– Ni una voz -susurró- o te arranco la cara.
Sentía el húmedo sofoco de la mujer en la palma, su cuerpo estremecido contra el suyo, mientras la aferraba mirando alrededor. La habitación apenas había cambiado: los mismos muebles miserables, la loza desportillada sobre la mesa cubierta con tapete de arpillera. Todo se encontraba en orden, sin embargo. Había una estera de esparto en el suelo y un brasero de cobre. La cama, separada la alcoba por una cortina, estaba bien hecha y limpia, y un puchero hervía bajo la campana de la chimenea.
– ¿Dónde está? -le preguntó a la mujer, apartando un poco los dedos de su boca.
Era otro tiro a la buena de Dios. Tal vez ella nada tenía que ver ya con el hombre al que buscaba; pero era el único rastro. En sus recuerdos, para su instinto de cazador, aquella mujer no era pieza desdeñable. Sólo la había visto mucho tiempo atrás y unos instantes; mas recordaba bien su expresión, su inquietud. Su angustia por el hombre entonces indefenso y amenazado. Porque hasta las serpientes buscan compañía, recordó con una mueca sardónica. Y se aparean.
Ella no dijo nada. Miraba de reojo la pistola, con espanto. Era joven y vulgar, con buenas formas, negra de pelo, cenceña, el cabello recogido en la nuca, del que le pendían, mechones sobre el rostro. Ni linda ni fea. Vestía camisa que le dejaba los brazos desnudos, basquiña de mal paño, y la toquilla de lana se había deslizado al suelo en el forcejeo. Olía un poco a la comida que humeaba en el puchero y otro poco a sudor -Dónde? -insistió el capitán.
– ¿Dónde? -insistió el capitán.
Los ojos asustados se volvieron a él, pero la boca permaneció en silencio, respirando fuerte. Bajo el brazo que la aferraba, Alatriste sentía subir y bajar el pecho agitado. Atisbó alrededor buscando huellas de una presencia masculina: un herreruelo negro colgado en una percha, camisas de hombre en el cesto que había caído al suelo, dos valonas limpias y recién aderezadas. Aunque igual ya no se trata del mismo, se dijo. La vida sigue, las mujeres son mujeres, los hombres van y vienen. Esas cosas pasan.
– ¿Cuándo vuelve? -preguntó.
Seguía muda, mirándolo con ojos llenos de miedo. Pero ahora advirtió en ellos un relámpago de comprensión. Quizá me reconoce, pensó. Al menos se da cuenta de que no busco hacerle daño a ella.
– Voy a soltarte -dijo, metiéndose la pistola en el cinto y sacando la daga-. Pero si gritas o intentas huir, te degüello como a una puerca.
Jugadores, fulleros, mirones en busca de barato y ambiente espeso. A esas horas, el garito de la cava de San Miguel estaba en todo lo suyo. Juan Vicuña, el dueño, vino a mi encuentro apenas pasé la puerta.
– ¿Lo has visto? -me preguntó en voz baja.
– La herida de la pierna se cerró. Está sano y os manda saludos.
El antiguo sargento de caballos, mutilado en las dunas de Nieuport, asintió satisfecho. Su amistad con mi amo era sólida y vieja. Como los otros tertulianos de la taberna del Turco, estaba inquieto por la suerte del capitán Alatriste.
– ¿Y Quevedo?… ¿Se mueve en palacio?
– Hace lo que puede. Pero eso no es mucho.
Suspiró hondo el otro, sin más comentarios. Lo mismo que don Francisco de Quevedo, el dómine Pérez y el licenciado Calzas, Vicuña no creía una palabra de los rumores que corrían sobre el capitán; pero mi amo no deseaba recurrir a ellos por reparo a implicarlos. El de lesa majestad era mucho delito para enredar a los amigos: terminaba en el cadalso.
– Guadalmedina está dentro -confirmó -¿Solo?
– Con el duque de Cea y un gentilhombre portugués a quien no conozco.
Le entregué mi daga como hacían todos, y Vicuña se la dio al vigilante de la puerta. En aquel Madrid de gente soberbia y acero fácil, las premáticas prohibían entrar herrado en garitos y mancebías, por si acaso. Aun con esa precaución, a menudo naipes y dados se manchaban desangre.
– ¿Está de buen o mal talante?
