– Veamos lo que aprendió el rapaz -dijo Malatesta, socarrón.
Saqué también la daga con la zurda y me puse en guardia. El rostro picado de viruela del italiano era una máscara sarcástica, y la cicatriz del ojo acentuaba su aire siniestro.
– Viejas cuentas -deslizó su voz chirriante en una risa ronca.
Entonces nos cayeron encima. Todos. Y al mismo tiempo se disparó mi coraje. Desesperado, muy cierto. Mas no como corderos, pardiez. Así que afirmé los pies, luchando por mi orgullo y por mi vida. Los años y el siglo ya me habían adiestrado para eso, y terminar allí valía tanto como hacerlo en cualquier otra parte: a mi edad, sólo un poco antes de la cuenta. Cuestión de suerte. Y espero, pensé fugazmente mientras me batía, que también el gran Felipe desnude la blanca y eche un rey de espadas a la mesa, pues a fin de cuentas se trata de su ilustre pellejo. Pero no tuve tiempo de comprobarlo. Llovían cuchilladas como agua espesa sobre mi espada, mi daga y mi coleto de cuero, y por el rabillo del ojo entreví al capitán Alatriste aguantando el mismo diluvio sin ceder un palmo. Uno de sus adversarios saltó hacia atrás entre blasfemias, herreruza por tierra y manos en las tripas. Al tiempo, una hoja de acero se incrustó en mi coleto, sin cuya protección me habría cercenado un hombro. Retrocedí alarmado, esquivé como pude filos y puntas que me buscaban el cuerpo, y di un traspiés al hacerlo. Cayendo de espaldas fui a golpearme en la nuca con el capitel derribado de una columna, y la noche penetró de pronto en mi cabeza.
La voz que pronunciaba mi nombre iba adentrándose poco a poco en mi conciencia. La desoí, perezoso. Se estaba bien allí, en aquel sopor apacible desprovisto de recuerdos y de futuro. De pronto la voz sonó mucho más cerca, casi en mi oído, y el dolor se hizo presente como un latigazo desde la nuca hasta la rabadilla.
– Iñigo -repitió el capitán Alatriste.
Me incorporé sobresaltado, recordando los aceros relucientes, la caída hacia atrás, la oscuridad adueñándose de todo. Gemí al hacerlo -sentía la nuca agarrotada y mi cráneo a punto de estallar-, y cuando abrí los ojos vi a pocas pulgadas el rostro de mi amo. Parecía muy cansado. La luz del candil le iluminaba el mostacho y la nariz aguileña, dejando reflejos de inquietud en sus ojos glaucos.
– ¿Puedes moverte?
Asentí con un movimiento de cabeza que intensificó mi dolor, y el capitán me sostuvo al incorporarme. Sus manos dejaron huellas sangrantes en mi coleto. Empecé a palparme el torso, alarmado, sin dar con herida alguna. Entonces descubrí el tajo en su muslo derecho.
– No toda la sangre es mía -dijo.
Indicaba con un gesto el cuerpo inerte del rey, caído al pie de una columna. Su jubón amarillo estaba pasado de cuchilladas y el candil hacía brillar un reguero oscuro que se extendía por el enlosado del claustro.
– ¿Está…? -empecé a preguntar y me detuve, incapaz de pronunciar la palabra aterradora.
– Está.
Me hallaba demasiado aturdido para abarcar la magnitud de la tragedia. Miré a un lado y a otro sin encontrar a nadie. Ni siquiera el hombre al que vi recibir una estocada del capitán estaba allí. Se había esfumado en la noche, con Gualterio Malatesta y los otros.
– Tenemos que irnos -apremió mi amo.
Recogí del suelo mi espada y mi vizcaína. El rey estaba boca arriba, los ojos abiertos entre el pelo rubio ensangrentado que se le apelmazaba en la cara. Ya no tenía aspecto digno, pensé. Ningún muerto lo tiene.
– Peleó bien -resumió el capitán, objetivo.
Me empujaba hacia el jardín y las sombras. Aun titubeé, desconcertado.
– ¿Y nosotros?… ¿Por qué seguimos vivos?
Mi amo miró alrededor. Observé que conservaba su espada en la mano.
– Nos necesitan. A quien querían muerto era a él… Tú y yo sólo somos cabezas de turco.
Se detuvo un instante, reflexionando.
– Pudieron matarnos -añadió-, pero no venían a eso -miró el cadáver, sombrío… Huyeron en cuanto lo despacharon.
– ¿Qué hacía aquí Malatesta?
– Que me pringuen como a un negro si lo sé.
