– De manera -contaba Cagafuego, con su acento potreño- que me llego al mayoral de los bellerifes, calo la cerra, saco dos granos como dos soles y le digo al grullo, guiñándole un fanaclass="underline" «Por estos veintidós mandamientos, juro a vuesarced que el que buscan no soy yo».
– ¿Y quién era el corchapín? -quiso saber el otro jaque.
– Berruguete, el tuerto.
– Fino hideputa, a fe mía. Y acomodaticio.
– No hace falta que lo jure uced, señor compadre… Engibó el rescate, y no digo más.
– ¿Y el palomo?
– Se arrancaba el bosque, bufando que era mi marca quien le había murciado la cigarra, y que yo la encubría… Pero ahí Berruguete cumplió como un godo y se hizo sordo. Tal día hará un año.
Siguieron así un rato de amena y poco gongorina parla. Y al trecho, Bartolo Cagafuego me miró a medio mogate, dejó el jarro, se puso en pie como quien no quiere la cosa, desperezó el navío con desmesurado braceo y abriendo mucho la boca -diezmada de media docena de dientes-, y anduvo columpiándose hasta la puerta, el aire terrible de costumbre, tintineándole el hierro, baldeo en gavia, coleto de ante y calzón con las boquillas sin abrochar, tan amontonado de valentía que no había más que pedir. Fui a reunirme con él la galería de la corrala, donde nuestras voces quedaban veladas por el estrépito de la lluvia.
– ¿Nadie a las calcas? -preguntó el bravote -Nadie.
– ¿Certus?
– Como que hay Dios.
Asintió aprobador, rascándose las espesas cejas que se le juntaban en el sobrescrito lleno de marcas y cicatrices. Luego, sin más palabras, echó a andar por la galería, y lo seguí. No nos veíamos desde el episodio del oro de las Indias; cuando, tras verse libre de remar en galeras merced al asalto al Niklaasbergen y al indulto conseguido por el capitán Alatriste, Cagafuego se había embolsado una linda suma que le permitió volver a Madrid para seguir desempeñando el oficio de jaque en su variedad de rufo, o rufián, por otro nombre abrigo de putas. Pese a su corpachón y a los aires feroces, y aunque en la barra de Sanlúcar, a decir verdad, se había portado con mucha decencia degollando gente, lo suyo no era jugarse la gorja. Los fieros con que se adornaba eran más de pastel que otra cosa, propios para atemorizar a incautos y vivir de las corsarias, y no para vérselas de verdad con gente de hígados. Aun siendo tan bruto que de las cinco vocales apenas dos o tres habrían llegado a su noticia -o tal vez por eso mismo- ahora tenía una marca al punto en la calle de la Comadre, y andaba asociado con el dueño de una manflota donde se encargaba de mantener el orden con mucho pesiatal, a fe mía y yo lo digo. Su negocio, por tanto, iba bien. Con esas patentes en el memorial, contaba más mérito a mis ojos que semejante bravo de contaduría arriesgara el cuello para ayudar al capitán Alatriste; pues nada tenía que ganar y mucho que perder si alguien iba con el bramo a la justicia. Pero desde que se conocieron años atrás en un calabozo de la cárcel de la Villa, Bartolo Cagafuego profesaba al capitán esa lealtad sólida e inexplicable que a menudo observé en quienes trataron a mi amo, lo mismo entre camaradas de milicia que entre gente de calidad y desalmados malhechores, donde incluyo a algunos enemigos. De tiempo en tiempo surgen hombres especiales, diferentes a sus contemporáneos, o tal vez lo que ocurre no es que sean de veras diferentes, sino que en cierto modo resumen, justifican e inmortalizan su época; y algunos de quienes los tratan se dan cuenta de eso, o lo intuyen, y los tienen como árbitros de conductas. Quizá Diego Alatriste era uno de tales. En cualquier caso, doy fe de que cuantos se batieron a su lado, compartieron sus silencios o advirtieron aprobación en su mirada glauca, quedaron obligados para siempre por singulares lazas. Se diría que ganar su respeto los hacía respetarse más a sí mismos.
– Nada que hacer -resumí-. Sólo esperar a que escampe. El capitán había escuchado atento, sin abrir la boca. Estábamos sentados junto a una desvencijada mesa manchada de esperma de velas, donde había una escudilla con restos de mondongo cocido, una jarra de vino y un mendrugo de pan.
