Sobrevino un silencio cargado de malicia por su parte.
– Ahora también estáis metido vos -apuntó al cabo, regocijada.
– Eso es precisamente lo que me inquieta: no saber en lo que ando.
– Ya lo sabréis.
Conversamos en voz baja, tocándonos con los hombros.
– No lo dudo. Pero la última vez lo supe rodeado por media docena de asesinos, y la penúltima en un calabozo del Santo Oficio.
– Os creía un mozo alentado y valiente, señor Balboa. ¿Acaso no confiáis en mí?
Dudé antes de responder. Es lo que hace el diablo, pensé. Jugar con la gente. Con la ambición, la vanidad, la lujuria, el miedo. Hasta con el corazón. Está escrito: Todo será tuyo si, postrándote, me adoras. Un diablo inteligente ni siquiera necesita mentir.
– Pues claro que no confío -dije.
La oí reír en voz baja. Luego se apretó un poco más bajo la capa.
– Sois un bobo -concluyó con muchísima dulzura.
Y me besó otra vez. O para ser exactos: nos besamos el uno al otro, no una sino muchas veces; y yo pasé un brazo por sus hombros y la acaricié con cautela, sin que ella mostrara oposición, primero el cuello y los hombros y después buscando con suavidad sus formas de jovencita, bajo el terciopelo del jubón. Ella reía quedo, en mis labios, acercándose y retirándose cuando el deseo me subía demasiado a la cabeza. Y juro a vuestras mercedes que, aunque entonces hubiera visto delante las llamas del infierno, habría seguido a Angélica sin vacilar, espada en mano, a donde quisiera arrastrarme consigo, dispuesto a defenderla a cuchilladas de los mismísimos brazos de Lucifer. A riesgo, o certeza, de mi condenación eterna.
De pronto se apartó de mí. Uno de los embozados había salido a la calle. Eché atrás la capa, incorporándome para ver mejor. El hombre estaba inmóvil como si vigilase o esperara. Estuvo así un rato y luego anduvo de un lado a otro, de modo que llegué a temer que nos descubriera. Al fin pareció dirigir su atención al extremo de la calle. Miré en esa dirección y vislumbré la silueta de alguien que se acercaba: sombrero, capa larga, espada. Venía por el centro, cual si desconfiara de las paredes en sombras. Así fue llegándose al embozado. Advertí que su paso se hacía más lento hasta que ambos estuvieron frente a frente. Algo en la forma de moverse del recién llegado me era familiar, sobre todo su manera de echar atrás la capa para desembarazar el puño de la espada. Me adelanté un poco, pegado a la columna del soportal, a fin de verlo mejor. Y a la luz de la luna reconocí, estupefacto, al capitán Alatriste.
El desconocido estaba en mitad de la calle, embozado casi hasta el ala del fieltro, y no parecía tener intención de moverse. De modo que Diego Alatriste se apartó el lado izquierdo de la capa, volviéndola sobre el hombro. El pomo de la toledana rozaba la palma de su mano cuando se detuvo ente al hombre que le cortaba el paso. De un vistazo plático estudió al fulano: tranquilo, callado. Si está solo, decidió, es temerario, del oficio, o lleva pistola. Quizá todo a la vez. Y a lo peor, concluyó mirando de soslayo, tiene gente cerca. La cuestión era si lo esperaba a él o a otro. Aunque, a tales horas y frente a esa casa, las dudas eran pocas. No se trataba de Gonzalo Moscatel. El carnicero era más corpulento y ancho; y en cualquier caso, no de los que resolvían sus asuntos en persona. Tal vez el embozado era un matarife ganándose el jornal. Pero muy bueno tenía que ser, pensó, si sabiendo quién era él acudía a despacharlo sin más ayuda.
– Ruego a vuestra merced -dijo el desconocido- que no pase adelante.
Sorprendía el tono. Educado y muy cortés, sofocado por el embozo.
– ¿Y quién lo dice? -preguntó Alatriste.
– Uno que puede.
No era buen comienzo. El capitán se pasó dos dedos por el mostacho, y luego bajó la mano hasta apoyarla en la gruesa hebilla de bronce del cinto. Prolongar la parla parecía de más. La única cuestión era si el marrajo estaba solo o no. Echó otro vistazo disimulado a diestra y siniestra. Había algo muy raro en todo aquello.
– Al asunto -dijo sacando la espada.
