sutilezas cortesanas, entendió no poca zumba. Con estas finezas y mi parienta, decía el gesto, me pago jubón y sombrero; y con vuestra bolsa el desquite. O, dicho en versos de Quevedo:
En cuanto a la sonrisa y la mirada de la legítima del representante Cózar, directamente dirigidas al capitán, éstas eran elocuentes en otro orden de cosas: complicidad y promesa.
Hizo ademán de taparse con el manto, sin llegar a ello -lo que fue menos recato que si nada hiciera-, y vi que mi amo, Cózar reconoció a don Francisco y a mi amo discreto, se destocaba despacio y permanecía sombrero en mano hasta que el coche de los comediantes se alejó alameda abajo. Luego caló el fieltro, volvióse más allá y encontró la mirada llena de odio de don Gonzalo Moscatel; quien, con una mano puesta en el pomo de la espada, nos observaba desde el otro lado del paseo, mordiéndose las guías del bigote de pura cólera.
– Atiza -dijo don Francisco-. El que faltaba.
Estaba el carnicero de pie junto al estribo de un coche propio con más guarnición que un castillo de Flandes, dos mulas tordas en los arreos, cochero en el pescante y una joven sentada dentro, junto a la portezuela abierta en la que don Gonzalo Moscatel se apoyaba. La joven era una sobrina doncella y huérfana que con él vivía, y a la que reservaba casamiento con su amigo el procurador de tribunales Saturnino Apolo: hombre mediocre y vil donde los hubiera, que aparte los cohechos propios de su oficio -de ahí venía su amistad con el obligado de abastos- frecuentaba el mundillo literario y se las daba de poeta, sin serlo, pues sólo era diestro en sangrarles dinero a los autores de éxito, adulándolos y llevándoles el orinal, por decirlo de algún modo, a la manera de quienes sacan barato en el garito de las Musas. El tal Saturnino Apolo era uña y carne de Moscatel y se las daba de conocer bien el ambiente teatral, con lo que alentaba las esperanzas del carnicero respecto a María de Castro, sacándole las doblas mientras esperaba sacarle también a la sobrina y la dote correspondiente. Que tal era su pícara especialidad: vivir de la bolsa ajena, hasta el punto de que el mismo don Francisco de Quevedo, que como todo Madrid despreciaba a ese miserable, le había escrito un soneto famoso que terminaba:
El caso es que la joven Moscatel era bonita moza, harto infame su pretendiente el procurador, y don Gonzalo, el tío, celoso en extremo de su honra. De suerte que todo aquello, sobrina, casamiento, los celos respecto al capitán Alatriste por el asunto de la Castro, la figura y talante desaforado del carnicero, habrían parecido elementos más propios de una comedia que de la vida real -Lope o Tirso llenaban los corrales con historias así- de no darse la circunstancia de que el teatro debía su éxito a reflejar lo que acontecía en la calle, y a su vez la gente de la calle imitaba lo que veía en los escenarios. De ese modo, en el pintoresco y apasionante teatro que fue mi siglo, los españoles nos adornábamos unas veces con aires de comedia, y otras con aires de tragedia.
– Seguro que ése -murmuró don Francisco- no pone reparos.
Alatriste, que miraba a Moscatel con los ojos entornados y el aire ausente, se volvió a medias hacia el poeta.
– ¿Reparos a qué?
– Pardiez. A esfumarse cuando sepa que caza en coto real.
El capitán moduló un apunte de sonrisa y no hizo comentarios. Desde el otro lado de la alameda, luciendo capotillo francés, contramangas huecas, ligas del mismo color bermellón que la pluma del sombrero, tizona larguísima de mucha cazoleta y gavilanes, acartonado de gravedad y ridículo continente, el carnicero seguía fulminándonos con la mirada. Observé a la sobrina: recatada, morena de pelo, sentada entre vuelo de falda ahuecada por el guardapiés, mantilla sobre la cabeza y crucifijo de oro en la valona.