Al otro lado de la casa, en la calle, oímos voces. Crispóse la mano apoyada en mi hombro, clavándome sus dedos de acero.
– Ya están ahí -dijo el capitán.
– ¿Vuelven?
– No. Ésos serán otros… Y ahora es peor.
Seguía apartándome de la luz, fuera del claustro.
– Corre, Iñigo.
Me detuve, confuso. Estábamos casi en las sombras del jardín y no podía verla el rostro.
– Corre y no te detengas. Y pase lo que pase, tú no estuviste aquí esta noche. ¿Comprendes?… No estuviste nunca.
Me resistí un momento. Y qué pasa con vuestra merced, capitán, iba a preguntar. Pero no hubo tiempo. Al ver que no lo obedecía en el acto me dio un empujón fuerte, enviándome cuatro o cinco pasos más allá, entre la maleza.
– Vete -ordenó de nuevo- de una puta vez.
La embocadura del pasillo que daba al claustro se iluminaba con hachas encendidas, aproximándose ruido de armas y rumor de gente. En nombre del rey, dijo una voz lejana. Ténganse a la justicia. Y aquel grito, en nombre de un rey muerto; ene erizó los cabellos.
– ¡Corre!
Y por mi vida que lo hice. No es lo mismo correr por gusto que huir por necesidad. Si se hubiera abierto ante mí un precipicio, juro a Dios que habría saltado por él sin vacilar. Ciego de pánico, corrí entre la maleza, los árboles y los sembrados, saltando bardas y tapias, chapoteando en el arroyo y subiendo luego hasta la ciudad. Y sólo cuando estuve a salvo, lejos de aquel claustro maldito, y me dejé caer por tierra con el corazón dándome saltos hasta la boca, los pulmones hechos una brasa y miles de alfileres clavándose en mi nuca y mis sienes, descompuesto de horror y de miedo, pensé en la suerte que habría corrido el capitán Alatriste.
Anduvo cojeando hasta la tapia, en busca del mejor camino a seguir. Reñir con tantos a la vez lo había fatigado, la cuchillada del muslo no era profunda pero seguía sangrando, y la calidad del cadáver que yacía en el claustro le destemplaba ánimo y bríos a cualquiera. Quizá, pese a la herida, el miedo le habría puesto alas en los pies, de haberlo sentido. Pero no había tal, sino una lúgubre desolación ante la jugarreta que le deparaba el destino. Una melancolía negra. Desesperada. La certeza de su perra mala suerte.
Las luces ya iluminaban el claustro. Las entrevió por los árboles y la maleza. Voces, sombras de un lado para otro. Mañana crujirán toda la Europa y el mundo, pensó. Cuando esto se sepa.
Tomó impulso para encaramarse a la tapia, alta de cinco codos, y lo intentó dos veces, sin lograrlo. Sangre de Cristo. La pierna le dolía demasiado.
– ¡Aquí está! -gritó una voz a su espalda.
Se volvió despacio, resignado, la toledana firme en la mano. Cuatro hombres se habían acercado por el jardín y lo alumbraban. Reconoció sin dificultad al conde de Guadalmedina, que traía un brazo en cabestrillo. Los otros eran Martín Saldaña y un par de alguaciles con hachas encendidas. A lo lejos vio más gurullada moviéndose por el claustro.
– Date preso en nombre del rey.
La fórmula hizo torcer el mostacho a Alatriste. En nombre de qué rey, estuvo a punto de preguntar. Miró a Guadalmedina, que tenía la espada envainada, una mano en la cadera, y lo observaba con un desdén que nunca antes le había conocido. La férula del brazo era, sin duda, recuerdo del encuentro en la calle de los Peligros. Otra cuenta pendiente.
– Tengo poco que ver con esto -dijo Alatriste.
Nadie pareció darle el menor crédito. Martín Saldaña estaba muy serio. Tenía la vara de teniente de alguaciles metida en el cinto, la espada en una mano y un pistolete en la otra.
– Date -conminó de nuevo- o te mato.
El capitán reflexionó un instante. Conocía la suerte que esperaba a los regicidas: torturados hasta la muerte y luego hechos cuartos. No era un futuro agradable.
– Mejor me matas.
Miraba el rostro barbudo del que hasta esa noche había sido su amigo -estaba perdiendo amigos con demasiada rapidez- y sorprendió en éste un apunte de duda. Ambos se conocían lo suficiente para saber que a Alatriste no le interesaba salir de allí preso y vivo. El teniente de alguaciles cambió un vistazo rápido con Guadalmedina, y éste movió levemente la cabeza. Lo necesitamos entero, decía el gesto. Para intentar que suelte la lengua.