V. EL VINO DE ESQUIVIAS
Me sentí peor al día siguiente, mientras observaba al capitán Alatriste sentado a la puerta de la taberna del Turco. Mi amo ocupaba un taburete junto a una mesa guarnecida por una jarra de vino, un plato con longaniza frita y un libro -creo recordar que era la Vida del escudero Marcos de Obregón que no había abierto en toda la mañana. Tenía el jubón desabrochado, la camisa abierta hasta el pecho, -apoyaba la espalda en la pared; con sus ojos glaucos, que la luz aclaraba más, fijos en algún lugar indeterminado de la calle de Toledo. Yo procuraba mantenerme lejos, pues sentía el escozor de haberle mentido de forma tan desleal; lo que nunca habría ocurrido de no estar de por medio la única mujer, o jovencita, o como gusten llamarla vuestras mercedes, que me turbaba el seso hasta el punto de no reconocer mis propios actos. Precisamente aquellos días estaba traduciendo con el dómine Pérez, a quien el capitán seguía confiando mi educación, el pasaje de Homero donde Ulises es tentado por las sirenas; así que juzguen mi estado de ánimo. El caso es que pasé la mañana esquivando a mi amo mientras hacía recados de aquí para allá, unas velas, pedernal y yesca que necesitaba Caridad la Lebrijana, un mandado por aceite de almendras dulces a la botica del Tuerto Fadrique, una visita al cercano colegio de la Compañía para llevarle al dómine Pérez una cesta de ropa blanca. Ahora, desocupado, vagaba frente a la esquina del Arcabuz con Toledo, entre los coches, los chirriones con mercancías para la plaza Mayor, las acémilas cargadas de fardos y los borricos de aguadores amarrados a las rejas de las ventanas, que llenaban de boñigas el suelo mal empedrado por donde corría el agua sucia de los albañales. A veces le echaba un vistazo al capitán y siempre lo encontraba iguaclass="underline" inmóvil y pensativo. En dos ocasiones vi asomarse a la Lebrijana con delantal y los brazos desnudos, mirarlo y meterse de nuevo adentro sin decir palabra.
Ya conocen que no eran tiempos felices para ella. El capitán respondía a sus quejas con monosílabos y silencios; y alguna vez, cuando la buena mujer levantaba el tono demasiado, mi amo cogía sombrero, capa y espada, y se iba a dar una vuelta. Una vez, al regreso, encontró el arcón con sus escasas pertenencias al pie de la escalera. Estuvo mirándolo un rato, subió luego, cerró la puerta tras de sí, y al cabo, tras larga parla, las voces de la Lebrijana se apaciguaron. Al poco apareció el capitán en camisa, en la barandilla de la galería que daba sobre el corral del patio, y me dijo de subir el arcón. Así lo hice, y el negocio pareció volver a la normalidad -esa noche, desde mi cuarto, oí a la Lebrijana aullar como una perra en celo-; pero al cabo de un par de días los ojos de la tabernera aparecieron otra vez húmedos y enrojecidos, y todo empezó de nuevo, y siguió así hasta el día que ahora narro, el siguiente, como dije, a la noche en que mi amo se las hubo con Álvaro de la Marca en la calle de los Peligros. Aunque el capitán y yo sospecháramos que venían truenos y relámpagos, estábamos lejos de imaginar hasta qué punto las cosas iban a torcerse. Comparado con lo que nos esperaba, las broncas con la Lebrijana eran entremeses de Quiñones de Benavente.
Una sombra maciza -hombros anchos, sombrero, capotillo- cubrió la mesa, justo cuando el capitán Alatriste alargaba una mano hacia la jarra de vino.
– Buenos días, Diego.
Como solía, y pese a lo temprano de la hora, Martín Saldaña, teniente de alguaciles, iba artillado de Toledo y Vizcaya. Por oficio y por carácter no se fiaba ni de la propia sombra que acababa de proyectar sobre la mesa de su antiguo camarada de Flandes; de modo que llevaba encima un par de pistoletes milaneses, espada, daga y puñal. Completaba la panoplia con un coleto grueso de ante y la vara de su cargo metida en la pretina.
– ¿Podemos platicar un rato?
