Abrió la puerta, recortado en la claridad gris de la galería; pero aún se detuvo un momento.
– Además -añadió-, y dicho sea sin menoscabo de la honra, en estos tiempos nunca sabe uno cuándo ha de vérselas con la Güerca… Y por muchos argamandijos que se tengan y sufrid que sea uno a la hora de tocar la guitarra, más cómodo es callar lo que no se conoce, que callar lo que se sabe.
– Buena filosofía, Bartolo -sonrió el capitán-. Aristóteles no lo habría expresado mejor.
El rufo se rascó el cogote.
– No se me alcanza qué hígados tenga ese don Aristóteles, ni cómo encajará tres ansias en el potro sin decir otra que nones, como está documentado por escribano que hizo alguna vez este león… Pero vuacé y yo conocemos a bederres capaces de hacerle cantar jácaras a una piedra.
Se fue, cerrando la puerta. Entonces saqué la bolsa que me había entregado don Francisco de Quevedo y la puse sobre la mesa. Con aire ausente, mi amo apiló las piezas de oro -Ahora cuéntamelo -dijo.
– ¿Qué quiere vuestra merced que le cuente?
– Lo que estabas haciendo la otra noche en las Minillas. Tragué saliva. Miré el charco a mis pies. De nuevo sus ojos. Me sentía tan turbado como, en paso de comedia, mujer a la que halla el marido sin luz y con amante.
– Ya lo sabéis, capitán. Seguiros.
– ¿Para qué?
– Estaba inquieto por…
Me callé. La expresión de mi amo se había vuelto tan sombría que los sonidos murieron en mi garganta. Sus pupilas, hasta entonces dilatadas por la poca luz de la ventana, se tornaron tan pequeñas y aceradas que parecían traspasarme como cuchillos. Yo había visto esa mirada otras veces, y a menudo terminaba con un hombre desangrándose en el suelo. Por Dios que tuve miedo.
Entonces suspiré hondo y lo conté todo. De cabo a rabo.
– La amo -concluí.
Lo dije como si eso me justificara. El capitán se había levantado y estaba frente a la ventana, mirando caer la lluvia.
– ¿Mucho? -preguntó, pensativo.
– Tanto que, de poderlo expresar, no fuera nada.
– Su tío es secretario real.
Comprendí el alcance de esas palabras, que encerraban más un aviso que un reproche. Pues aquello situaba el negocio en terreno resbaladizo: aparte de que Luis de Alquézar estuviese o no al corriente -Malatesta había trabajado para él en otro tiempo- la cuestión era si Angélica formaba parte de la conspiración, o si su tío u otros, sin estar directamente implicados, pretendían sacar partido de las circunstancias. Subirse a un carruaje en marcha.
– Y ella, además -añadió el capitán-, es menina de la reina.
Lo que tampoco era detalle menor. De pronto entreví el sentido último de sus palabras y me quedé helado. La idea de que nuestra señora doña Isabel de Borbón tuviese algo que ver con la intriga no era descabellada. Hasta una reina es mujer, me dije. Puede conocer los celos como la más baja fregatriz.
– Sin embargo, ¿por qué mezclarte a ti? -se preguntó el capitán-. Conmigo era suficiente.
Le di unas cuantas vueltas.
– No sé. Otra cabeza para el verdugo… Pero tenéis razón: con la reina implicada, una de sus damas encajaría en el episodio.
– O tal vez alguien busca que encaje.
Lo miré, desconcertado. Había ido hasta la mesa y contemplaba el montoncito de monedas de oro.
– ¿No se te ha ocurrido que alguien puede querer endosarle el lance a la reina?
Me quedé con la boca abierta. Veía las siniestras posibilidades del razonamiento.
– A fin de cuentas -prosiguió el capitán-, aparte de esposa engañada, es francesa… Imagínate la situación: el rey muere, Angélica desaparece, tú eres engrilletado conmigo, y al cabo sueltas en el potro que una menina de la reina te metió en el asunto…
Me llevé la mano al pecho, ofendido.
– Yo nunca delataría a Angélica.
Sonreía a medias, mirándome. Una mueca veterana y cansada.
– Imagina que lo hicieras.
– Imposible. Tampoco vendí a vuestra merced al Santo Oficio.
– Cierto.
