– Yepes -dijo éste, precavido, cuando mi amo se revolvió espada en mano al oír sus pasos.
Se lamentaba en el suelo Gonzalo Moscatel, y en las ventanas próximas empezaron a asomar vecinos desvelados por el alboroto. Al otro extremo de la calle se vio una luz, y alguien gritó algo sobre avisar a la ronda.
– ¿Y si nos fuésemos de una puñetera vez? -sugirió don Francisco de Quevedo, malhumorado tras su embozo.
La propuesta era razonable, así que ahuecamos el ala tan satisfechos como si lleváramos en el bolsillo la patente de un tercio. Un regocijado Alonso de Contreras me cacheteó con afecto, llamándome hijo, y el capitán Alatriste, tras un último puntapié a las costillas de Moscatel, vino detrás envainando la espada. Contreras todavía anduvo riéndose tres o cuatro calles, hasta que hicimos un alto tabernario en Tudescos para remojar la palabra.
– Cuerpo de Mahoma -juró Contreras-. No disfrutaba tanto desde que en el saco de Negroponte hice ahorcar a unos ingleses.
Lopito de Vega y Laura Moscatel se casaron cuatro semanas más tarde en la iglesia de las Jerónimas, sin que el tío de la novia -que iba por Madrid con catorce puntos en la cara y un brazo en cabestrillo, culpando de las cuchilladas y la paliza a un tal Yepes- asistiese a la ceremonia. Tampoco Lope de Vega padre estuvo presente. La boda se celebró con mucha discreción, oficiando el capitán Contreras, Quevedo, mi amo y yo como padrinos y testigos. Los jóvenes esposos se instalaron en una modesta casa en la plaza de Antón Martín, en espera de que Lopito obtuviera su reconocimiento de alférez. Que yo sepa, fueron felices tres meses. Después, debido a la infección del aire y la corrupción del agua por los grandes calores que asolaron Madrid ese mismo año, Laura Moscatel murió de fiebres malignas, sangrada y purgada por médicos incompetentes; y su joven viudo, con el corazón destrozado, volvióse a Italia. Tal fue el remate de la novelesca aventura de aquella noche en la calle de la Madera, y algo aprendí yo mismo del triste episodio: todo se lo lleva el tiempo, y la felicidad eterna sólo existe en la imaginación de los poetas y en los escenarios de los corrales de comedias.
VI. A REY MUERTO, REY PUESTO
Angélica de Alquézar había vuelto a citarme en la puerta de la Priora. Otra vez necesito escolta, apuntaba su escueto billete. Decir que acudí sin reservas sería falso; mas lo cierto es que en ningún momento llegué a considerar no ir. Angélica estaba infiltrada en mi sangre como unas cuartanas malignas. Había gustado su boca, tocado su piel y entrevisto demasiadas promesas en sus ojos; el juicio se me nublaba estando ella de por medio. Pero lo enamorado no quita lo discreto, así que esta vez tomé precauciones; y cuando se abrió el portillo y una ágil sombra se deslizó a mi lado en la oscuridad, yo iba razonablemente dispuesto para el negocio: coleto de cuero grueso que un guarnicionero de la calle de Toledo me había aderezado con uno viejo del capitán, la espada al costado izquierdo, la daga en los riñones y, disimulándolo todo, una capa de estameña parda y un chapeo negro de ala corta, sin pluma ni toquilla. Iba además recién lavado con agua y jabón, luciendo la sombra del bozo que ya me rasuraba a menudo en la esperanza de fortalecerlo hasta que alcanzase las impresionantes dimensiones del mostacho alatristesco; cosa que nunca logré, por cierto, pues siempre fui poco barbado. El caso es que antes de salir me estudié en un espejo de la Lebrijana, y la estampa no era mala; y aun luego, camino de la puerta de la Priora, estuve mirando el aspecto de mi sombra en el suelo al pasar junto a las luces de hachas y faroles. Pardiez. Ahora lo recuerdo y sonrío. Pero háganse cargo vuestras mercedes.
– ¿Dónde me lleváis esta vez? -pregunté.
– Quiero enseñaros algo -respondió Angélica-. Útil para vuestra educación.
Eso no me tranquilizó en absoluto. Yo era mozo acuchillado y sabía que toda educación útil se adquiere con afrenta de costillas propias o con sangría de la que no te hace el barbero. Así que me dispuse otra vez a lo peor. Resignado, es la palabra. O quizás aterradora y dulcemente resignado. Como apunté antes, era muy joven y estaba enamorado del diablo.