Bartolo Cagafuego se tenía un poco aparte, en pie, cruzado de brazos. Oíamos caer la lluvia sobre el tejado.
– ¿Cuándo verá Quevedo al conde-duque?
– No se sabe -repuse-. De cualquier manera, La espada y la daga se representa dentro de pocos días en El Escorial. Don Francisco ha prometido llevarme.
El capitán se pasó la mano por la cara, que necesitaba un repaso de navaja de afeitar. Lo vi más flaco y demacrado. Vestía calzón de mala gamuza, recosidas medias de lana, camisa sin cuello bajo el jubón abierto. No era el suyo un buen aspecto; pero sus botas de soldado estaban en un rincón, recién engrasadas, y también el cinto nuevo de espada que había sobre la mesa acababa de ser tratado con sebo de caballo. Cagafuego le había conseguido sombrero y capa en un ropavejero, y también una herrumbrosa daga de ganchos que ahora estaba afilada y reluciente, junto a la almohada de la cama deshecha.
– ¿Te han molestado mucho? -me preguntó el capitán.
– Lo justo -encogí los hombros-. Nadie me relaciona.
– ¿Y a la Lebrijana?
– Lo mismo.
– ¿Cómo está ella?
Miré el agua que encharcaba el suelo, bajo mis borceguíes.
– Ya la conoce vuestra merced: muchas lágrimas y fieros. Jura y perjura que estará en primera fila cuando os ahorquen. Pero se le pasará -sonreí-. En el fondo es más tierna que una melcocha.
Cagafuego movió grave la cabeza, el aire entendido. Se le veía con ganas de opinar sobre los celos y ternezas de las hembras, pero se contuvo. Respetaba demasiado a mi amo como para meterse en la conversación.
– ¿Y qué hay de Malatesta? -preguntó el capitán.
El nombre hizo que me removiera en la silla.
– Ni rastro.
El capitán se acariciaba el mostacho, pensativo. De vez en cuando me miraba con atención, cual si esperase leerme en el rostro informes que no expresaran mis palabras.
– Tal vez yo sepa dónde encontrarlo -dijo.
Aquello se me antojó una locura.
– No debería arriesgarse vuestra merced.
– Veremos.
– Eso dijo un ciego -apunté, descarado.
Volvió a estudiarme como antes, mientras yo lamentaba un poco mi impertinencia. De reojo comprobé que Bartolo Cagafuego me observaba con reprobación. Pero lo cierto era que las cosas no estaban para que el capitán anduviese por las calles a sombra de tejados. Antes de dar algún paso que lo comprometiese más, debía esperar el resultado de las gestiones de don Francisco de Quevedo. Y yo, por mi parte, necesitaba una conversación urgente con cierta joven dama de la reina, a la que llevaba días acechando sin éxito. En cuanto a lo que le ocultaba a mi amo, los remordimientos se templaban al recordar que Angélica de Alquézar me había llevado a una trampa, cierto; pero que esa trampa nunca habría sido posible sin la testaruda, o suicida, colaboración del capitán. Yo tenía juicio para advertir esas cosas; y cuando se está camino de los diecisiete años, ya nadie es del todo un héroe, salvo uno mismo.
– ¿Este sitio es seguro? -le pregunté a Cagafuego para cambiar de conversación.
El rufo abrió su boca agujereada en una sonrisa feroz.
– Rijón. Aquí, la justa no ronda ni harta de alboroque… Y si algún fuelle diese el soplo, las ventanas permiten alongarse luengo a los tejados. El señor capitán no es el único que se llama a altana… Si asoman alfileres, abajo hay camaradas de sobra para dar la voz. Y en tal caso, se baten talones, y al ángel.
Mi amo no había dejado de mirarme en todo el rato.
– Tenemos que hablar -dijo.
Cagafuego se llevó los nudillos de una manaza a las cejas, despidiéndose.
– Pues mientras garlan, y si no manda otra cosa vuacé, señor capitán, este crudo va a darse una vuelta por sus pastos, a ver qué tal le va a mi Maripérez el ajuste que lleva entre manos. Que el ojo del amo engorda a la yegua.