– Hay algo que vuecelencia debe saber y no sabe -dije.
– ¿Algo?… Demasiado, querrás decir. Pero al tiempo. Dejó la última palabra flotando en el vino al llevárselo a la boca, como un augurio siniestro, o una amenaza. No se había sentado, cual si tuviera intención de acabar pronto la charla, y mantenía su actitud distanciada, en una mano la jarra y la otra con el puño apoyado displicente en la cadera. Miré su rostro aristocrático, el cabello ondulado, el bigote rizado y la perilla rubia. Sus manos blancas y elegantes, con un anillo que por sí solo valía el rescate de un cautivo de Argel. Era otro mundo, concluí, aquella España: poder y dinero desde la cuna a la tumba. En la posición de Álvaro de la Marca, ciertas cosas no podían verse con ecuanimidad jamás. Pero tenía que intentarlo. Era la última carga de pólvora en mis doce apóstoles.
– Yo estuve allí aquella noche -empecé.
Había anochecido. La lluvia continuaba cayendo afuera. Diego Alatriste seguía inmóvil, sentado junto a la mesa, observando a la mujer que también estaba quieta frente a él, en la otra silla, las manos amarradas a la espalda y un lienzo amordazándola. No estaba satisfecho de sí, pero tenía sus razones. Si el hombre al que esperaba era el mismo que suponía, resultaba demasiado peligroso dejar a la mujer en libertad de moverse o gritar.
– ¿Dónde hay para hacer luz? -preguntó.
Ella no hizo movimiento alguno. Seguía mirándolo, cubierta la boca por la mordaza. Alatriste se levantó y rebuscó en la alacena hasta dar con una candelilla y unas virutas que arrimó a los carbones de la cocina, donde había puesto a secar capa y sombrero. Aprovechó para apartar del fuego el puchero, que había hervido tanto que se hallaba medio consumido. Encendió con la candelilla una vela que estaba sobre la mesa. Luego se echó un poco del puchero en una escudilla; el guiso de carnero y garbanzos estaba fuerte de sabor, demasiado cocido y muy caliente aún, pero lo despachó con pan Y una jarra de agua, rebañando la grasa. Después miró a la mujer. Hacía tres horas que estaba allí, y en todo ese tiempo ella no había hecho intención de pronunciar palabra.
– Puedes estar tranquila -mintió-. Sólo quiero hablar con él.
Alatriste había aprovechado el tiempo intentando confirmar que se hallaba en lo cierto. Además del herreruelo negro, las camisas, las valonas y otra ropa que encontró en la casa, que podían pertenecer a cualquiera, al registrar un arcón dio con un par de buenas pistolas, frasco de pólvora y saquito de balas, un puñal afilado como una navaja de afeitar, una cota de malla de las llamadas once mil, y algunas cartas y documentos con lugares o itinerarios puestos en cifra. También había dos libros que ahora hojeaba curioso a la luz de la vela, después de haber cargado las dos pistolas y metérselas en el cinto, dejando la de Cagafuego sobre la mesa: uno era una sorprendente Historia natural de Plinio en italiano, impresa en Venecia, que por un momento hizo dudar al capitán que el hombre a quien acechaba y el propietario de aquello fuesen la misma persona. El otro libro estaba en español y el título le arrancó una sonrisa: Política de Dios, gobierno de Cristo, de don Francisco de Quevedo y Villegas.
Un ruido afuera. Un relámpago de miedo en los ojos de la mujer. Diego Alatriste cogió la pistola de la mesa, y pro curando no hacer crujir el suelo fue a situarse a un lado de la puerta. Luego todo ocurrió con extraordinaria sencillez: la puerta se abrió y Gualterio Malatesta entró sacudiéndose la capa y el sombrero mojados. Entonces el capitán le apoyó, con mucha suavidad, el cañón de la pistola en la cabeza.
VIII. SOBRE ASESINOS Y LIBROS
– Ella no tiene nada que ver con esto -dijo Malatesta.
Había dejado en el suelo espada y daga, apartándolos con un pie según le indicó Alatriste. Miraba a la mujer amordazada y atada en la silla.
– Me da igual -repuso el capitán, sin dejar de apuntarle a la cabeza-. Es mi baza.