– Veo que os gusta vestir de hombre -dije.
Aquello seguía chocándome y fascinándome al tiempo. Propia del teatro, inspirada al principio en las antiguas comedias italianas y en el Ariosto, la mujer vestida de hombre por afán de gloria viril o por cuitas de amor era, como ya dije, común en el teatro; pero lo cierto es que, comedias y leyendas aparte, el personaje no se daba nunca en la vida real, o al menos yo no tenía noticia de ello. En cualquier caso, tras mi comentario, más Marfisa que Bradamante -pronto iba yo a comprobar, en mi desdicha, hasta qué extremo la movía menos el amor que la guerra-, Angélica se rió quedo, como para su santiguada.
– No querréis -dijo muy bachillera- que buree de noche por Madrid con basquiña y guardainfante.
Con el eco de esas palabras se acercó a mi oreja, y rozándola con sus labios -lo que me puso, vive Dios, la piel de gallina-, susurró estos bizarros versos lopescos:
Y yo, pobre de mí, no me abalancé a besarla teñida en sangre o como diantre estuviera, porque en ese momento dio la vuelta y echó a andar. Esta vez la caminata fue más corta. Siguiendo las tapias del convento de María de Aragón anduvimos casi por despoblado y a oscuras hasta las huertas de Leganitos, donde sentí el frío y la humedad del arroyo calarme la estameña. Pese a ir a cuerpo gentil, con su ropa varonil negra y el puñal a la cintura, Angélica no pareció resentirse del frío: caminaba resuelta en la noche, decidida y segura de sí. Cuando yo me detenía para orientarme, ella seguía adelante sin aguardar; y no quedaba otra que ir detrás echando recelosas miradas a diestra y siniestra. Portaba ella al cinto un gorro de paje para disimular sus cabellos en caso necesario; pero mientras tanto los llevaba sueltos, y la mancha clara de su pelo rubio en la noche me guiaba hacia el abismo.
No había una luz a quinientos pasos. Solo en la oscuridad, Diego Alatriste se detuvo y miró alrededor con prudencia profesional. Ni un alma a la vista. Por enésima vez tocó el papel doblado que llevaba en la faltriquera.
Merecéis una explicación y una despedida. A las once, en el camino de las Minillas. La primera casa.
M. de C.
Había dudado hasta el final. Por fin, con el tiempo justo, terminó echándose al cuerpo un cuartillo de aguardiente para templar la noche. Luego, tras equiparse a conciencia de hierro y paño -incluido esta vez el coleto de piel de búfalo-, anduvo camino a la plaza Mayor y de ella a Santo Domingo, donde tomó la calle de Leganitos rumbo a las afueras. Y allí estaba ahora, parado junto al puente y las tapias de las huertas, observando el camino que se perdía en las sombras. La primera casa estaba a oscuras, como el resto que se vislumbraba orillando el camino. Eran casas hortelanas, cada una con sus árboles y sembrados detrás, que por el frescor del paraje se usaban como reposo en los meses de verano. La que interesaba a Alatriste se había construido contra el muro de un convento en ruinas, cuyo claustro, sin techo y con las columnas que aún quedaban en pie sosteniendo la bóveda estrellada del cielo, hacía las veces de jardincillo.
Un perro ladró a lo lejos y le respondió otro. Al cabo cesaron los aullidos y volvió el silencio. Alatriste se pasó dos dedos por el mostacho, volvió a mirar en torno y siguió adelante. Al llegar junto a la casa apartó la capa del costado izquierdo, volviéndola sobre el hombro para dejar libre la empuñadura de la espada. Sabía lo que se jugaba. Había reflexionado toda la tarde sentado en su jergón, mirando las armas colgadas de un clavo en la pared, antes de tomar la decisión y echarse a la calle. Lo curioso era que no se trataba de deseo. O más bien, sincero consigo, seguía deseando a María de Castro; pero no era eso lo que ahora lo tenía atento en la noche, la mano cerca de la espada, olfateando posibles peligros como un jabalí presiente al cazador y su jauría. Se trataba de otra cosa. Coto real, habían dicho Guadalmedina y Martín Saldaña. Pero él tenía derecho a estar allí, si gustaba. Había pasado la vida defendiendo cotos reales, y su cuerpo conservaba cicatrices que daban fe. Había cumplido cien veces, como los buenos. Pero desnudos, en la cama de una mujer, tanto valían rey como roque.