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La observé boquiabierto a mi pesar, admirado de su descaro.

– ¿Y qué sois vos?

Frunció los labios cual si de veras reflexionara. Después inclinó un poco la cabeza, sin apartar sus ojos de los míos.

– Ya dije que os amo.

Me estremecí al oírlo, y se dio cuenta. Sonreía como lo habría hecho Luzbel antes de caer del cielo.

– Debería bastaros -remató- si no sois bellaco, estúpido o presuntuoso.

– No sé lo que soy. Pero sobráis para llevarme al quemadero de Alcalá, o al garrote del verdugo.

Se rió otra vez, las manos cruzadas casi con modestia ante la amplia falda sobre la que pendía un abanico de nácar. Miré el dibujo nítido de su boca. Al infierno todo, pensé. Pan tierno, rosas y miel. Piel desnuda debajo. Me habría arrojado sobre esos labios, de no hallarme donde me hallaba.

– No pretenderéis -dijo- que os salga gratis.

Antes de que las cosas se enredaran peligrosamente hubo tiempo para un sabroso lance, propio de verse en un corral de comedias. Fraguóse éste durante una comida en el del León, ofrecida por el capitán Alonso de Contreras, locuaz, simpático y un punto fanfarrón como siempre, que presidía repantigado contra una cuba de vino sobre la que estaban nuestras capas, sombreros y espadas. Éramos comensales d Francisco de Quevedo, Lopito de Vega, mi amo y yo mismo, despachando una sopa de capirotada y un espeso salpicón de vaca y tocino. Invitaba Contreras, quien celebraba haber cobrado al fin las doblas de cierta ventaja que se adeudaba, dijo, desde lo de Roncesvalles. Terminóse comentando cómo los amores del hijo del Fénix con Laura Mosca topaban con la oposición berroqueña del tío -enterarse el carnicero de que había amistad entre Lopito y Diego Al triste no mejoraba las cosas-, y el joven militar nos refirió desolado, que sólo podía ver a su dama furtivamente, cuando ésta salía con la dueña a hacer alguna compra, o en la mis diaria de las Maravillas, donde él la observaba de lejos, arrodillado sobre su capa, y a veces lograba acercarse e intercambiar ternezas ofreciéndole, dicha suprema, agua bendita en el cuenco de la mano para que ella se persignara. Lo malo era que, empeñado Moscatel en casar a su sobrina con el infame procurador Saturnino Apolo, a la pobre no le quedaba otra que esa boda o el convento, y las posibilidades de Lopito eran tan remotas que lo mismo le daba buscar novia en el serrallo de Constantinopla. Al tío de la doncella no lo persuadían ni veinte de a caballo. Además, eran tiempos revueltos: con las idas y venidas del turco y del hereje, Lopito se exponía a tener que incorporarse a sus deberes con el rey en cualquier momento; y eso significaba perder a Laura para siempre. Aquello lo llevaba, según nos confió ese día, a maldecir de cuantos lances apretados había en las comedias de su mismísimo señor padre, porque ni en ellas encontraba paso alguno para resolver el problema.

El comentario le dio una idea audaz al capitán Contreras.

– La cuestión es simple -dijo mientras cruzaba las botas sobre un taburete-. Rapto y boda, voto a Dios. A lo soldado.

– No es fácil -repuso tristemente Lopito-. Moscatel sigue pagando a varios bravos para que vigilen la casa.

– ¿Cuántos?

– La última noche que rondé la reja salieron cuatro.

– ¿Diestros?

– Esta vez no me entretuve en averiguarlo.

Contreras se retorció el mostacho con suficiencia y miró alrededor, deteniéndose en el capitán Alatriste y en don Francisco.

– A más moros, más ganancia, ¿Cómo lo ve vuestra merced, señor de Quevedo?

El poeta se ajustó los lentes y frunció el ceño, pues a su posición en la Corte no le cuadraba un escándalo relacionado con rapto y estocadas; aunque estando de por medio Alonso de Contreras, Diego Alatriste y el hijo de Lope, se le hacía cuesta arriba negarse.

– Me temo -dijo con resignado fastidio- que no queda sino batirse.

– Lo mismo os da para un soneto -apuntó Contreras, viéndose ya celebrado en más versos.

– O para otro destierro, voto a Cristo.

En cuanto al capitán Alatriste, de codos sobre la mesa y ante su jarra de vino, la mirada que cruzó con su antiguo camarada Contreras era elocuente. En hombres como ellos, ciertas cosas iban de oficio.