El otro no hizo ni siquiera el gesto de abrir su capa. Se mantuvo quieto en el contraluz de la luna, mirando el acero desnudo que relucía suavemente.
– No quiero batirme con vos -dijo.
Apeaba el tratamiento. Del vuestra merced al vos. O era alguien que lo conocía bien, o estaba loco al provocar así.
– ¿Y por qué no?
– Porque no me acomoda.
Alatriste alzó la espada y se la puso al otro ante el embozo.
– Meted mano -dijo- de una puta vez.
– Al ver el acero tan cerca, el desconocido retrocedió un paso abriéndose la capa. El rostro seguía en sombra bajo el ala del chapeo, pero las armas quedaron a la vista: no llevaba una pistola al cinto, sino dos. Y el coleto tenía todo el aspecto de ser doble. Bravo de la carda o galán precavido, concluyó Alatriste, éste es cualquier cosa menos un cordero inocente. Y como roce la culata de una de esas pistolas, le meto un palmo de hierro en la garganta antes de que pueda decir Jesús.
– No voy a reñir contigo -dijo el otro.
Me lo pone fácil, decidió el capitán. Ahora, del voseo al tuteo. Me lo pone divino para ensartarlo, salvo que ese tono familiar que advierto en su voz tenga alguna justificación, y yo lo conozca lo bastante para que meter su hocico en mi vida y en mis noches no le cueste la piel. De cualquier modo se hace tarde. Acabemos.
Se encajó mejor el sombrero y soltó el fiador de la capa, dejándola caer. Luego avanzó un paso, luto para herir y pendiente de las pistolas del adversario, mientras con la zurda desenfundaba la daga vizcaína. Viéndose estrechado, el otro retrocedió un poco más.
– Maldita sea, Alatriste -masculló-. ¿Todavía no me reconoces?
El tono era irritado. También arrogante. Sin el embozo, el capitán creyó encarnar aquella voz. Dudó, y al hacerlo contuvo la estocada que le bailaba en la punta de los dedos.
– ¿Señor conde?
– El mismo.
Un silencio largo. Guadalmedina en persona. Todavía con la espada y la daga empuñadas, Alatriste intentaba encajar la novedad.
– ¿Y qué diablos -preguntó al fin- hace aquí vuestra excelencia?
– Evitar que te compliques la vida.
Otro silencio. Alatriste reflexionaba sobre lo que acababa de oír. Las advertencias de Quevedo y las señales evidentes encajaban de maravilla. Sangre de Dios. También era mala suerte: con lo grande que era el mundo, toparse con aquello. Y por si fuera poco, Guadalmedina de por medio. De tercero.
– Mi vida es cosa mía -replicó.
– Y de tus amigos.
– Veamos entonces por qué no debo pasar adelante.
– Eso no puedo contártelo.
Alatriste movió un poco la cabeza, pensativo, y luego miró su espada y su daga. Somos lo que somos, pensó. Obligados por nuestra reputación. Y no hay otra.
– Me esperan -dijo.
Álvaro de la Marca permaneció impasible. Era diestro con la espada, sabía de sobra el capitán: pie firme y mano rápida, con el valor frío, desdeñoso, de moda entre la nobleza española. Desde luego, no tan buen esgrimidor como él. Pero la noche y la suerte siempre dejaban algo a lo imprevisto. Además, llevaba dos pistolas.
– La plaza está ocupada -dijo Guadalmedina
– Prefiero comprobarlo yo.
– Antes tendrás que matarme. O dejar que te mate.
Había sonado sin jactancia ni amenaza: sólo como algo evidente. Inevitable. Un amigo confiándose en voz baja a otro amigo. También el conde era lo que era, con reputaciones propias y ajenas que sostener.
Alatriste repuso en el mismo tono:
– No me ponga vuestra excelencia en ese disgusto.
Y dio un paso adelante. El otro se mantuvo firme donde estaba, envainado el acero pero visibles las pistolas cruzadas al cinto. Que, por cierto, sabía usar. Alatriste lo había visto servirse de ellas pocos meses atrás, en Sevilla, despachando a bocajarro a un alguacil sin darle tiempo a pedir confesión.
– Sólo es una mujer -insistió Guadalmedina-. En Madrid las hay a cientos -su tono aún era amistoso, conciliador-… ¿Vas a arruinar tu vida por una comedianta?