– Lleva ganados cien escudos, así que lo supongo de bueno… Pero más vale que espabiles, porque hablan de mudarse a la manfla de las Soleras, donde tienen aparejada cena y mozas.
Me apretó el hombro con afecto y me dejó solo. Vicuña había cumplido como leal camarada, avisándome de la presencia che Álvaro de la Marca en su casa de conversación. Tras mi entrevista con el capitán Alatriste, yo había pasado mucho rato rumiando un plan que tal vez era desesperado, pero al que no veía otra; después pateé la ciudad bajo la lluvia, visitando a los amigos y tendiendo la red por aquí y por allá. Ahora estaba empapado y exhausto, mas al fin había levantado la caza en lugar propicio, cosa imposible en la residencia de Guadalmedina, o en palacio. Tras darle muchas vueltas y revueltas, estaba decidido a ir hasta el final, aunque eso me costara la libertad o la vida.
Crucé la sala, bajo la luz amarillenta de los grandes velones de sebo colgados en la bóveda. Ya dije que había un ambiente tan cargado como los dados que se usaban en algunas partidas: dineros, descuadernadas y huesos de Juan Tarafe iban y venían sobre la media docena de mesas en torno a las que se agolpaban los jugadores. En ésta se daba armadilla de bueyes, en esa daban brechas, en aquella sonaban reniegos, pesiatales y porvidas; y en todas, fulleros y hormigueros, hábiles en raspar n as o hincar un amolado, intentaban despojar al prójimo, ya por sangría lenta, charnel a charnel, o por juegos de estocada fulminante, de esos que dejaban a un palomo abrasado, alijándole de golpe el galeón:
Álvaro de la Marca era de los que no se dejaban. Tenía buen golpe de vista y mejores manos, y él mismo era doctor en ala de mosca, cortadillo y panderete. Si le venía el antojo, tan tahúr que diera garatusa a quien lo engendró. Estaba de pie ante una mesa, muy animado, y seguía ganando. Vestía galán como de costumbre: jubón pardo bordado de canutillo de plata, gregüescos y botas vueltas, con guantes de ámbar doblados en la pretina. Estaban con él, además del caballero portugués al que se había referido Vicuña -luego supe que era el joven marqués de Pontal-, el duque de Cea, nieto del duque de Lerma y cuñado del almirante de Castilla; un mozo de la mejor sangre, por cierto, que poco más tarde cobraría fama de valentísimo soldado en las guerras de Italia y Flandes antes de morir con mucha dignidad a orillas del Rhin. El caso es que me acerqué entre barateros, tomajones y mirones, muy discreto, hasta que Guadalmedina alzó la vista de la mesa, donde acababa de clavar dos albaneses con seis hormigas dobles. Al verme hizo semblante de sorprendido y molesto. Volvió al juego con el ceño fruncido, mas yo mantuve mi posición, resuelto a no moverme hasta que atendiera. Cuando miró de nuevo hice una seña de inteligencia y me aparté un poco, esperando que, si no tenía la decencia de saludarme, al menos sintiera curiosidad por lo que pudiese contarle. Al cabo cedió, aunque a regañadientes. Vi que recogía su ganancia de la mesa, daba barato a un par de mirones e introducía el resto en la sacocha. Luego vino hacia mí. De camino hizo una seña a un mozo bolichero y éste le trajo con mucha diligencia una jarra de vino. A los ricos nunca faltan cireneos.
– Vaya -dijo con frialdad, dándole sorbos al vino-. Tú por aquí.
Pasamos a un cuartucho que Juan Vicuña nos había dispuesto. Sin ventanas, con sólo una mesa, dos sillas y una palmatoria encendida. Cerré la puerta y apoyé la espalda en ella.
– Abrevia -dijo Guadalmedina.
Me miraba con recelo, y sentí una profunda tristeza ante lo despegado de su actitud y sus palabras. Mucho ha de haberlo ofendido el capitán, pensé, para que así olvide que le debió la vida en las Querquenes, que asaltamos el Niklaasbergen por amistad a él y en servicio del rey, y que cierta noche, en Sevilla, desorejamos juntos a una ronda de corchetes en el compás de la Mancebía. Pero luego observé las marcas violáceas que aún podían advertirse en su cara, la torpeza con que manejaba el brazo herido en la calle de los Peligros, y entendí que cada cual tiene motivos para hacer lo que hace, o lo que no hace. Álvaro de la Marca tenía sobrada razón para guardarle rencor al capitán Alatriste.