Alatriste se lo quedó mirando y luego volvió los ojos a su cinto, que estaba en el suelo, junto a la pared, enrollado alrededor de la centella y la daga.
– ¿Como teniente de alguaciles o como amigo? -preguntó con mucha calma.
– Pardiez. No jodas.
El capitán miró el rostro barbudo, con cicatrices que tenían el mismo origen que las suyas. La barba, recordaba bien, cubría a medias un tajo recibido en la cara veinte años atrás, durante un asalto a las murallas de Ostende. De aquella jornada databan la marca en la mejilla de Saldaña y una de las que Alatriste tenía en la frente, sobre la ceja izquierda.
– Podemos -respondió.
Subieron hacia la plaza Mayor paseando bajo los soportales del último tramo de la calle de Toledo. Iban callados como ante escribano, demorándose Saldaña en lo que tenía que decir, y sin prisa por averiguarlo Alatriste. Éste se había abrochado el jubón y calado el chapeo con su ajada pluma roja, llevaba el vuelo de la capa terciado al brazo y la espada le pendía al costado izquierdo, tintineando al chocar con la vizcaína.
– Es delicado -dijo al fin Saldaña.
– Lo supongo por la cara que traes.
Se miraron un instante con intención y siguieron caminando entre unas gitanas que bailaban a la sombra de los soportales. La plaza, con sus casas altas entejadas de rombos de plomo y reluciendo al sol los hierros dorados de la casa de la Panadería, hervía de regatonas, esportilleros y público que deambulaba entre carros y cajones de fruta y verdura, redes para proteger el pan de los ladrones, toneles de vino -aún está moro, pregonaban los vendedores-, tenderos a la puerta de sus comercios y puestos ambulantes bajo los arcos. Las verduras podridas se amontonaban en el suelo entre estiércol de caballerías y enjambres de moscas cuyo zumbido se mezclaba con los gritos de quienes voceaban las diferentes mercancías. Huevos y leche de hoy mismo. Melones escritos. Foncarraleros como manteca. Judías como la seda, y regalo perejil. Anduvieron hacia la derecha, sorteando los puestos ambulantes de cáñamos y espartos que ocupaban hasta el arco de la calle Imperial.
– No sé cómo soltarlo, Diego.
– En corto y por derecho.
Saldaña, cachazudo como de costumbre, retiró el sombrero y se pasó una mano por la calva.
– Me han encargado que te haga una advertencia.
– ¿Quién?
– Da igual quién. Lo que importa es que viene de bastante arriba como para que la consideres. Te van en ella la vida o la libertad.
– Qué miedo.
– Sin chanzas, recristo. Hablo en serio.
– ¿Y qué pintas tú en eso?
El otro se puso el fieltro, respondió distraído al saludo de unos corchetes que charlaban ante el portal de la Carne, y luego encogió los hombros.
– Oye, Diego. Tal vez a pesar tuyo, tienes amigos sin los que a estas horas estarías degollado en una calleja, o con grillos en un calabozo. Esta mañana se ha debatido mucho sobre eso, temprano. Hasta que alguien recordó cierto servicio tuyo reciente, en Cádiz o por ahí. No sé qué diablos fue, ni me importa; pero te juro que, de no alegarse en tu favor, yo habría venido con mucha gente metida en hierro. ¿Me sigues?
– Te sigo.
– ¿Piensas ver más a esa hembra?
– No lo sé.
– Por vida del rey de copas. No fastidies.
Dieron unos pasos más sin abrir la boca. Al fin, frente a la confitería de Gaspar Sánchez, junto al arco, Saldaña se detuvo y extrajo un billete lacrado de la faltriquera.
– Callen barbas y hablen cartas.
Alatriste cogió el billete y le dio unas vueltas, estudiándolo. No traía destinatario ni palabra escrita afuera. Rompió el lacre, desplegando la hoja, y al reconocer la letra miró con sorna a su viejo amigo.
– ¿Desde cuándo te dedicas a tercero, Martín?
El teniente de alguaciles frunció el ceño, amostazado.
– Voto a Dios -dijo-. Calla y lee de una cochina vez.
Y Alatriste leyó:
Agradecería mucho a vuestra merced que dejara de visitarme. Con toda mi consideración.
M. de C.
– Imagino -apuntó Saldaña- que no te sorprenderá, después de lo de anoche.