Siguió mirándome, aunque ya no dijo más; pero supe lo que pensaba. Los frailes dominicos eran una cosa y la justicia real, otra. Como había dicho antes Cagafuego, había verdugos capaces de soltar la sin hueso al más bravo. Consideré aquella variante de la trama, a la que no faltaba razón. Gracias a los paseos por los mentideros y a las charlas de los amigos del capitán, yo estaba al corriente de las últimas noticias: la pugna entre el ministro de Francia, Richelieu, y nuestro conde-duque de olivares hacía sonar en Europa tambores de próximas guerras. Nadie dudaba que cuando los vecinos gabachos resolvieran el problema de los hugonotes en La Rochela, españoles y franceses íbamos a acuchillarnos de nuevo en los campos de batalla. Falso o cierto, insinuar la mano de la reina resultaba razonable. Y útil, además, para unos cuantos. Había quien detestaba a Isabel de Borbón -Olivares, su esposa y su camarilla, entre ellos- y quien deseaba nuestra guerra con Francia, en España y fuera de ella, incluidos Inglaterra, Venecia, el turco y hasta el mismo papa de Roma. Una intriga antiespañola que implicara a la hermana del rey francés, resultaba creíble. Pero también podía ser una explicación que ocultase otras.
– Creo que es hora -dijo el capitán, mirando su espada de que haga una visita.
Era un tiro a ciegas. Habían pasado casi tres años, pero nada costaba intentarlo. Con la capa empapada y las faldas del sombrero chorreando agua, Diego Alatriste estudió la casa con detalle. Por curioso azar, estaba a sólo dos calles de su refugio. Aunque tal vez no fuese casualidad. Aquel cuartel era el de peor calaña de Madrid, con las más bajas tabernas, bodegones y posadas. Y lo que era bueno para ampararse uno, concluyó, lo era también para otros.
Miró alrededor. La lluvia velaba a su espalda la plaza de Lavapiés, ocultando con su traslúcida cortina gris la fuente de piedra. Calle de la Primavera, se dijo con ironía. Ningún nombre menos adecuado para el lugar y el momento, con el fango de la calle sin empedrar y el agua arrastrando inmundicias. La casa, antigua posada del Lansquenete, estaba enfrente, vertiendo sus tejas gruesos regueros por la fachada, donde ropa blanca y remendada, tendida a secar antes de que llegara la lluvia, colgaba como sudarios de las ventanas.
Llevaba una hora larga vigilando, y al fin se decidió. Cruzó la calle y fue hasta el patio por el arco que olía a estiércol de cabalgaduras. No vio a nadie. Unas gallinas mojadas picoteaban el suelo bajo las galerías, y al subir por la escalera de madera, que crujía bajo sus pasos, un gato gordo que devoraba una rata muerta le dirigió una mirada impasible. El capitán soltó el fiador de la capa: demasiado peso, con tanta agua en el paño. También se quitó el sombrero, cuyas alas húmedas se le vencían sobre la cara. Una treintena de peldaños lo llevaron hasta el último piso, y allí se detuvo e hizo memoria. Si no fallaban sus recuerdos, la puerta era la última a la derecha, en el ángulo del corredor. Fue hasta ella y pegó la oreja. Nada. Sólo el zureo de las palomas refugiadas bajo el techo goteante de la galería. Dejó capa y sombrero en el suelo y sacó del cinto el arma por la que esa misma tarde había pagado diez escudos a Bartolo Cagafuego: una pistola de chispa casi nueva, con dos palmos de cañón y guarnición damasquinada, que lucía en la culata las iniciales de un propietario desconocido. Comprobó que seguía bien cebada pese a la humedad, y echó atrás el perrillo. Clac, hizo. La empuñó firme en la diestra, y con la otra mano abrió la puerta.
Se trataba de la misma mujer, y estaba sentada a la luz de la ventana, repasando con aguja e hilo la ropa de un cesto. Al ver entrar al intruso se puso en pie, tirando por tierra la labor, abierta la boca para gritar; pero no llegó a hacerlo porque una bofetada de Alatriste la echó contra la pared. Mejor un golpe ahora, se dijo el capitán mientras lo daba, que varios más tarde, cuando tenga tiempo de razonar y abroquelarse. No hay como asustar y descomponer desde el principio. De modo que, tras la bofetada, la agarró con violencia por el cuello y, tapándole la boca con la zurda, le puso la pistola en la sien.