Tres días más tarde, don Francisco de Quevedo y yo cruzamos la puente segoviana para acudir a la Casa de Campo, donde descansaban sus majestades aprovechando la bondad del tiempo, dedicado a la caza el rey y entretenida la reina en paseos, lecturas y música. En coche de dos mulas pasamos a la otra orilla y, dejando atrás la ermita del Ángel y la embocadura del camino de San Isidro, subimos por la margen derecha hasta los jardines que circundaban la casa de reposo de Su Católica Majestad. A un lado teníamos los frondosos pinares, y al otro, allende el Manzanares, Madrid se mostraba en todo su esplendor: las innumerables torres de iglesias y conventos, la muralla construida sobre los cimientos de la antigua fortificación árabe, y en lo alto, maciza e imponente, la mole del Alcázar Real, con la Torre Dorada avanzando como la proa de un galeón sobre la cortadura que dominaba el exiguo cauce del río, cuyas orillas estaban salpicadas con las manchas blancas de la ropa que las lavanderas tendían a secar en los arbustos. Era hermosa la vista, y la admiré tanto que don Francisco sonrió, comprensivo.
– El ombligo del mundo -dijo-. De momento.
Yo estaba entonces lejos de advertir la reserva que había en su comentario. A mis años, deslumbrado por cuanto me rodeaba, no podía imaginar que aquello, la magnificencia de la Corte, el enseñoramiento del orbe en que nos hallábamos los españoles, el imperio que -unido a la rica herencia portuguesa que entonces compartíamos- llegaba hasta las Indias occidentales, el Brasil, Flandes, Italia, las posesiones de África, las islas Filipinas y otros enclaves de las lejanas Indias orientales, todo terminaría desmoronándose cuando los hombres de hierro cedieron plaza a hombres de barro, incapaces de sostener con su ambición, su talento y sus espadas tan vasta empresa. Que así de grande era en mi mocedad, aunque ya empezara a dejar de serlo, aquella España forjada de gloria y crueldad, de luces y sombras. Un mundo irrepetible que podría resumirse, si fuera posible, en los viejos versos de Lorencio de Zamora:
El caso es que estábamos aquella mañana don Francisco de Quevedo y yo frente a la capital del mundo, apeándonos del coche en los jardines de la Casa de Campo, ante el doble edificio rojizo con pórticos y logias a la italiana, vigilado por la imponente estatua ecuestre del difunto Felipe III, padre de nuestro monarca. Y fue en el ameno bosquecillo ajardinado con chopos, álamos, sauces y plantas flamencas que había detrás de la estatua, alrededor de la hermosa fuente de tres alturas, donde la reina nuestra señora recibió a don Francisco sentada bajo un toldo de damasco, rodeada de sus damas y criados más próximos, bufón Gastoncillo incluido. Isabel de Borbón acogió al poeta con muestras de regio afecto; invitólo a rezar con ella el ángelus -era mediodía y las campanas resonaban por todo Madrid- y yo asistí de lejos y descubierto. Luego nuestra señora la reina mandó que don Francisco se sentara a su lado, y departieron largo rato sobre, los progresos de La espada y la daga, de la que el poeta leyes en voz alta los últimos versos, improvisados, dijo, aquella misma noche; por más que yo supiera que los tenía escritos y corregidos de sobra. El único punto que incomodaba a la hija del Bearnés -confesó por ella, entre bromas y veras- era que la comedia quevedesca iba a representarse en El Escorial; y é. carácter austero y sombrío de aquella magna fábrica real repugnaba a su alegre temperamento de francesa. Ésa era la causa: de que evitara, siempre que podía, visitar el palacio construido por el abuelo de su augusto esposo. Aunque, paradojas del destino, dieciocho años después de lo que narro nuestra pobre señora terminase -imagino que muy a su pesar- ocupando un nicho en la cripta.
No vi a Angélica de Alquézar entre las azafatas de la reina. Y mientras Quevedo, sobrado de razones y finezas, deleitaba a las damas con su buen humor cortesano, di un paseo por el jardín, admirando los uniformes de la guardia borgoñona que estaba de facción ese día. Anduve así, más satisfecho que un rey con sus alcabalas, hasta la balaustrada que daba sobre las parras y el camino viejo de Guadarrama, admirando la vista de las huertas de la Buitrera y la Florida, muy verdes en esa estación del año. El aire era sutil, y desde el bosque tras el pequeño palacio llegaban, apagados por la distancia, ladridos de perros punteados por escopetazos; prueba de que nuestro monarca, con su proverbial puntería -glosada hasta la saciedad por todos los poetas de la Corte, incluidos Lope y Quevedo-, daba razón de cuanto conejo, perdiz, codorniz o faisán le ponían a tiro sus batidores. Que si en vez de tanto inocente animalillo lo que el cuarto Austria arcabuceara en su dilatada vida fuesen herejes, turcos y franceses, otro gallo habría cantado a España.
– Vaya. Aquí tenemos a quien abandona a una dama en plena noche para irse con sus amigotes.
Me volví, suspendidos ánimo y respiración. Angélica de Alquézar estaba a mi lado. Decir bellísima sería ocioso. La luz del cielo de Madrid le aclaraba aún más los ojos, irónicamente fijos en mí. Hermosos y mortales.
– Nunca lo habría imaginado en un hidalgo.
Peinaba tirabuzones y vestía con amplia saboyana de tabí rojo y juboncito corto, cerrado con un gracioso cuello de beatilla donde relucían una cadena de oro y una cruz de esmeraldas. Una muda sonrosada, de librillo, le daba ligero rubor cortesano a la palidez perfecta del rostro. Así parecía mayor, pensé de pronto. Más hembra.
– Siento haberos dejado la otra noche -dije-. Pero no podía…
Me interrumpió indiferente, cual si todo fuese cosa vieja. Contemplaba el paisaje. Al cabo me miró de soslayo.
– ¿Terminó bien?
El tono era frívolo, como si de eras no le importara gran cosa.
– Más o menos.
Oí el gorjeo de las damas que estaban alrededor de la reina y de don Francisco. Sin duda el poeta había dicho algo ingenioso, y lo celebraban.
– Ese capitán Batiste, o Triste, o como se llame, no parece sujeto recomendable, ¿verdad?… Siempre os mete en problemas.
Me erguí, picado. Angélica de Alquézar, nada menos, diciendo eso.
– Es mi amigo.
Rió suavemente, las manos en la balaustrada. Olía dulce a rosas y miel. Era agradable, pero yo prefería el aroma de la otra noche, mientras nos besábamos. La piel se me erizó al recordar. Pan tierno.
– Me abandonasteis en plena calle -repitió.
– Es cierto. ¿Qué puedo hacer para compensaros?
– Acompañarme de nuevo cuando sea necesario.
– ¿Otra vez de noche?
– Sí.
– ¿Vestida de hombre?
Me miró como se mira a un tonto.
– No pretenderéis que salga con esta ropa.
– Ni lo soñéis -dije.
– Qué descortés. Recordad que estáis en deuda conmigo.
Se había vuelto a estudiarme con la fijeza de un puñal apuntando a las entrañas. Debo decir que mi estampa tampoco era desaliñada ese día: pelo limpio, vestido de paño negro y daga atrás, al cinto. Tal vez eso me dio aplomo para sostener su mirada.
– No hasta ese punto -respondí, sereno.
– Sois un zafio -parecía irritada como una jovencita a la que se le niega un capricho-. Veo que preferís ocuparos de ese capitán Sotatriste.
– Ya he dicho que es mi amigo.
Hizo un gesto despectivo.
– Naturalmente. Conozco la copla: Flandes y todo eso, espadas, pardieces, tabernas y mujerzuelas. Ruindades de hombres.
Sonaba a censura, pero creí advertir también una nota extraña. Como si de algún modo lamentase no hallarse cerca de todo aquello.
– De cualquier manera -añadió- permitid que os diga que, con amigos como ése, no necesitáis enemigos.