Se calló, zumbón, y luego deslizó entre dientes su vieja musiquilla. Haciendo caso omiso de la pistola que seguía apuntándole, paseó la vista por la habitación, el aire distraído. Falsamente distraído, por supuesto; Alatriste comprobó que los ojos avisados del italiano no perdían detalle. Si descuido la guardia un instante, concluyó, el bellaco me salta encima.
– ¿Quién os paga?
La risa chirriante, ronca, llenó la habitación.
– No me toquéis los aparejos, capitán. Esa pregunta es impropia de gente como nosotros.
– ¿Está Luis de Alquézar metido en esto?
Guardó silencio el otro, impasible. Miraba los libros que había estado hojeando Alatriste.
– Veo que os interesan mis lecturas -dijo al fin.
– Me sorprenden -concedió el capitán-. No os sabía hideputa ilustrado.
– Es compatible.
Malatesta observó a la mujer, que seguía inmóvil en la silla. Luego se tocó distraídamente la cicatriz del ojo derecho.
– Los libros ayudan a comprender, ¿verdad?… Hasta puede encontrarse en ellos una justificación cuando mientes, cuando traicionas… Cuando matas.
Había apoyado una mano en la mesa mientras hablaba. Alatriste se apartó, precavido, y con un movimiento de la pistola indicó al italiano que hiciera lo mismo.
– Habláis demasiado. Pero nada de lo que me interesa.
– Qué queréis. Los de Palermo tenemos nuestras reglas.
Se había alejado unas pulgadas de la mesa, obediente, y observaba el cañón del arma, que relucía a la luz de la vela.
– ¿Qué tal el rapaz?
– Bien. Por ahí anda.
La sonrisa del sicario se ensanchó en una mueca cómplice.
– Veo que lograsteis dejarlo fuera… Os felicito. Tiene agallas, ese mozo. Y destreza. Pero temo que lo lleváis por mal camino. Acabará como nosotros dos… Aunque supongo que lo mío se acaba aquí, ahora.
No era un lamento, ni una protesta. Sólo una conclusión lógica. Malatesta le dirigió otro vistazo a la mujer, esta vez más prolongado, antes de volverse de nuevo hacia Alatriste.
– Lástima -dijo, sereno-. Habría preferido tener esta conversación en otro sitio, espada en mano, sin prisas. Pero no creo que me deis esa oportunidad.
Le sostenía la mirada, entre inquisitivo y sarcástico.
– Porque no me la vais a dar… ¿Verdad?
Seguía sonriendo con mucha sangre fría, clavados sus ojos en los del capitán.
– ¿Alguna vez habéis pensado -dijo de pronto- en lo mucho que nos parecemos vos y yo?
A ese supuesto parecido, se dijo Alatriste, le quedan unos instantes. Y al hilo del pensamiento afirmó la mano, orientó bien el cañón de la pistola y se dispuso a apretar el gatillo. Malatesta leyó la sentencia como si le hubieran puesto delante un carteclass="underline" su rostro se puso tenso y la sonrisa se heló en su boca.
– Os veré en el infierno -dijo.
En ese momento, la mujer, amarradas las manos a la espalda y los ojos desorbitados, la mordaza ahogándole un grito de feroz desesperación, se incorporó de la silla y se arrojó de cabeza contra Alatriste. Echóse éste a un lado, lo justo para esquivarla, y por un instante dejó de apuntar a su enemigo. Pero con Gualterio Malatesta cada instante equivalía a la delgadísima diferencia entre la vida y la muerte. Mientras Alatriste evitaba la acometida de la mujer, que cayó a sus pies, y procuraba encañonar de nuevo al italiano, éste dio un manotazo a la vela que ardía sobre la mesa, dejando la habitación a oscuras, y se arrojó al suelo en busca de sus armas. El disparo rompió los vidrios de la ventana, sobre su cabeza, y el fogonazo iluminó el reflejo de acero que ya empuñaba. Sangre de Dios, maldijo Alatriste. Se va. O todavía me mata él a mí.