– Bien jugada, por cierto… ¿También matáis mujeres?
– Si se tercia. Lo mismo que vos, supongo.
El italiano movió la cabeza como si afirmase, pensativo. Su rostro picado de viruela, con la cicatriz que le desviaba un poco la mirada del ojo derecho, permanecía impasible. Al cabo se volvió para encararse con el capitán. La luz de la vela puesta sobre la mesa lo iluminaba a medias: negro en sus ropas, el aire siniestro, crueles las pupilas oscuras. Bajo el bigote finamente recortado se insinuaba ahora una sonrisa.
– Es la segunda vez que me visitáis aquí.
– Y la última.
Malatesta guardó un breve silencio.
– También teníais una pistola en la mano -dijo al fin.
Alatriste lo recordaba muy bien: la cama, el mismo cuarto miserable, el hombre herido, la mirada de serpiente peligrosa. Con suerte, había dicho entonces el italiano, llegaré al infierno a la hora de cenar.
– Muchas veces lamenté después no haberla utilizado -apuntó Alatriste.
Se acentuó la sonrisa cruel. En eso, insinuaba el otro, estamos de acuerdo; hay disparos que son puntos finales y dudas que son peligrosos puntos suspensivos. Observó, reconociéndolas, las dos pistolas que el capitán había encontrado en el arcón y que ahora llevaba metidas en el cinto.
– No deberíais pasearos por Madrid -comentó el italiano con lúgubre solicitud-. Dicen que vuestra piel no vale un ceutí.
– ¿Quiénes lo dicen?
– No sé. Por ahí.
– Preocupaos por la vuestra.
Malatesta volvió a asentir pensativo, cual si apreciara el consejo. Luego miró a la mujer, cuyos ojos espantados iban del uno al otro.
– Hay algo en todo esto que me desaira un poco, señor capitán… Si no me habéis despachado por la posta apenas crucé la puerta, es que confiáis en que suelte la lengua.
– Alatriste no respondió. Ciertas cosas iban de oficio.
– Comprendo que tengáis curiosidad -añadió el italiano, tras pensarlo-. Pero tal vez pueda contaros algo, sin menoscabo mío.
– ¿Por qué yo? -quiso saber Alatriste.
Alzó un poco las manos Malatesta, como diciendo por qué no, y luego hizo un gesto hacia la jarra de agua que estaba sobre la mesa, pidiendo licencia para aclararse la garganta; pero el capitán negó con la cabeza.
– Por varias razones -prosiguió el otro, resignado a pasar sed-. Tenéis cuentas pendientes con mucha gente, aparte de mí… Además, lo vuestro con la Castro era una ciruelita genovesa -aquí se alargó la sonrisa maligna-. Imposible desaprovechar la ocasión de atribuirlo todo a achaques de celos, y más en sujeto de acero fácil como vos. Lástima que nos dieran el cambiazo.
– ¿Sabíais quién era el hombre?
Malatesta chasqueó la lengua, desalentado. Un profesional molesto con su propia torpeza.
– Creía saberlo -se lamentó-. Aunque luego resultó que no lo sabía.
– Puestos a acuchillar, es acuchillar muy alto.
El italiano miró a Alatriste casi con sorpresa. Irónico.
– Alto o bajo, corona o alfil, se me dan una higa -dijo-. No aprecio más rey que el de la baraja, ni conozco a otro Dios fuera del que uso para blasfemar. Alivia mucho que la vida y los años te despojen de ciertas cosas… Todo es más simple. Más práctico. ¿No opináis lo mismo?… Ah, claro. Olvidaba que sois soldado. Al menos de boquilla, para ir tirando y creerse digna, la gente como vos necesita palabras como rey, verdadera religión, patria y todo eso. Parece mentira, ¿no?… Con vuestro historial, y a estas alturas.
Dicho aquello se quedó mirando al capitán, cual si aguardase de él una respuesta.
– De cualquier modo -añadió al poco-, vuestra lealtad de súbdito ejemplar no os impidió disputarle hembras a Su Católica Majestad. Y al cabo, más ahorca pelo de alcatara que soga de esparto… ¡Puttana Eva!