– ¿Y el mozo? -preguntó Contreras, mirándome.

Casi me ofendí. Yo era bachiller en las cuatro generales, así que me pasé dos dedos, al estilo de mi amo, por el bigote que aún no tenía.

– El mozo también se bate -dije.

El tono me valió una sonrisa aprobadora del miles gloriosus y una mirada de Diego Alatriste.

– Cuando lo sepa mi padre -gimió Lopito- me mata.

Soltó una risotada el capitán Contreras.

– Vuestro ilustre padre, de raptos sabe un rato. ¡Menudo fue siempre el Fénix en lances de faldas!

Hubo un silencio embarazoso, y cada cual metió nariz o bigote en su respectiva jarra. Incluso Contreras lo hizo, pues acababa de caer en la cuenta de que el mismo Lopito era hijo ilegítimo, aunque reconocido luego, de uno de tales lances del Fénix de los Ingenios. Sin embargo, el joven no pareció ofenderse. Conocía la fama de su anciano progenitor mejor que nadie. Tras varios tientos al vino y un diplomático carraspeo, Contreras retomó el hilo:

– Lo mejor son los hechos consumados. Además, los militares somos así, ¿no es cierto? Directos, audaces, fieros. Siempre al grano. Recuerdo una vez, en Chipre…

Y se puso a contar hazañas durante un rato. Al cabo le dio un tiento largo al vino, suspiró nostálgico y miró a Lopito.

– Así que veamos, garzón. ¿Estáis de veras dispuesto a uniros honradamente a esa mujer, hasta que la muerte os separe, etcétera?

Lopito lo miró a los ojos sin pestañear.

– Mientras Dios sea Dios, y más allá de la muerte.

– Tampoco se os exige tanto, pardiez. Con sólo hasta la muerte ya cumplís de sobra. ¿Estos caballeros y yo tenemos vuestra palabra de hidalgo?

– Por mi vida que sí.

– Entonces no se hable más -Contreras dio una palmada en la mesa, satisfecho-. ¿Hay con quién proveer el asunto del lado eclesiástico?

– Mi tía Antonia es abadesa de las Jerónimas. Nos acogerá gustosa. Y el padre Francisco, su capellán, es también confesor de Laura y muy conocido del señor Moscatel.

– ¿Terciará el páter, si se tercia que tercie?

– Sin duda.

– ¿Y la dama?. ¿Estará vuestra Laura dispuesta a pasar por el mal trago?

Respondió Lopito afirmativamente, de modo que no hubo más averiguación. Se acordó el concurso de todos, brindamos por un feliz desenlace, y apostillólo tras el brindis don Francisco de Quevedo, según su costumbre, con unos versos que venían pintados al negocio, aunque esta vez no fueran suyos, sino de Lope:

La mujer más cobarde,en llegado a querer (y más, doncella)su honor y el de sus padres atropella.

Hízose también la razón por aquello. Y ocho o diez brindis después, usando la mesa como mapa y las jarras de vino como protagonistas de su plan, ya un poco insegura la lengua pero cada vez más resuelta la intención, el capitán Contreras nos invitó a arrimar asientos y expuso en voz baja lo que maquinaba. La táctica rigurosa del asalto, la calificó, precaviéndolo todo con tanto detalle como si en vez de una casa en la calle de la Madera nos aprestáramos a meter en Orán cien lanzas.

Las casas con dos puertas son malas de guardar. Precisamente la de don Gonzalo Moscatel tenía dos, y un par de noches más tarde estábamos los conjurados frente a la principal, embozados y en las sombras de un porche cercano: el capitán Contreras, don Francisco de Quevedo, Diego Alatriste y yo, observando a los músicos que, iluminados por la linterna que uno traía consigo, tomaban posiciones ante las rejas de la casa en cuestión, situada en la esquina misma de la calle de la Madera con la de la Luna. El plan era audaz y de una simplicidad castrense: serenata en una puerta, rebato, cuchilladas y fuga por la de atrás. Aparte la tramoya militar, tampoco se habían descuidado las formas honorables. Como Laura Moscatel no disponía de libertad para elegir matrimonio ni dejar su casa, el rapto y la boda inmediata para repararlo eran la única forma de doblegar la voluntad del empecinado tío. A esas horas, prevenidos por Lopito, la tía abadesa y el capellán amigo de la familia -cuyos escrúpulos pastorales habían sido allanados con una linda bolsa de doblones de a cuatro aguardaban en el convento de las Jerónimas, adonde sería llevada la novia para ser puesta en custodia, quedando todo según lo conveniente.