La mujer gruñía en el suelo, revolviéndose como una fiera. Alatriste saltó por encima de ella y dejó caer la pistola descargada, mientras sacaba la espada. Estaba a tiempo de acuchillar a Malatesta antes de que se levantara, si lograba adivinarlo en la oscuridad. Tiró varios golpes de punta, pero dieron todos en vacío. Se reparaba el capitán en semicírculo, cuando una estocada que le vino de atrás, bien firme y recia, le pasó el coleto y casi le alcanza la carne de no hallarse a medio giro. El ruido de una silla al moverse lo orientó mejor; de modo que fue allá con el acero por delante, y su espada chocó al fin con la enemiga. Ahí estás, pensó mientras arrimaba la mano zurda a una de las pistolas. Pero Malatesta había tenido tiempo de fijarse en las pistolas, y no estaba dispuesto a dejarle amartillarla. Le vino encima a bulto, con extrema violencia, dando tajos y golpes con la guarnición, abrazándosele. No hubo palabras, insultos ni bravatas: los dos hombres ahorraban aliento para el forcejeo, y sólo se oían gruñidos y resuellos. Como haya tenido tiempo de coger su daga, se dijo de pronto el capitán, estoy listo. Así que se olvidó de la pistola y tanteó atrás en demanda de su vizcaína. El otro le adivinó el gesto, pues estrechó el abrazo procurando estorbárselo, y rodaron por el suelo con gran estrépito de muebles y loza rota. A esa distancia las espadas no tenían nada que hacer. Al fin Alatriste logró liberar la mano izquierda y empuñó la daga, tomó impulso y arrojó dos cuchilladas salvajes. La primera desgarro la ropa de su adversario y la segunda dio en el aire. No hubo lugar para una tercera. Sonó la puerta al abrirse con violencia, y un rectángulo de claridad enmarcó la silueta del italiano huyendo de la casa.
Me sentía feliz. Había dejado de llover, el día despuntaba radiante, con mucho sol y un cielo purísimo sobre los tejados de la ciudad, y yo franqueaba la puerta de palacio juntó a don Francisco de Quevedo. Habíamos cruzado la plaza abriéndonos camino entre los ociosos congregados desde antes de que rompiera el alba, contenidos por los uniformes y lanzas de la guardia. Curioso, parlanchín, ingenuamente leal a sus monarcas, dispuesto siempre a olvidar sus penurias con el inexplicable deleite de aplaudir el lujo de sus gobernantes, el pueblo de Madrid se daba alegre cita en la explanada para ver salir a los reyes, cuyos coches aguardaban ante la fachada sur del alcázar. Además de la expectación popular, el regio viaje movilizaba a una legión de cortesanos, gentil, hombres de casa y boca, azafatas, servidores y carruajes. Para El Escorial iba a salir también, si no lo había hecho ya, la compañía teatral de Rafael de Cózar, María de Castro incluida; pues La espada y la daga se representaba en los jardines del palacio -monasterio a principios de la siguiente semana. En cuanto a la comitiva real, y como de costumbre, todos rivalizaban en ostentación y lujo, pese a las premáticas vigentes. Las losas del palacio eran un espectáculo abigarrado de coches con escudos en las portezuelas, buenas mulas, mejores caballos, libreas, alcatifes, brocados y adornos; pues tanto quien podía como quien no, gastaban su último maravedí con tal de hacer buena estampa. Que siempre, en este escenario decorado con fingimiento y apariencias, nobles y plebeyos empeñaron hasta el ataúd con tal de hacerse de la sangre de los godos, pareciendo más que su vecino. Pues, como dijo Lope, en España:
– Todavía me maravilla -dijo don Francisco- que convencieras a Guadalmedina.
– No lo convencí -repuse con sencillez-. Lo hizo él solo. Yo me limité a contarle cómo ocurrieron las cosas. Y me creyó.
– Quizás deseaba creerte. Conoce a Alatriste, y sabe de lo que es capaz y de lo que no. La idea de una conspiración ajena le da más consistencia a todo… Una cosa es una cabezonería por una mujer y otra acuchillar a un rey.
Caminábamos entre las columnas de piedra berroqueña hacia la escalera principal. Sobre nuestras cabezas, el sol levante empezaba a iluminar los capiteles a la antigua y las águilas bicéfalas labradas en las e bocaduras de los arcos, mientras la luz dorada se derramaba por el patio de la Reina, donde un numeroso grupo de cortesanos aguardaba la bajada de los monarcas. Don Francisco saludó a unos conocidos, descubriéndose con mucha política. El poeta vestía de gorguerán negro con toquilla de cintas en el sombrero, cruz al pecho y espada de corte con empuñadura dorada; y tampoco yo le iba a la zaga con mi traje de paño y mi gorra, la daga cruzada atrás, al cinto. Un criado había metido mi bolsón de viaje, con ropa de diario y un par de mudas bancas dobladas por la Lebrijana, en el carruaje de los sirvientes del marqués de Liche, con quienes don Francisco me había acomodado transporte. Él tenía asiento en el coche del marqués; privilegio que justificaba, como siempre, a su manera: